El conflicto en torno a Kukutza (gaztetxe okupa o edificio ocupado por jóvenes, en el barrio de Errekalde en Bilbao) plantea la cuestión de lo público y su gestión ya que supone una trasgresión del orden que establece una línea divisoria clara entre lo público y lo privado.
El orden establecido es un orden dividido. Es un orden que parte del supuesto de que la inmensa mayoría de los individuos no es capaz de saber que es lo que es bueno para todos, o bajo qué criterios deben organizarse la sociedad, la política o los servicios públicos. Además, hay otro supuesto. Esa mayoría esta contenta de que se le deje vivir en paz, sin los agobios de estar pensando todo el día en lo que interesa a todos. Se ocupa solo del que “hay de lo mío”. Eso sí, de vez en cuando elige a aquellos que se supone son expertos en la enojosa tarea de servir desinteresadamente al prójimo – alguien tiene que hacerlo- actuando en nombre de todos y para el bien de todos. Y se sobrepasa otro umbral cuando se añade otro supuesto: los políticos son los únicos titulares para hacerlo. Monopolizan la gestión de lo público identificándolo con lo institucional.
La historia de Kukutza, como la historia de miles de colectivos, de grupos, de movimientos sociales a lo largo de la historia, es la historia de una trasgresión. La historia de gentes que decidieron no respetar esa división establecida porque había una necesidad colectiva no satisfecha desde lo público. Decidieron que ellos debían gestionar determinados bienes públicos (asociación y cultura, en este caso), pero no para su propio beneficio sino para el interés general de la comunidad cercana, un barrio machacado históricamente y hoy desasistido: Errekalde. Gestión pública sin beneficio privado, en un espacio público –fábrica abandonada y ahora, tras recalificación municipal, comprada por un promotor- dirigido al servicio de la comunidad.
Rompieron el monopolio de lo público en manos de la Administración no por gusto sino por necesidad. Ya que no hay centro cívico, ¡hagámoslo!. Ya que nadie se ocupa de los jóvenes, ¡démosnos la tarea de autoorganizarnos y autoeducarnos desde nuestros gustos generacionales y desde el respeto de los unos con los otros!.
Vieron y demostraron que se puede trabajar para la comunidad, desde la comunidad, sin necesidad de recurrir a las instituciones. Decidieron que eran ciudadanos activos, concernidos y comprometidos con los problemas públicos; que además lo canalizaban mucho mejor que la típica Casa de Cultura o Centro cívico -en este caso, inexistente-; que ya son un activo del barrio sin que haya que hacer la experiencia de construir un (normalmente caro) centro cultural, primero, y lo más difícil, integrarlo en la vida y usos de la comunidad (¡cuánto centro cívico lánguido hay!;) y que, por lo tanto, decidirán cómo gestionar este asunto colectivo de enlazar con la juventud y el barrio, desde unas reglas asumidas colectivamente. Y ¡claro! Se niegan a abandonar un activo y a delegar el ejercicio de su cuota de soberanía.
La historia de Kukutza es la historia de un grupo de gente joven y menos joven que decidió construir un espacio público alternativo. Distinto, no contrario, de lo público institucional y oficial, y que escribe en el aire la pregunta de si disponemos de autoridades permisivas, progresistas e inteligentes.
Kukutza ha recibido el apoyo de un amplio sector con pensamiento crítico que ya entiende la permanencia del centro como otra bandera por un mundo mejor. Es ya una cuestión pública.
Pero los únicos titulares de la cuestión pública, el ayuntamiento de Bilbao, ha decidido meter la piqueta.
I A, P I y R Z
El Correo
Lo ocurrido con el cierre del centro cultural Kukutza, con una larga trayectoria de labor cultural y social y pegado a un barrio y a un sector juvenil, evidencia que algo ha funcionado mal en el engranaje institucional. En Berlin hubiera sido impensable ese cierre. El resultado, por el momento, es el peor imaginable: una razzia contra la cultura de base autogestionada, que nos retrotrae a otro Alcalde de Bilbao, Castañares, que en 1981 quemó unos cuentos que no le gustaban. Este otro Bilbao intolerante es también nuestra otra imagen.
