Reproducimos texto de Higinio Polo, sobre aquella novela y el autor
Bassani: un jardín de Ferrara
Higinio Polo
Buscar en una ciudad un jardín que no existió nunca es una singular y absurda distraccción. Sin embargo, eso estaba haciendo yo, en Ferrara, merodeando por las calles, a despecho del frío. Buscaba ese lugar ficticio que rodeaba la casa de la familia Finzi-Contini, en el Corso Ercole I d’Este, que Giorgio Bassani dejó para siempre en nuestra memoria en la novela que tituló El jardín de los Finzi-Contini.
A las cinco y media de la tarde, el sonido de las campanas de la catedral llenaba de melancolía el paso apresurado de la gente. Allí mismo, a la vuelta, estaba el castillo de los señores. Y yo sabía que, desde el Castello Estense, se abría la perspectiva del Corso Ercole I d’Este, una hermosa calle que, antes, se había llamado Via Piopponi, y que había sido cantada por Carducci y por D’Annunzio. Al final de esa calle, estaba el jardín, enorme, evocador: contaba con una extensión de diez hectáreas. El corso es parte de la ampliación renacentista que el arquitecto Biagio Rossetti llevó a cabo en Ferrara, aplicando la ambición racionalista a una idea de planificación urbana que surgía del humanismo italiano. Jacob Burckhardt mantuvo que Ferrara fue la primera ciudad moderna de Europa, y esa misma noción sería defendida por algunos arquitectos de la modernidad, como Zevi.
La ciudad no siempre fue afortunada: durante la segunda guerra mundial, los bombardeos de los aviones ingleses y norteamericanos se cebaron en esta parte de la Ferrara renacentista, mientras que respetaron el viejo burgo medieval, el del ghetto y las callejuelas situadas tras el Duomo. El primer bombardeo sobre la ciudad fue el 29 de diciembre de 1943, y el segundo, el 28 de enero de 1944. Muchos edificios fueron destruidos, entre ellos, la sede fascista de la vía Cavour. Después, cuando terminó la guerra, todo cambió. La sede del fascio ferrarés fue convertida en albergue militar por el mando británico, según nos dice Bassani, pero yo no podía estar muy seguro de sus afirmaciones.
Giorgio Bassani había nacido en Bolonia, en 1916: tenía la edad de Micòl Finzi-Contini, esa mujer joven sobre la que gira su novela más célebre. Nuestro escritor era hijo de una familia judía ferraresa, y en Ferrara transcurre su infancia y juventud, y estudia. Vive los años que marcarán para siempre su propia vida y las páginas que escribiría. 1943, el año en que deportaron a Micòl, fue también difícil para Bassani. En noviembre, la resistencia había ajusticiado a uno de los dirigentes fascistas de Ferrara, Igino Ghisellini, y la represión no se hizo esperar: el régimen quiso dar un escarmiento y decidió que once antifascistas serían ajusticiados, siguiendo represalias semejantes decididas por los nazis. El 15 de diciembre, fueron a buscar a Bassani a su casa, pero no lo encontraron. Todos los detenidos fueron conducidos ante el castillo estense y fusilados, frente al Café de la Bolsa. Bassani se refugió, clandestinamente, en Florencia, y después en Roma: llegó a la capital italiana en el último tren que entró en la ciudad, el 6 de diciembre de 1943. Esos sucesos angustiosos serían recordados por Bassani en Una noche del 43: él mismo había participado en la resistencia y había sido encarcelado por el régimen fascista.
Miembro del Partito d’Azione, licenciado en Letras, el futuro escritor se había casado con Valeria Sinigallia en ese mismo 1943. Después de la guerra, Bassani escribe. Publica Cinco historias de Ferrara, en 1956; El jardín de los Finzi-Contini, en 1962, y, después, Detrás de la puerta, Los lentes de oro y otras, que reunirá en La novela de Ferrara, que se publicará a mediados de los años setenta. Fue también responsable de la publicación de la aclamada novela de Lampedusa, El Gatopardo, y permanece siempre fiel a Ferrara, centro de toda su literatura. Aquí murió, aunque falleciese en Roma, en abril de 2000.
