‘Perdición’ de Billy Wilder; proyección, viernes 9, 18:45, CC Aiete

Perdición (Double Indemnity)

Comentario.
El director austriaco Billy Wilder, en lo que sería su tercer largometraje americano como realizador, se atrevió con el recién nacido cine negro, en su película Perdición, tomando como punto de partida una novela de James M. Cain, a través de un guion elaborado por Raymond Chandler, y por él mismo. El filme destaca, principalmente, en sus afilados diálogos, por la interpretación de Barbara Stanwyck como una pérfida mujer fatal, que nos atreveríamos a incluir entre las mejores (desde luego, no será por falta de competencia), y también sobresale el largometraje por su fotografía, ese blanco y negro de claroscuros que llega a envolver la obra de una densa áurea, en un tono brumoso de pesadilla, acompañada de un ritmo ágil, seco y preciso, que arranca de la sombra de un hombre con muletas, que se va acercando a la cámara, hasta llegar a engullirla.
La historia se inicia en sus momentos finales, cuando Walter Neff (Fred MacMurray), tambaleándose en la noche, llega a su lugar de trabajo, una compañía de seguros en donde desarrolla funciones de vendedor, y a través de un dictáfono, aparato de grabación interna que por cierto, visto en la actualidad, parece salido de una caverna, se dispone a narrar a su compañero y amigo Barton Keyes (Edward G. Robinson), jefe de siniestros de la empresa, los desagradables y terribles acontecimientos ocurridos desde finales del mes de mayo de 1938, cuando conoció a Phyllis Dietrichson (Barbara Stanwyck), hasta ese mismo instante, 16 de julio del mismo año. En ese primer momento, Neff ya confiesa que los actos criminales que ha realizado los ha cometido por dos motivos: por dinero y por una mujer, y no ha conseguido obtener el dinero ni tampoco a la mujer.
Estamos ante la comisión de un asesinato desde su misma concepción, siguiendo los actos de su ejecución y culminando en las consecuencias posteriores. Tres actos perfectamente diferenciados, que se siguen con un largo flashback, interrumpido en ocasiones con la voz en off del protagonista, y algunas imágenes del mismo en el presente. La acción se desarrolla en la ciudad de Los Ángeles, con predominio de dos interiores: el primero, la casa de estilo hispano de Phyllis, con esa escalera que nos separa del deseo, y un salón funcional, en donde las sombras destacan, aunque para ello haya que jugar con cortinas o persianas, dando un aspecto entre lóbrego y tenebroso al lugar; y el segundo interior, la propia compañía de seguros, situada en un edificio, entre dos plantas. En la primera, y rodeando a la que está en el piso inferior, se encuentran los despachos de los más afortunados de la empresa, los que han conseguido un reconocimiento y cierto éxito en su trabajo, y en la planta inferior, sin esconderse como fracasados del sueño americano, aparecen muchos empleados en un decorado con sala única, que recuerda a la oficina de Jack Lemmon en El Apartamento (The Apartament, 1960), también de Billy Wilder y también una compañía de seguros, pero esta vez en Nueva York.

