Conozco un agnóstico que dice que si las gentes de Bildu eligen trabajar en la conmemoración de la Constitución, él lo ha hecho hoy, en la celebración de la Inmaculada Concepción. No sabe por qué fechas cambiará el Pilar o la virgen de agosto, pero piensa acudir a la oficina todo el santoral festivo, porque, a fin de cuentas, siempre serán días más tranquilos, se evitará interminables partidas de parchís con la niña sin cole y aburrida en casa y evitará viernes saturados de trabajo. «Pues, nada», le argumenta un compañero, «cada uno nos tomamos el día libre que queramos y ya está». Ni hablar, para escoger en el calendario hay que tener convicciones muy claras y argumentar llevar en contra del Estatuto toda la vida o no haberse asomado por una iglesia desde que se tiene uso de razón. Otra condición indispensable es ser el jefe o bien tener uno que permita plasmar en la distribución de las jornadas laborales el rechazo a la Constitución o la alergia a las procesiones de Viernes Santo. Surgen muchas preguntas ¿Debería ser obligatorio que cada uno tuviera fiesta el día de su cumpleaños? ¿Qué hacer si profesores y maestros escogen sus festivos en función de creencias? ¿Nochebuena cuenta como cívica o como religiosa? Coger Reyes…¿implica un voto de confianza a la monarquía?
El salpicón de festivos entre días laborales ejerce sobre el cerebro los mismos efectos demoledores que el triatlón. Llegado el sábado, es el momento de constatar que si la semana se ha hecho interminable es porque ya no somos capaces de fijar cuándo empezó.
A diferencia de la semana normal, en la que a un día fallido le sigue otro plagado de equivocaciones, aunque la rutina amortigüe la sensación de fracaso, esta semana ha concedido el tiempo suficiente como para reflexionar sobre los errores perpetrados de víspera y a preparar los que se avecinan al día siguiente. La fórmula, en contra de lo que predican las teorías sobre el aprendizaje, permite perfeccionar la metedura de pata hasta acercarnos a lo irremediable, su forma más perfecta y acabada. Esta teoría viene avalada por la venta constante de libros de autoayuda siempre a la misma franja de lectores.
Cada minuto pasado en casa en los dos días festivos ha estado consagrado al repaso de la tareas urgentes que permanecen en el congelador. Sólo la imagen de Rajoy estrenando cosmopolitismo y el rescate de la zona euro convertido en un culebrón interminable han logrado ofrecernos un paliativo contra la tormenta de ideas con aparato eléctrico que hemos alumbrado en los minutos de la molicie, todas ellas, perfectamente estériles.
Hubo un tiempo en el que se creía que el futuro sería así y que los avances tecnológicos nos conducirían a la jornada laboral de veinte horas, el resto sería ocio y desenfreno. Hace poco supimos que eso jamás sería así y ahora nos percatamos de que casi mejor. En breve estaremos todos en casa en día alternos, en atención a las leyes de la oferta y la demanda del mercado laboral. Si todo ser humano lleva dentro una patronal, los festivos deberíamos dedicarlos a matar al emprendedor que nos han inoculado.
Mañana es el domingo de una semana rara plagada de domingos por la tarde. Huele a prima de riesgo disparada, tedio desbocado y victoria del Barsa. Por fortuna, el lunes, ese bafle siempre disponible para la fuga, está a la vuelta de la esquina.