Así que, en el último día del año, buscando el jardín de los Finzi-Contini, yo estaba parado ante el foso del castillo, pensando en cómo serían los días tristes de la guerra, y, también, en la calidez de las jornadas luminosas de la liberación, cuando los partisanos de mañanas vertiginosas y grandes sonrisas, seguros de que el tiempo del fascismo se había terminado para siempre, entraban en una ciudad casi destruida por los bombardeos angloamericanos. Algunos ancianos dicen que, tras la guerra, no podían reconocerse las calles, a consecuencia de la destrucción, y el propio Bassani nos cuenta que las bombas alcanzaron la mansión de los Finzi-Contini, y que, después, fue ocupada por familias de pobres refugiados. ¿Qué habría sido de los veinte mil libros que atesoraba el profesor Ermanno?, me preguntaba yo.
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Micòl, el personaje que llena toda la novela de Bassani, El jardín de los Finzi-Contini, es una mujer joven, por la que el protagonista —un hombre de su misma edad, que nos cuenta, en primera persona, la historia de esos años del fascismo, y de su amor solitario, confuso— se siente atraído. Micòl, guapa y delgada, rubia, de ojos claros, vive con sus padres y su hermano Alberto en la enorme mansión que se encuentra en medio del jardín. Forman una familia de alta burguesía ferraresa, y son judíos. La joven estudia en su casa, juega al tenis, recorre Ferrara en bicicleta, y el alter ego de Bassani sueña con besarla, sin atreverse. Después, se trata con ella en la casa de la familia, en reuniones de jóvenes que son una respuesta a las leyes discriminatorias de Mussolini contra los judíos, pero sus relaciones, aunque íntimas, nunca llegarán a nada. La Segunda Guerra Mundial se insinúa ante nosotros, los lectores, que conocemos el destino al que el mundo estaba abocado, pero los personajes se relacionan antes de que la guerra estalle, intentando vivir en esa Italia del fascio que ha convertido el país en un estruendo de sangre, sin sospechar que lo peor está por llegar.
Micòl juega al tenis en el jardín, pasea en bicicleta, le enseña al narrador enamorado los árboles centenarios, le habla por teléfono; después, estudia en Venecia: vive en un mundo que cada vez es más irreal, aunque todavía no lo sepa. De manera insensible, las relaciones se enfrían, y ambos se refugian en las largas y apasionadas conversaciones (sobre la guerra de España, sobre las Brigadas Internacionales, sobre los Baldwin, Blum, Halifax, sobre la Unión Soviética) con el amigo de Alberto, aquel Giampiero Malnate, un comunista convencido que, enviado a la guerra con el cuerpo expedicionario italiano, nunca volverá de la Unión Soviética. Un día, todo ha terminado, aunque la relación se mantenga. Llega, sin embargo, el final: en una pequeña ciudad de provincias como Ferrara, dejan de verse, y el narrador sabrá, tras cuatro años sin ver a Micòl, que toda la familia ha sido deportada a Alemania, en 1943.
Aunque sea El jardín de los Finzi-Contini su obra más equívoca —en un sentido: no en vano los curiosos siguen decepcionándose cuando descubren que el jardín nunca existió—, toda la narrativa de Bassani se mueve en un territorio donde confluyen la imaginación y la realidad. Así ocurre con la evocación de los últimos años de la maestra socialista Clelia Trotti, llamada Alda Costa en la vida real, o en Dietro la porta, detrás de la puerta, donde el protagonista de Bassani recuerda, mientras conversa con un compañero del Liceo, que muchos apellidos judíos son nombres de ciudades y pueblos, y cita algunos que no lo son, como Levi, Zamorani, Cohen, Vitali, Finzi, Contini, Finzi-Contini, y otros, que, como sabemos, terminarán sus días en Auschwitz. Tal vez por esa mezcla de ficción y realidad, yo recordaba a la pobre Lida Mantovani, uno de sus personajes, como si fuera un persona real: vivía en la calle Salinguerra, una vía parecida sin duda a las que yo había visto en el ghetto haciendo trabajos para una sastrería, con su madre. Lida, que había sido engañada por un señorito que le dejó madre de un niño y que la abandonó en la habitación donde habían convivido, terminará sus días con un buen hombre, un obrero de una imprenta al que no podrá darle un hijo, como quería. Esos personajes desgraciados, viven en una Italia negra y dura. Por eso, Lida Mantovani y otras historias de Ferrara, como la historia de Micòl Finzi-Contini, me había creado una imagen de la ciudad que no se correspondía con la que yo veía, una próspera y agradable urbe.
