A Alexis Zorba lo conocemos desde los tiempos en blanco y negro, por la película que da portada a la agenda de Donostia Kultura del mes de abril. La gente de las tertulias de literatura y cine de Lola Arrieta tiene, además, la oportunidad de conocer este personaje más a fondo porque habrá leído la novela que el poeta, dramaturgo, cronista viajero, ensayista y novelista Nikos Kazantzakis publicó en 1946, ‘Vida y tiempos de Alexis Zorbas’, conocida simplemente como ‘Zorba el griego’ (Otra de sus novelas, ‘La última tentación de Cristo’, también se convirtió en una buena y polémica película).
Se lee la novela ‘Zorba el griego’ como quien se deja absorber por una coreografía en aceleración del baile con los brazos extendidos, de vez en cuando, dando un salto al frente inclinando el torso como en caída, para luego volver a posición de firmes y cumplir los párrafos paso a paso, de izquierda a derecha, línea por línea.
Con sabor de autobiografía, el narrador es un Kazantzakis que evoca haber conocido a un minero hace exactamente cien años. El viejo Zorba le recrimina desde el primer encuentro en un café esa necia manía de chupatintas que tienen los escritores que creen que absolutamente toda la realidad cabe en las páginas de un libro, obviando o incluso evitando abrir los ojos al paisaje que nos rodea: el sabor de la miel en la punta de la yema de los dedos, el vuelo de una cabellera negra como la madrugada, la música del mar o la piel de un árbol. “¿Hasta cuándo te la pasarás mordisqueando papel, manchándote de tinta? –le dice Zorba y añade: “Mejor ven conmigo: miles de compatriotas griegos están al filo del abismo en el Cáucaso. Ven conmigo para intentar salvarlos juntos. Desde luego que quizá no los podamos salvar, pero nos salvamos a nosotros mismos con hacer el intento por salvarlos”.
Como si no fuera una trama ubicada hace un siglo, evocada en una novela publicada en 1946, Kazantzakis escribió párrafos donde se debate precisamente la supuesta asepsia del intelectual encerrado en la torre de marfil de sus libros y el contundente contraste con el viejo minero de manos encalladas, carnes tatuadas por el trabajo constante, la mirada de mirlo que apenas sale a respirar en los tiros de las minas y la carcajada feliz de quien no le tema nada a nadie…, con todas las posibles afirmaciones que se deriven de su determinación por sobrevivir.
Zorba es un “venerable padre” cuyo ejemplo debería ser el contagio que precisamente necesita el chupatintas o arrastralápiz. El vértigo encarnado de “… la mirada primitiva que se nutre amorosamente de lo verdaderamente elevado; la creatividad no necesariamente artística que se renueva con cada amanecer, que todo lo mira como si lo viera por primera vez, heredando así una suerte de virginidad sempiterna en los elementos cotidianos del viento, mar, fuego, mujeres y el pan; la mano firme, el corazón fresco, la galante habilidad del hombre infalible capaz de burlarse de su propia alma por aparentar albergar un poder incluso superior al del alma humana y, finalmente, esa salvaje y desatada carcajada que surge desde el pozo incluso más profundo que el de las más profundas entrañas del hombre, una risa que hacía erupción desde el envejecido pecho de Zorba como una forma de redención, explotando con el suficiente poder para demoler (y de hecho, demolía) todas las barricadas –morales, religiosas o nacionalistas—erigidas en torno a sí mismos, los biliosos y blandengues humanos que se tambalean seguros de sí mismos a través de sus disminuidas vidas minúsculas”.
Y así los seguidores del Ciclo de Literatua y Cine pueden relacionar ‘Zorba el griego’ con la impagable trigonometría de la charla de Jesús Garmendia, que cuadriculó la salvación de Grecia y denunció las necias fórmulas de la teoría económica que apuntan a la promesa de puntos de equilibrio, excesos de oferta compensados con elasticidades de demanda, paridades concertadas y velocidad del dinero.
En el colmo de la ironía, en la novela de Nikos Kazantzakis, -publicada en 1946- hay una página en la que se lee ‘en la Alemania de ayer millones de personas humilladas han sido forzadas a postrarse de rodillas porque carecen de una rebanada de pan que sostenga su espíritu y sus huesos’, y el narrador añade –para espejo de cómo se viven estos días de angustia en Grecia— “Alemania entonces padecía una intensa hambruna; el papel moneda había caído tan bajo que uno tenía que cargar sacos rellenos con millones de marcos para realizar la más mínima compra en el mercado y, al entrar a cualquier restaurante para comer, uno tenía que abrir la servilleta retacada de billetes para vaciarla sobre el mantel y así poder pagar… y llegó el día en que se necesitaban 10.000 millones de marcos para pagar una estampilla de correos”. (Los de las tertulias de Aiete recordamos las novelas de Thomas Mann)
De esa Alemania en sepia, ahora olvidada, “la Alemania que no ha pagado la deuda de tanto dinero que se invirtió en su reconstrucción” como nos recordaba Jesús Garmendia, Nikos Kazantzakis escribió “Hambre, frío, ropa raída, zapatos con suelas abiertas y rojas mejillas alemanas vueltas amarillas, donde soplaba el viento de otoño y la gente se caía en las calles como hojas secas. A los niños se les daba un pedazo de hule crudo para que al mordisquearlo dejaran de llorar y la policía patrullaba los puentes sobre los ríos para evitar que las madres se tirasen al vacío de madrugada, intentando salvarse por ahogarse”.
La novela de Nikos Kazantzakis, coreografiada por Mihalis Kakogiannis como danza en el film ‘Zorba el Griego’, ayuda a los lectores griegos a no tirarse del puente de la azotea en la más sincera desesperación.
Siguen presentes las reflexiones de Garmendia ‘la misma madrugada donde los analistas insensibles de las cifras inamovibles parecen no conmoverse ante el hambre y desesperación de millones de ciudadanos griegos ahogándose en el torrente de una tragedia no del todo racional y cuadriculable… uno se pregunta si no nos salvaríamos todos con intentar hacer el intento de salvarlos’