A veces da que pensar si la información meteorológica busca más ganarse la atención de la audiencia y dar espectáculo, que la previsión del tiempo
Hubo una primera ciclogénesis explosiva (24 Ene 2009) que causó importantes destrozos y, a pesar de los avisos, cogió desprevenida a mucha gente.
En la siguiente ciclogénesis (27 de febrero de 2010) anunciada, la Concha presentaba el aspecto que se recoge de la bahía en la información de abajo y las siguientes, más o menos parecido.
Ciclogénesis explosiva (1) – Bahía de La Concha – San Sebastián (27/II/2010)
Ahora anuncian que las fuertes rachas de viento de este fin de semana cederán mañana el protagonismo a las olas, que podrían superar los 5 metros de altura, de ahí que Euskalmet anuncie alerta naranja entre las 6 de la mañana y las 18 horas.
El fuerte oleaje será consecuencia de la ciclogénesis explosiva que se está formando en el Atlántico norte. Este ciclón, bautizado como ‘Jolle’, se desplazará desde Terranova a Islandia y provocará fuerte oleaje en el litoral Atlántico europeo, incluido Euskadi.
Así las cosas, ya nadie habla de borrascas y otras antiguallas del parte meteorológico. Se ha popularizado la denominación “ciclogénesis explosiva”. Lo oyes por la calle, en todas partes, y las bocas pronuncian la novedad con una cierta delectación, no a la manera mustia en que los tristes vocacionales paladean un “in-fe-liz-men-te”, sino al estilo de insurgencia poética, como quien prende los fósforos de la metáfora. Nadie va a pedir en el mercado una lactuca sativa para llevarse una lechuga ni saludar el canto de un petirrojo a la voz de: “¡El erithacus rubecula, si señor!”. Pero la ciclogénesis explosiva ha venido para quedarse una larga temporada. Funciona como un hallazgo socialclimático, un híbrido de política, economía y meteorología. El hablar del tiempo era hasta ahora una manera de sortear polémicas o antipatías. En caso de necesidad, hasta el vecino más huraño sucumbe a la diplomacia del paraguas. Mientras el periodismo en general está en crisis, la información meteorológica ocupa el lugar del espectáculo. Y todos felices. A veces se generan demasiadas expectativas. La gente, pertrechada de cámaras, espera vientos huracanados y olas de diez metros. Cierran el paseo nuevo, los jardines del palacio de Aiete y lo que haga falta. Y todos, ayuntamiento y personas, se sienten muy defraudados con la naturaleza cuando el vendaval no supera el límite automovilístico de los 120 km/hora y el mar se acobarda y no se lleva por delante ni una barandilla del paseo nuevo. En estos casos abunda la decepción.
Tomado de E Rivas
Decía Bertrand Russell (1872-1970) que “el mundo está lleno de ignorantes completamente seguros de todo e inteligentes llenos de dudas”. De la mano de la superficialidad y la ambición, la estupidez se ha instalado en un nivel impensable. Carlo M. Cipolla (1922-2000) tiene un ensayo sobre la estupidez titulado Las leyes fundamentales de la estupidez humana. Para Cipolla, una persona estúpida sería la que causa un daño a otra persona o grupos de personas sin obtener, al mismo tiempo, un provecho para sí, o incluso obteniendo un perjuicio. Son peligrosísimos, porque además no son conscientes de que lo son. A uno le parece que el nivel de estupidez que hemos alcanzado es realmente relevante.
La meteorología se ha convertido en más que una ciencia, en más que un método perverso para disuadir turistas, en más que una maravillosa arma de prevención. Desde mediados de la semana pasada, todos nos comportamos como si compartiéramos un secreto que iba a cambiar nuestras vidas, al menos, durante el fin de semana: “Ya lo han dicho, va a nevar”. El carnicero, la vecina, el compañero de mesa, el camarero de la hora del pintxo o la informática llamado a salvar el ordenador: Un “menuda la que nos viene” que acababa por unirnos y hacernos cómplices daba cierta vidilla a muchas conversaciones.
No fue para tanto, más bien, en Donostia apenas fue para nada y los escasos copos que cayeron no cuajaron salvo en Aiete que yo sepa, y tampoco como preveía en forma de inmensa nevada.
Seguimos en alerta, que se sepa, así que todavía todo es posible, pero nos hemos quedado sin ese nexo de unión porque se ha pasado al “vete a saber, si no se puede fiar uno”.
El que más o el que menos recuerda aquella ciclogénesis explosiva que nunca llegó a una ciudad en la que, por precaución, dejaron de funcionar los autobuses y cerraron centros comerciales. La palabra del fenómeno, al menos, es tan conocida entre los donostiarras como la calle Urbieta.
Si las isobaras, supongo que serán las isobaras, indican un temporal de nieve modelo San Petesburgo, hacen bien los científicos en avisarnos a nosotros y a los políticos. Pero sumir cada semana en una alerta de variados colores puede convertir las palabras de los institutos metereológicos en una réplica de la fábula de Pedro y el Lobo.