Todas esas imágenes del pasado estaban resumidas, para mí, en aquel inexistente jardín de Ferrara, el lugar desde donde Micòl Finzi-Contini, joven y hermosa hasta el delirio, salía a recorrer en bicicleta las viejas calles renacentistas, con el cabello suelto, libre; tal vez, me decía, presintiendo el largo e incierto verano que había de ser el último de su vida. Lleno de melancolía, pugnando por recuperar aquel tiempo perdido de su juventud, Bassani recreaba aquel jardín donde algunos de sus amigos habían podido refugiarse de las miserias de las leyes raciales fascistas, creando sin saberlo un tiempo y un espacio únicos que estaban destinados a ser apenas un espejismo en la catástrofe a la que sus vidas estaban destinadas. Allí, en el jardín, renuncia el narrador de la novela al amor de Micòl, y allí contempla la decisión con que Malnate, militante comunista, enfrenta el horror fascista (Madrid ha caído, sí, pero la guerra contra el fascismo no ha terminado), en una actitud tan cercana al Bassani que se implicará en la resistencia, cuando todos los frentes estén ya abiertos. Sin saber cómo, sin entenderlo, el narrador de la novela de Bassani se da cuenta de que su amor por Micòl ha quedado truncado, aunque aún insista a veces ante ella, para refugiarse después, con Malnate, en largas conversaciones de camaradas, en disputas sobre Eliot, Lorca, Esenin o Montale.
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Al día siguiente, me acerqué de nuevo. El Corso Ercole I d’Este es una vía empedrada con guijarros, recta, con mojones de piedra blanca a ambos lados, que marcan las aceras. En la pared del palacio del Sacro Monte de la Pietà de Ferrara, veo unos versos del Ariosto y, tiradas en el suelo, unas botellas de spumante, abandonadas. Es la resaca del fin de año, que incendió con fuegos de artificio el viejo castillo estense. En el Istituto Canonici Mattei, que descansa del tiempo con sus paredes amarillas, una placa recuerda que allí, en el verano de 1900, Ettore Bugatti y el Conti Gulinelli se encontraron para poner las bases del “mito Bugatti”.
Después, veo el Museo del Risorgimento y de la Resistencia, y al lado, el Palacio de los Diamantes. Hacia el final de la calle, el Corso se convierte en una vía flanqueada por álamos. Por aquí debía estar el muro de los Finzi-Contini y la puerta de entrada, según nos narra Bassani. Como es lógico, no hay nada que pueda recordar a la finca de la familia. Volviendo sobre mis pasos, entro por el Vicolo del Portone, que lleva al Templo della cremazione, por un camino de gravilla. En la Certosa, la Cartuja, veo la pared donde fueron fusilados siete miembros de la resistencia, el 11 de agosto de 1944, y otros dos más, el 20 de agosto del mismo año. Hay en ella una cruz y algunas flores. Es como si fuera un recordatorio de la vida en los años difíciles del fascismo, y una señal de lo que padecieron Bassani y sus contemporáneos. El escritor recuerda, en Una lápida en la calle Mazzini, el fusilamiento del 15 de diciembre de 1943.
Como si yo fuera un civilizado ferrarés, voy en bicicleta hasta la casa donde vivía Giorgio Bassani. Está en el número 1 de Cisterna del Follo: aquí transcurrió la infancia del escritor. No es posible entrar, se asegura, pero sé que, en la entrada, hay un retrato de Bassani niño, en escorzo, con el cabello largo, con una leve sonrisa. Es una casa de planta baja y primer piso, pintada de amarillo, con batientes verdes en las ventanas, y rejas panzudas, para mirar la calle. Nadie se llama Bassani, según veo en los apellidos que figuran en los timbres. La casa tiene un gran portón que se abre a un patio, que apenas puedo entrever. Las disputas de los allegados por la herencia del escritor, que saltaron a las páginas de los periódicos, aconsejan prudencia.
