Por qué será que todos los años cuando toca meter los abrigos y las botas en el altillo del armario se empeña el otoño en asomar por la ventana. No culpo al tiempo de sus caprichos, que para eso están, más bien a la costumbre de cambiar el desorden bien ordenado por filas de a dos, niquis simétricamente levantados sobre las baldas, la ropa alterada de lugar quizá para no desentonar demasiado con el cambio meteorológico. Cumplo con la costumbre de vaciar y volver a llenar el armario en cada nueva estación, curiosamente con el rigor doméstico que se ausenta el resto del año, aunque sepa que cada jersey plegado termina siendo un gesto inútil cada mañana cuando apremia la necesidad de salir corriendo para no perder el autobús, también como de costumbre.
Lo bueno es que al mismo ritmo que se pliegan los jerseys se repasan también las ideas para volverlas a guardar en el rincón libre que queda en el cerebro, normalmente siempre demasiado ocupado. Lástima que la terapia para organizar la cabeza mientras se organiza el armario tenga un efecto tan poco duradero como el orden en sí. Encuentro unos zapatos casi sin estrenar y diría que alguien los ha andado a mis espaldas; un abrigo que se ha hecho viejo y solo han pasado seis meses desde que salió de la tienda; una entrada de cine en el bolsillo del pantalón que me recuerda que ha pasado demasiado tiempo sin sentarme en el patio de butacas. Y cuando por fin todo está colocado, no me quedo tranquila hasta que descubro un buen día que ha regresado el desorden, lo que significa que ha vuelto el verdadero orden de la realidad.
de la columna de Arantza Aladaz (DV)
Nada como las ferias de productos artesananos para pasear entre ambientadores de melón, pendientes de fieltro, chorizos extremeños, aceites de rosa mosqueta o pasteles de chocolote con nueces. A veces, lo que no entiendo todavía son los atuendos medievales de los vendedores como si la producción manual no pudiera hacerse con un vaquero y una camiseta, se encuentran otros artículos. Es el caso de unas muñecas para llevar a modo de broche y que reflejan aficiones o profesiones. ‘¡Qué curioso!’ dice alguien, que busca su profesión entre enfermeras, juezas, peluqueras, catedráticas, azafatas o veterinarias. Hay una fotógrafa, pero ella busca una periodista.
Y encuentra una de las bonitas muñecas con un ordenador de pequeño tamaño. Ya está. Si es una monada. Se la coloca en la chaqueta y otro alguien le dice: ‘anda, qué bonita telefonista, con su auricular y todo’.
Contaba Oscar Rekalde, responsable de comunicación de un partido político, que había leido un artículo en el que el periodismo era el oficio peor considerado junto al de juez y el de abogado. Y contaba también que frente a estas dos últimas profesiones que pese a no estar bien vistas eran de las preferidas para que las ejercieran los descendientes, pocos encuestados optaban porque sus retoños se dedicaran el periodismo como forma de vida.
Está claro que a ningún buen vendedor de artesanía se le iba a ocurrir diseñar a una de sus chicas con su cuaderno, el micrófono o la grabadora. Primero porque tal vez debería colocar muchos complementos multimedia en tan pocos centímetros y segundo porque es mucho más popular que el brochecillo lleve un estetoscopio para auscultar a los pacientes.
Vamos, que si eres periodista casi es mejor que no se entere nadie. Ocurre que conozco a mucha gente de esta profesión, comunicadoress a los que quiero, a los que escucho, a los que leo o a los que aprecio. O una mezcla de todo ello. Con algunos ni siquiera me he cruzado jamás. Con otros he comido y me reído. Con algunos trabajo cada día.Nada tienen que ver con quienes tanto han perjudicado a esta vocación y a este oficio, incluidos algunos de los miembros del variopinto grupo que configura quien se dedica a contar a los demás qué es lo que pasa y a cuyo descrédito contribuyen también quienes les desmienten cada día para no verse perjudicados.