“Dewey los había visto morir, pues contaba entre los veintiún testigos invitados a la ceremonia. No había presenciado nunca una ejecución y cuando, hacia medianoche, entró en el frío almacén, el escenario le sorprendió: había esperado un lugar digno y no aquella caverna mal iluminada, llena de maderas y trastos en total desorden. Pero la horca, con sus dos lazos pálidos atados a la viga, se imponía lo suficiente. Y también allí, con inesperada elegancia, estaba el verdugo, proyectando una larga sombra desde su plataforma sobre los trece escalones de madera. El verdugo, individuo anónimo, endurecido, importado especialmente de Missouri para el evento, por el que recibiría seiscientos dólares, llevaba un viejo traje cruzado a rayas, demasiado holgado para su escuálida figura: la chaqueta le llegaba casi hasta las rodillas; y llevaba en la cabeza un sombrero de cow-boy que quizá fue verde brillante, pero que ahora se había convertido en una cosa extraña, desteñida por el sudor y el tiempo»