1 comentario en “Opinión crítica de Ismael Torralba con la organización de Donostia 2016”
Alberto
Se cumplieron el pasado lunes diez años de la designación de Donostia como Capitalidad Cultural Europea 2016 y aún se aprecian señales de que no se ha terminado de entender lo que pasó. Lo primero que aprendieron los responsables municipales fue que el jurado le daba el título «no a la ciudad que más lo deseaba, sino al que más lo necesitaba». A partir de ese principio se montó una inmensa mascarada en la que se hizo creer al jurado no sólo que las calles de esta carísima ciudad, en la que incluso los prebostes de la UE tendrían problemas para vivir de su sueldo, eran un infierno, sino que una buena Capitalidad Cultural ayudaría de forma determinante a solucionar los problemas de convivencia. Frente a otras candidaturas turístico-patrimoniales, Donostia 2016 brindaba nada menos que la irrepetible oportunidad de contribuir a la sanación de una sociedad enferma. Las eurocorbatas no lo dudaron.
Ahora lo lees y te ríes, y por aquel entonces, también, pero la cosa es que la ‘aldea Potenkim’ que se le vendió a Bruselas coló, y cinco años y varias dimisiones después, nos encontrábamos inmersos en un pandemónium de actividades que –para qué engañarnos–, nadie terminó de entender. Empezando por la corporación que fraguó la programación y siguiendo por la que se encargó de ejecutarla. No es que saliera mal, es que se ejecutó lo que se planeó. Otro asunto es que aquello fuera una marcianada. Por el sumidero se fue una pasta, pero no afectó a la autoestima colectiva donostiarra. Había un acuerdo tácito en que la Capitalidad era un enorme ejercicio de ficción y para cuando cayó el telón, ya reinaba la indiferencia general.
Desde entonces, rara vez se toca el tema. De quien ejerció de director de todo aquello nunca más se supo, pero de vez en cuando todavía aparece alguien a contarnos que Donostia 2016 es el espejo en el que ahora se miran otras capitalidades. Miedo da pensar qué es lo que verán reflejado.
Se cumplieron el pasado lunes diez años de la designación de Donostia como Capitalidad Cultural Europea 2016 y aún se aprecian señales de que no se ha terminado de entender lo que pasó. Lo primero que aprendieron los responsables municipales fue que el jurado le daba el título «no a la ciudad que más lo deseaba, sino al que más lo necesitaba». A partir de ese principio se montó una inmensa mascarada en la que se hizo creer al jurado no sólo que las calles de esta carísima ciudad, en la que incluso los prebostes de la UE tendrían problemas para vivir de su sueldo, eran un infierno, sino que una buena Capitalidad Cultural ayudaría de forma determinante a solucionar los problemas de convivencia. Frente a otras candidaturas turístico-patrimoniales, Donostia 2016 brindaba nada menos que la irrepetible oportunidad de contribuir a la sanación de una sociedad enferma. Las eurocorbatas no lo dudaron.
Ahora lo lees y te ríes, y por aquel entonces, también, pero la cosa es que la ‘aldea Potenkim’ que se le vendió a Bruselas coló, y cinco años y varias dimisiones después, nos encontrábamos inmersos en un pandemónium de actividades que –para qué engañarnos–, nadie terminó de entender. Empezando por la corporación que fraguó la programación y siguiendo por la que se encargó de ejecutarla. No es que saliera mal, es que se ejecutó lo que se planeó. Otro asunto es que aquello fuera una marcianada. Por el sumidero se fue una pasta, pero no afectó a la autoestima colectiva donostiarra. Había un acuerdo tácito en que la Capitalidad era un enorme ejercicio de ficción y para cuando cayó el telón, ya reinaba la indiferencia general.
Desde entonces, rara vez se toca el tema. De quien ejerció de director de todo aquello nunca más se supo, pero de vez en cuando todavía aparece alguien a contarnos que Donostia 2016 es el espejo en el que ahora se miran otras capitalidades. Miedo da pensar qué es lo que verán reflejado.