Con el grito de dolor de un niño herido por la muerte de la madre acabó la apasionante reunión

Fue el conmovedor final de una fantástica cita; reunión convocada para hablar de Amos Oz y de su novela autobiográfica ‘Una historia de amor y oscuridad’. Después de repasar la dura y ondulante historia del pueblo judío; de detenerse en la vida de los ‘kibutz’ que vivió Amos Oz durante más de 30 años; de atender a la interesante explicación de la responsable del encuentro sobre la evolución del hebreo y su éxito a partir de lengua minorizada y reducida a escritos religiosos; de seguir la lírica literaria con la que se mueve el autor en sus escritos… la propia Lola Arrieta recitó los primeros y últimos párrafos de la novela ‘Una historia…’. La alta tensión poética de estas últimas 20 líneas del libro, conmocionó hasta la lágrima al auditorio de un centenar de personas que ayer se apiñaban en Aiete.

“Mi madre decidió dormir esa noche vestida y, para asegurarse de que no volvería a despertarse y a pasar otra noche de tormento en la cocina, se sirvió un té del termo que le había dejado su hermana a la cabecera de la cama, esperó a que se enfriase un poco y, cuando se enfrió, se tomó con el té sus pastillas para dormir. Si hubiera estado allí a su lado, en aquella habitación que
daba al patio trasero en la casa de Haya y Zvi, en ese momento, a las ocho y media o nueve menos cuarto de aquel sábado, habría intentado con todas mis fuerzas explicarle por qué no debía. Y si no hubiera conseguido explicárselo, habría hecho cualquier cosa por inspirarle compasión, para que se apiadase de su único hijo. Habría llorado y habría suplicado sin ninguna vergüenza y habría abrazado sus piernas y tal vez hasta habría fingido un desmayo o me habría pegado y arañado hasta hacerme sangre como la había visto hacer a ella en momentos de desesperación. O me habría lanzado sobre ella como un asesino, sin dudarlo le habría dado un puñetazo en la cabeza. O la habría golpeado con la plancha, que estaba en una repisa en un rincón de la habitación. O habría aprovechado su debilidad para echarme sobre ella, atarle las manos a la espalda y arrebatarle todas sus píldoras cápsulas pastillas soluciones sustancias y jarabes.
Pero no me dejaron estar allí. Ni siquiera me dejaron ir al funeral. Mi madre se durmió sin ninguna pesadilla y sin ningún insomnio y al amanecer vomitó y volvió a dormirse vestida y, como Zvi y Haya empezaron a sospechar algo, un poco antes de la puesta de sol llamaron a una ambulancia y dos camilleros la levantaron con delicadeza para no perturbar su sueño, pero tampoco en el hospital quiso obedecerles y, a pesar de que intentaron por todos los medios perturbar su placentero sueño, ella no hizo caso a nadie, tampoco al especialista del que había aprendido que la mente es el peor enemigo del cuerpo, y no se despertó por la mañana, tampoco cuando clareó el día y entre las ramas del ficus del jardín del hospital el pájaro Elisa la llamó sorprendido y la llamó de nuevo y la llamó en vano y pese a todo lo intentó una y otra vez y aún sigue intentándolo a veces”.
Arad, diciembre de 2001

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