Una idea de Oscar Wilde, del prefacio a Dorian Gray: ¿Está la crítica destinada al autor o al creador, o está destinada a los espectadores o lectores?
Creo que en principio la función de la crítica en los medios de comunicación, en el sentido tradicional del término, estaba fundamentalmente destinada a informar, valga la redundancia, críticamente al lector, a informar críticamente al espectador. En ese sentido la polémica sobre la crítica, y la polémica entre autores y críticos, es una polémica que viene de muy lejos; incluso hay algunos textos clásicos, como el de T.S. Eliot «Criticar al crítico», en el cual evidentemente no es la primera vez que algunos autores dan una especie de vuelta de tuerca y se ponen en la situación del crítico para criticar las críticas que se realizan. De hecho la influencia de la crítica para bien y para mal ha sido muy importante: desde el siglo XVIII y sobre todo desde el momento en que determinados periódicos o medios adquieren un carácter masivo. Incluso legendariamente, o no tan legendariamente, tenemos anécdotas más o menos suntuosas, como la fama que en su momento hubo de que John Keats, que en realidad murió de tuberculosis, había muerto por la tristeza que le había provocado una crítica que se realizó de su poesía, y de cómo los compañeros de Keats, Shelley, Byron, etc., acusaron al crítico toda la vida de haber sido uno de los causantes de su muerte. Por tanto la natural tensión entre crítica y arte, entre crítica y autor, viene de muy lejos; lo que me parece importante indicar sobre lo que está surgiendo en la actualidad es que de alguna manera parece ser que el lenguaje crítico en muchos momentos haya olvidado esa necesidad de informar críticamente al lector y al espectador para convertirse muchas veces o bien en un ajuste de cuentas personal, o bien en un tipo de lenguaje más bien vinculado o dirigido al propio gremio. En ese sentido aspectos fundamentales de la crítica, que es contextualizar el texto y contextualizar la obra, muchas veces se olvidan
El Retrato de Dorian Gray (Oscar Wilde) es la próxima novela en la tertulia de Aiete (Jueves 14 de enero a las 19:00)
Wilde: Temo por la voz.
Joyce: ¿Qué quieres decir?
Wilde: Adónde va la literatura. Pronto se perderá la voz, y ¿qué nos quedará?
Joyce: Páginas.
Wilde: ¿Y la trama?
Joyce: ¿Qué es la trama, al fin y al cabo? No es más que una forma de anunciar la última página.
Wilde: ¿Has salido a caminar alguna vez durante una tormenta eléctrica cargado con un tubo metálico largo?
Joyce: No.
Wilde: Deberías probarlo.
Joyce: ¿Estás enfadado?
Wilde: No, solo estoy anunciando la última página.
Haber descubierto a Oscar Wilde siendo niño marcó de una manera insospechada mi posterior trayectoria como lector. Sus cuentos fueron el primer enganche poderoso que recuerdo con el acto de leer, y es llamativo que con el paso de los años, y ya irremediablemente aporreada la memoria tras décadas de abusos, todavía sea capaz de revivir las impresiones infantiles que me produjeron «El gigante egoísta» y «El fantasma de Canterville», por nombrar un par de relatos conocidos. Wilde, no tengo dudas al respecto, fue mi primer escritor favorito. Y hasta el día de hoy sigue siendo un parámetro al que recurro, con mayor o menor grado de conciencia, con mayor o menor voluntad, la hora de encasillar a sus pares.
Qué buena noticia que en San Sebastián se le dedique un ciclo
A propósito de Oscar Wilde
En esta vida puedo dudar de muchas cosas salvo de una: Grecia es mi segunda patria. En mi época estudiantil creía que era la primera, pues me consideraba totalmente griego, si bien de la antigüedad, e iba con bastante frecuencia a Atenas, a Delfos, a Olimpia y a las islas del Dodecaneso, que eran mis preferidas. Me fascina ese país de gente tan trabajadora como hospitalaria. ¿Cómo decirlo?, rara vez he visto a un griego ocioso. Como los chinos, siempre están trajinando con algo. Y eso sí, todos son medio políglotas. No sé cómo lo consiguen esos hijos de Afrodita, y todos los tópicos que circulan sobre ellos, especialmente en Alemania y en España, son una patraña estúpida y vil.
Nadie sabe mejor que los griegos que Europa está gobernada desde dos dimensiones paralelas: una de las dimensiones la conforma Bruselas (amante de Berlín), y la otra los estados nacionales.
Las dos dimensiones se complementan, pero sólo en la medida en que mandar y obedecer pueden ser actos complementarios. Bruselas ordena y los estados obedecen. Bruselas se puede equivocar gravemente, puede adoptar medidas absolutamente improcedentes capaces de enviar al infierno a colectividades enteras, pero nadie lo dice y hay que obedecer. ¿Obedecer hasta cuando las órdenes son delirantes como si estuvieses en un ejército de borrachos?
Bruselas es el grado cero de la democracia, porque nada sabemos los ciudadanos de lo que se cuece allí, aunque imaginamos el escenario: un charco de culebras donde chapotean todos los lobbies dispuestos a sacar tajada, y la sacan siempre: por algo tiene allí a sus chacales más oportunistas y letales. Los griegos lo saben mejor que nadie. Cuando pienso en ellos recuerdo lo que escribió Lord Byron bastante antes de morir por Grecia:
Soñé que los griegos podían ser libres aún,
y que resistiendo a la dominación extranjera
ya nadie podría calificarlos de esclavos.
Un poeta griego contemporáneo de Byron decía a su vez:
Amadísima Grecia,
siempre te defenderé de la ira de los bárbaros
porque sencillamente te debo
todo lo que hay de divino en mí
y todo lo que hay de humano.
Plenamente de acuerdo con ambos poetas, Oscar Wilde dijo:
Todo lo que es moderno en nuestras vidas
nos viene de Gracia,
y todo lo que es antiguo de la Edad Media.
Con esta sentencia tan indiscutible como definitiva pongo fin a mi declaración de amor a Grecia.