Más tarde, por la Via delle Vigne, la que Bassani llama Via Montebello, llego a la puerta gris, de hierro y piedra, del cementerio hebreo de Ferrara. Tiene dos estrellas de David, entre círculos, y una leyenda grabada en la piedra, que no puedo comprender. Una mujer me permite la entrada. Anuncio que quiero ver la tumba de Bassani: debo ponerme, obligatoriamente, la kipa, por respeto al lugar y a los difuntos.
El cementerio es grande y temo no encontrar el lugar donde enterraron a Bassani. Hay allí 1.400 tumbas. El día es frío, y el espeso silencio del cementerio hace más lento el recorrido. En el fondo del parque, veo una tumba, del ingeniero Italo Finzi. Al lado, otra, de Laura Bassani. Más allá, el mausoleo de los Finzi Magrini, grande, dispuesto sobre el muro, con el candelabro de siete brazos grabado, igual que la tumba de la familia de Micòl. Veo también la de Felice Bassani, y, aún, la de Rodolfo Bassani. En la de Albertina Finzi Magrini, se indica que la difunta fue deportada a Auschwitz, en febrero de 1944. Todo me lleva al recuerdo de los Finzi-Contini. Finalmente, destacada por un pequeño muro rojo, cuyo perfil parece dibujar una hoz sobre la tierra, está la tumba de Giorgio Bassani. Sólo esta grabado su nombre, y dos fechas: 4 marzo 1916 – 13 aprile 2000. Del suelo, surge una lápida en bronce, llena de lo que parecen unas teclas musicales, y el cuadrado de metal sobre el que descansa la lápida está lleno de pequeñas piedras, siguiendo la tradición judía. Yo también pongo una, cubierto con la kipa de respeto que me habían hecho poner en la entrada.
Me acerco, después, a la Via Mazzini, donde está el templo. Allí mismo, estaba también lo que llamaban la sinagoga española, que fue incorporada al templo principal después de ser restaurada por el padre de Micòl, con objeto de ser destinada al uso exclusivo de los Finzi-Contini. Esa devoción tendría graves consecuencias. Las delirantes leyes raciales de Mussolini, de 1938, limitaron gravemente los derechos de los judíos italianos: no podían asistir a las escuelas del Estado, ni celebrar “matrimonios mixtos”, ni aparecer en las guías telefónicas, ni relacionarse en sociedades recreativas, ni aparecer sus muertos en las esquelas de los diarios, entre otras sevicias. Aunque, también, para ironía de la historia, muchos de los judíos ferrareses se habían inscrito en el partido fascista, antes de que fueran promulgadas las leyes de 1938. Después, les llegaría la deportación. Y la muerte.
Aquí, a la sinagoga de la Via Mazzini, se acercaba la familia de los Finzi-Contini. También la de Bassani. Es un edificio de ladrillo rojo, y hay dos lápidas a ambos lados de la puerta. Según Bassani, una fue instalada en la fachada de la sinagoga por orden del ingeniero Cohen, el presidente de los judíos ferrareses, que se había refugiado en Suiza durante la guerra. En una de las lápidas, la incripción recuerda los millones de judíos asesinados por los nazis; entre ellos, 150 ferrareses. En la otra, se detallan los nombres de otros 96 ferrareses muertos. Antes de la guerra, vivían en Ferrara cuatrocientos judíos, lo que supone que fueron asesinados casi la mitad. Veo el apellido Bassani, repetido cuatro veces. También, algunos Levi, muchos Ravenna, Rietti, Rotstein, y otros. Veo los nombres de Guiseppina Finzi y Silvio Finzi. Desde la puerta de la sinagoga, se ve el campanario de la catedral, y las fachadas amarillas, rojizas, ocres, de las casas de ladrillo. Todo parece un mal sueño.
