Si estamos ante las últimas sesiones del cine club Kresala, sería una dolorosa pérdida.
Dicen también que aún se podrá disfrutar durante once tardes de lunes de los placeres cinéfilos que ha brindado durante casi 40 años. Pero al término de este trimestre, cuya programación comienza el próximo lunes, desaparecerá el legendario cine club que han mantenido contra viento y marea, frente a penurias económicas y descenso de espectadores, tres cinéfilos con rigor y tesón: Luis Bergua, Juan Berasategui y Fernando Mikelajaurgui, con ayuda intermitente de muchas otras personas. Los lunes, salvo excepciones, del curso escolar, de octubre a junio, el Kresala ha mantenido a las siete y media de la tarde una cita con el cinéfilo donostiarra, y guipuzcoano, y ha ofrecido en estas décadas unas 1.200 películas de todas las épocas, nacionalidades y estilos.
En los dos primeros años, el cine club, que mantuvo el nombre de Kresala, era nómada: «Unas sesiones las hacíamos en Kresala, otras en Carmelitas, otras en el actual local de Arrasate, y alguna en la Escuela Virgen del Coro donde una monja proyectaba las películas… era un lío, la gente se confundía de sitio», recuerdan riendo. «Montábamos y desmontábamos las sillas de madera en cada sesión». El boletín con la programación lo hacían en multicopista, con recortes de revistas y ‘letraset’. (Esto nos hace recordar nuestro itinerante ciclo de literatura y cine que ahora encuentra acomodo en la casa de cultura).
Ellos, como nosotros, todo lo han hecho siempre por amor al arte.
‘La última sesión’
Ya en 1971 Peter Bogdanovich expresaba el lamento por el cierre de un cine con una maravilllosa película cuyo título se ha convertido en recurrente epitafio: ‘La última sesión’ (‘The Last Picture Show’). Por mucho que se repita la situación no deja de invadirnos aquella melancolía. Ahora el querido cine club Kresala de San Sebastián cierra las puertas.
Fui por primera vez al Kresala en 1977 (ahora que lo pienso: pasaron por alto que no tenía ni de lejos los 18 años reglamentarios). Me hice socio y me dieron ese boletín con Hitchcock en portada. Dentro, un montón de descubrimientos. Ver por primera vez ‘Psicosis’, ‘Frenesí’, o ‘Chinatown’ de Polanski, asistir a una sesiones que presentaban señores tan sabios como humildes, y entre un público que luego se quedaba a comentar la película, era un paraíso para alguien que ya perseguía películas por doquier. Entonces la programación de cine en la tele era muy buena, pero pasaban muchos años desde el estreno de una película en salas hasta su emisión. No había ni vídeo ni internet, ni ningún otro medio de rescatar películas del pasado, aunque fuera reciente.
Fernando, Juanito, Luis, José Angel el Notario, y otros muchos cuyos rostros recuerdo aunque no sepa su nombre, nos fueron dando a conocer a Robert Bresson, a Alain Tanner, a Joseph Losey, a Hitchcock de nuevo, a Mankiewicz, ‘Sandra’ de Visconti, ‘Blow-Up’ de Antonioni, ‘Malas tierras’ de Terrence Malick cuando sólo cinco o seis años antes había ganado la Concha de Oro, ‘Los 400 golpes’ y ‘La noche americana’ de Truffaut, toda una revelación, y así hasta el infinito y mucho más. Su pasión cinéfila era vírica. Lo sigue siendo hoy: Juanito Berasategui se ha visto 39 películas en el último Zinemaldia; ha asistido ya a 55 ediciones del Festival. Luis Bergua le enseñó a José Luis Rebordinos qué tenía que hacer cuando el hoy director del Festival de San Sebastián iniciaba su cine club King Kong en Errenteria. Mikelajauregui nos contaba en Radio Popular mil cosas sobre cine con su maravillosa voz.
Ellos recuerdan que en alguna ocasión, como la proyección de ‘Pajaritos y pajarracos’, de Pier Paolo Pasolini, duró más el coloquio que la película. Yo recuerdo la película más larga a la que asistí en el cine club, ‘Shirley Temple Story’, un filme experimental de 1976 en 16 mm. del catalán Antoni Padrós que duraba cuatro horas. Ahí estuvimos, en las características duras butacas del Kresala (una tabla forrada de tela, básicamente), con un descanso en medio, y la sesión acabó casi a medianoche.
Con los años, más que asistir a las sesiones de Kresala, me dediqué a perdérmelas: el horario laboral del periodista, tan generoso, me impedía estar allí a las 7.30 de cada lunes. Pero cuando me coincidía con algún día de vacaciones, el regreso a las sesiones del Kresala era como la socorrida madalena de Proust pero a lo bestia. Y era un alivio ver que todo seguía igual: el mismo espíritu, muchos de los mismos espectadores, el mismo ambiente, con los divertidos dirigentes cobrando en su mesita a la entrada, refugiándonos allí en los días de lluvia, y saliendo a las calles solitarias del centro en la noche invernal de entresemana.
Ricardo Aldarondo