Barbara Stanwyck realiza una interpretación soberbia, dominante, con esa mirada perversa, esa media sonrisa malévola que no esconde ni en los peores momentos, con una tranquilidad frente a las adversidades, propia únicamente de verdaderas arpías, podrida por dentro, como ella misma reconoce, consciente de su poder sexual y de su ambición ilimitada. Mención especial y destacada merece esa horrenda peluca rubia que le endosaron durante toda la película, lo que, además de fría y calculadora, le hace parecer ordinaria. Fred MacMurray solo había actuado en comedias hasta ese momento, pero dentro de un punto de ligereza en la interpretación, concuerda con ese carácter de hombre dominado por su pasión sexual, por sus ambiciones económicas, débil y engañado, aunque pretenda o alguien le diga, Edward G. Robinson concretamente, que es el menos tonto de entre los tontos. Dominada por una tigresa sin escrúpulos, el fetichismo es el que hace saltar la electricidad en un primer momento, esa pulsera que rodea el tobillo de Phyllis, mientras desciende por la escalera con sus tacones, y cubierta con el atuendo con el que rápidamente se ha vestido, tras haber estado ocupando su tiempo con un “baño de sol”. Por su parte, Edward G. Robinson, eficaz y hasta dulce interpretando a un concienzudo empleado que va tras el fraude, tanto con su inteligencia, como con sus estadísticas y sus presentimientos (llámese enanito que lleva dentro). Merece destacarse la relación especial que se establece entre los dos protagonistas masculinos, ese trato de maestro/alumno, y a la vez padre/hijo, relación mostrada con cariño y afecto, que se termina materializando siempre en el encendido de la cerilla con los dedos, aunque en la última escena la habilidad cambie de personaje, mientras a lo lejos escuchamos las sirenas de los coches.

Los diálogos, como ya se ha adelantado, resultan directos, sensuales, atinados y provocativos; sirva como muestra cuando parece que se ha rebasado el límite de velocidad del estado, comparándolo con el rápido acercamiento personal, o se visita a alguien para devolverle el sombrero que no llevamos. E igualmente destacan presagios, como considerar que ya estamos muertos porque no escuchamos nuestras pisadas, o la asociación del asesinato con el olor de la madreselva.
Nos enfrentamos a una obra absolutamente inspirada, en donde no le sobra nada, ni tampoco le falta el final que ya tenía preparado y filmado Billy Wilder, con el protagonista en la cámara de gas, apéndice en realidad innecesario a la vista de los acontecimientos. Estamos ante un filme que juega con el realismo, al que su autor ha pretendido dar aires de noticiario, y de veras que lo ha conseguido, con ese polvo que parece suspenderse en las habitaciones cerradas, o ese supermercado repleto de latas en donde pretendía esconderse la pareja protagonista. Por cierto, a causa de las restricciones de alimentos en plena Segunda Guerra Mundial, y a pesar de contratar a guardias de seguridad para que se apostaran en la puerta del comercio, desaparecieron una lata de melocotón y cuatro pastillas de jabón, auténticas, claro. En cuanto a otras anécdotas, es famosa la puerta del apartamento de Neff, que se abría hacia afuera. Billy Wilder se dio cuenta del error una vez filmado, consideró que no quedaba desacertado, y no quiso corregirlo.
La obra, además de resultar una crítica sobre la búsqueda suprema norteamericana del sexo y el dinero, nos deja reflexionando sobre dónde tienen el cerebro algunos hombres, porque basta con ponerse una pulsera en el tobillo y lanzar cuatro ácidos comentarios para hacer de ellos meros muñecos, y comparsas de caprichos y conveniencias. Parece que estamos ante una película de siempre y para siempre, un entretenimiento repleto de veneno, de vertiginosas acciones que no necesita de ninguna cámara en mano nerviosa para interesarnos y asombrarnos. A pesar de la voz en off de Walter Neff que va salpicando todo el relato, y en consecuencia, narrándonos los acontecimientos desde sus propias sensaciones, temores y miserias, el realizador parece que no siente empatía con ninguno de sus personajes, acaso con el triste jefe de siniestros, y nosotros, como espectadores, tampoco. Quizás, es posible, que a todos nos entre cierto pesar si nos detenemos en esa pobre huérfana, Lola, que se quedó sin madre, le han hecho desaparecer al padre, y ya veremos que pasa con el novio, Nino Zachetti, que por cierto, tiene un nombre de mafioso italiano, que despierta poca confianza.
‘Perdición’ (Double Indemnity), junto a ‘Laura’, de Otto Preminger, ‘La mujer del cuadro’ (The Woman in the Window), de Fritz Lang, ‘Luz que agoniza’ (Gaslight), de George Cukor, ‘Tener y no tener’ (To Have and Have not), merecen permanecer en la cúspide de la historia de la cinematografía.

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