Una señora me deja ver el patio de entrada de la sinagoga. Veo la escalera, flanqueada por unos arcos que descansan sobre columnas, y una penumbra que no sé si achacar al invierno o a la discreción de los perseguidos, y noto un pesado silencio. Como por un milagro, los bombardeos de la guerra no alcanzaron la vía Mazzini, que permaneció intacta, tal vez para que volvieran los fantasmas de la deportación. Hasta aquí volvió, en agosto de 1945, el personaje Geo Josz, al que vemos recorrer Ferrara, como un espectro, en Una lápida en la calle Mazzini. Según nos cuenta Bassani —y la precisión en los nombres es lo de menos—, Geo Josz fue el único superviviente (cuando retorna, lleva el número de cinco cifras, con la letra J delante, grabados en su brazo derecho) de los 183 judíos ferrareses que habían sido deportados en 1943. Vuelve a la ciudad, y ve que en la lápida está su nombre, entre los muertos. No sé si el nombre pertenece a una persona real o si Bassani lo adoptó disfrazando así a quien logró salvar la vida en el infierno nazi. No importa mucho.
Allí, al lado, en Via Vittoria, estaba el ghetto que sobrevive, aunque fuese abolido cuando las provincias de las Legaciones Pontificas fueron anexionadas al nuevo reino italiano, tras la garibaldina. En un portal veo el timbre de un rabino. Más allá, una sastrería, sartoria, donde, en un mostrador, trabaja el alfayate con la tiza. Un poco más allá, está la Osteria del ghetto, y, en el 79 y el 81 de Vignatagliatta, las Escuelas Hebraicas de Ferrara. Aquí vino Bassani a estudiar, y, según una placa que lo recuerda, los alumnos fueron educados en “el saber, en la libertad”. Es una placa reciente, colocada en el año 2002, o en el 5762, como quieren los hebreos. Recuerda también que Giorgio Bassani fue expulsado de la escuela por las leyes raciales del régimen fascista de Mussolini, en 1938. Una joven me dice que ahora todo son apartamentos. Justo al lado, está la placa de una mujer que se apellida Finzi.
Parado otra vez, pensé, de nuevo, en cómo serían aquellos años italianos tras la liberación, cómo sería el esplendor del mes de mayo cuando, por la calle Mazzini, pasaban las muchachas con flores frescas en los manillares de las bicicletas, que habían ido a buscar fuera de las murallas de la ciudad, cómo sería la vida nueva que se prometía aún bajo el olor de los escombros de que nos habla Bassani, las ruinas desdichadas de los bombardeos. Entre las jóvenes que recorrían pedaleando la vieja vía Mazzini, ya no estaba Micòl. Reparé también en que, en esos años, cuando los ferrareses veían a Geo Josz cada vez más pobre, convirtiéndose en un mendigo, contando historias de Fossoli (por donde había pasado también Primo Levi, antes de ser deportado a Auschwitz) o de Buchenwald, revelando el infierno del que había vuelto, los ciudadanos iban olvidando poco a poco a los partisanos que habían guardado la dignidad de Italia y combatido por la libertad, pese a que inauguraran a veces monumentos. Había que olvidar la guerra, pensaban, mientras Bassani recuperaba el perfume de los días felices de su juventud, aunque hubieran transcurrido entre la inmundicia fascista.
Veinte años después de la guerra, una vieja tumba etrusca, en Cerveteri, en los alrededores de Roma, había desatado los recuerdos de Bassani, como él mismo nos cuenta: las tumbas le traen a la memoria el mausoleo de los Finzi-Contini, que, situado en el cementerio hebreo de Ferrara, estaba destinado a recoger los restos de toda la familia, aunque sólo pudo albergar al hijo mayor, Alberto, muerto a causa de un linfogranuloma maligno. Todos los demás miembros de la familia fueron deportados a Alemania, a finales de 1943: la abuela, Regina; el profesor Ermanno y la señora Olga, padres de Micòl y Alberto, y, la propia Micòl, que, cuando fue enviada a los campos de exterminio nazis, apenas tenía 27 años. Recreando el jardín de los Finzi-Contini, el cabello y la sonrisa de Micòl, recordando la tumba vacía de la familia, en el cementerio judío de Ferrara, la congoja se apodera de Bassani. Todos fueron deportados, y, nos dice, quién sabe si encontraron siquiera sepultura.