El proceso de traka (o de cóctel molotov). Un local abandonado que perteneció a un narcotraficante, décadas después, con la colaboración municipal, vuelve a una empresa, Cabisa, vinculada a la promotora Castrum Varduliex, a la que un juez de Cantabria paraliza la construcción de unas viviendas previstas en Castro por manipulación ilegal del proyecto de reparcelación. Un edificio condenado, al parecer, a pertenecer a empresas del inframundo, y que se ha llevado por delante con el concurso institucional, un proyecto cultural original y exitoso.
Se ha invocado la propiedad privada, y es razonable; pero se oculta que fue obtenida de un pelotazo auspiciado por el propio Ayuntamiento de Bilbao que, en ocasión del Plan General de Ordenación Urbana de 1995 y, desatendiendo a la Asociación de Vecinos de un barrio maltratado que pedía un uso social, recalificó aquel suelo industrial como urbanizable para mayor gloria de Cabisa que lo había adquirido antes por dos perras (2,1 millones de € reza el valor actual en Hacienda). De esa tropelía municipal nace todo. La invocación de la sacrosanta propiedad privada sin límites sociales, no exonera de responsabilidades al Ayuntamiento. Con las otras instituciones podía haber rescatado el edificio, sin daño ni lucro para el propietario.
A partir de ahí el engranaje. La empresa pide el desalojo; el alcalde que anda sobrado pierde el norte del otro Bilbao real y el Ayuntamiento otorga la licencia mientras ofrece a Kukutza solo una ayuda para una migración en alquiler a saber dónde; el juez confirma el desalojo solicitado por el Ayuntamiento -la orden de derribo está pendiente-; el Departamento de Cultura del Gobierno Vasco hace de Pilatos, a diferencia del Departamento de Interior, que pasa a la acción contundente, y de inmediato el incendio, la tensión, el río revuelto en el que, como siempre, pagan justos por pecadores. Y se monta la de dios es cristo.
En la posmodernidad, se da prioridad absoluta, desde el nuevo concepto de branding y marketing de ciudades que compiten, a los centros de las ciudades en los que si bien y felizmente se recuperan espacios, se acumulan los equipamientos costosos, sin mucha cautela sobre su relación coste-rendimiento. También se da preferencia a zonas elegidas de desarrollo urbano, mientras otras quedan como periferias discriminadas. Es el caso de Errekalde. Los conceptos de equidad y de equilibrio se sacrifican a otras varas de medir la ciudad.
La estrategia cultural de todas las ciudades vasco-navarras en las últimas décadas ha sido fundamentalmente de equipamientos y eventos. Una estrategia cómoda para las autoridades porque ahorra tener que pensar en una estrategia cultural integral y, mediante edificación, el resultado es visible hasta para la posteridad. Donostia con Kursaal y Tabakalera; Bilbao con Guggenheim, Euskalduna y Alhóndiga a medio ocupar; Gasteiz con Artium (Auditorio y Krea paralizados); Irunea con Baluarte. A ello hay que añadir algunos eventos y festivales exitosos. Obviamente también se hacen otras cosas –cluster audiovisual, Eszenika,…- pero quedan en penumbra.
Equipamientos todos necesarios pero, a falta de un cuadro general y nuevas iniciativas, han sustituido a un proyecto estratégico cultural de ciudad o territorio. Bilbao/Bizkaia, por ejemplo, se ha dormido tanto en los laureles de la autocomplacencia, que no ha pensado en términos de futuro, y cuando ha empezado a hacerlo, solo se le ha ocurrido la repetición: otro Guggenheim y en lugar inadecuado. Posiblemente lo que falte sea reflexión sobre el tiempo actual. Quizás la larga crisis ayude a una mirada más productiva, creativa y micro de la cultura.
Bernardino Ubierna: Tomado de los artículos de opinión