«Great Expectations» por Lola Arrieta

Fernando, Lola, Marisa, Javier, Marisa en la tertulia sobre Jane Austen

Cuando Charles Dickens inicia en 1860 la redacción de Grandes Esperanzas ha cumplido 48 años , es un hombre en plena madurez, lleno él mismo de profundos anhelos y expectativas de cara a su nueva etapa vital .

La separación de su esposa Catherine, acaecida en 1858; su ruptura con la casa editorial con la que trabajaba y la puesta en marcha de la nueva revista All the Year Round, de la que él lleva las riendas; sus proyectos como hombre de teatro, como conferenciante, como lector dramático, siguen ahora adelante con nuevo brío de la mano de este hombre cuyo vigor no se rinde a la adversidad y cuya maestría como escritor está a punto de dar a la luz uno de sus mejores frutos.

Un año antes, en 1859, había publicado Historia de dos ciudades, novela histórica de ficción situada en la Revolución Francesa. Él es un revolucionario, es decir, defiende la necesidad del cambio social que supuso el acontecimiento histórico. “Un levantamiento del pueblo para reclamar su puesto en la sociedad”, dirá.

Pero Historia de dos ciudades no es una novela “al uso” de Dickens y algunas voces se levantan para señalar que el escritor, que no es ni un filósofo ni un pensador, debe volver a su estilo de siempre y es éso precisamente lo que va a hacer con Grandes Esperanzas.

La novela es, a juicio de muchos, una de sus mejores obras, menos sentimental, más madura, más amarga también. En ella ni puede ni quiere repetir lo ya creado con David Coperfield, aunque Pip sea también primero un niño y luego un joven que se abre camino en medio de un mundo hostil. La creación de la novela acarreará duras jornadas de trabajo para el escritor, acosado ya por los síntomas de su enfermedad, mas el esfuerzo dará su fruto cuando el 1 de diciembre de 1860 aparezca en la revista All the Year Round la primera de las 36 entregas que semanalmente irán    puntualmente apareciendo hasta agosto de 1861.“Tengo que escribir, tengo que escribir”… se decía a sí mismo, a pesar de sus limitaciones, de sus cargas familiares, de su desasosiego. Y así lo hizo.

Hoy, en la conmemoración de los 200 años de su nacimiento, leemos con inmenso placer a Dickens. Con él, con su ironía implacable, nos adentramos en la sociedad victoriana del siglo XIX, siguiendo a Pip, ese pícaro inglés que, como los de nuestra literatura, narra su propia vida y nos cuenta sus anhelos frustrados por ascender socialmente, por llegar a ser un caballero digno de su dama, Estella. Pero no logrará su sueño. Sus esperanzas se irán diluyendo y la realidad le devolverá a la orilla de la que partió, eso sí, después de haber descubierto la mejor caballerosidad, la del trabajo, la de la lealtad y la generosidad, la del reconocimiento y la gratitud, e incluso (y ahí Dickens está especialmente generoso con Pip) alcanzando el amor.

 Abril 2012

2 comentarios en “«Great Expectations» por Lola Arrieta”

  1. Y un Dickens que nos lo cuente...

    La crisis que nos azota con su paro galopante, la pobreza, el advertido desamparo del Estado, las insolentes fortunas de los cada vez más ricos, la sensación creciente del sálvese quien pueda, la irrupción de noticias en las que los delitos económicos se llevan los titulares… está pidiendo a gritos un cronista que nos la cuente desde la profundidad de visión que da la literatura. Charles Dickens (1812-1870), quien tal día como hoy nació en Portsmouth hace doscientos años, fue el fedatario literario y social de la crisis que engendró la Revolución Industrial en Inglaterra cuando se amasaban fortunas a costa de la explotación de la mano de obra y del expolio colonial. Ninguna mejor descripción que sus novelas al tratar sobre la explotación infantil (David Copperfield), la avaricia (Canción de Navidad), la injusticia, el desgobierno y la corrupción(La pequeña Dorrit), los conflictos sociales y el crecimiento desordenado de las grandes ciudades (Historia de dos ciudades) y su submundo de delincuentes, prostitutas y pedigüeños (Oliver Twist). Tales situaciones y hechos se producen tanto en momentos de crecimiento económico como de depresión; en el Londres victoriano, capital del mayor imperio de la historia, y en las actuales Calcuta o Lagos, sumideros del mayor abigarramiento humano en el presente y no muy diferentes al Londres de 1822, en cuyo Támesis flotaban restos de perros y caballos muertos que los pobres recogían para alimentarse con las consiguientes epidemias de tifus y peste y en el que la familia Dickens se estableció.
    Haciendo buena la máxima de que la experiencia es la madre de la ciencia y adelantándose al consejo del fotógrafo Capa -«si quieres una buena foto habrás de acercar lo máximo posible el objetivo»-, Dickens escribió sobre lo que mejor conocía porque lo había sufrido en sus propias carnes y por haberlo observado desde la inmersión: sus solitarios paseos nocturnos de hasta veinte kilómetros por el Londres periférico y más sórdido le dieron la información y el contexto sin necesidad de intermediarios. Por eso encuentro de lo más acertado el título El observador solitario elegido para su biografía por Peter Ackroyd en la recientemente publicada en castellano por la editorial Edhasa.
    El padre de Dickens era un funcionario civil de la Pagaduría de la Marina Real británica con recursos suficientes como para mantener una esposa, prole de tres hijos, una cuñada casadera y dos empleadas de servicio; dicharachero, petulante, quizás jugador, también era derrochador. Un préstamo que no pudo devolver, y un panadero que le exigía el pago de cuarenta libras, le condujeron a la cárcel de Marshalsea (Londres) donde ingresó como deudor insolvente, un delito muy común en aquella época: se calculan entre treinta y cuarenta mil reclusos anuales los internados al amparo de la «Insolvent Debtors’Act» o Ley de Deudores Insolventes.
    Resulta curioso a nuestros ojos que los penados pudieran permanecer en prisión junto con su familia, que es lo que ocurrió con los Dickens. Todos menos Charles, quien con doce años recién cumplidos se vio obligado a trabajar en la fábrica de betunes Warren, regentada por un familiar suyo en una casa destartalada e infestada de ratas a orillas del Támesis. Su trabajo consistía en «cubrir los tarros de pasta de betún con papel de parafina y luego, con un trozo de papel de color azul, atar un cordel alrededor y recortar con esmero y limpieza el papel sobrante». No se sabe con certeza la duración de este empleo, quizás año y medio, sí, que durante las catorce semanas que duró la prisión de su padre -y por añadidura de su familia- el niño obrero Dickens, después de trabajar doce horas diarias, caminaba hasta la cárcel, cenaba con sus padres y hermanas y regresaba a su pensión.
    Es llamativo que pocos autores precisen la duración de esta circunstancia, como si al ser deliberadamente ambiguos con el período de reclusión del padre y del empleo y tareas del niño las situaciones de ambos resultasen más estremecedoras. Dickens no necesitaba ampararse en una biografía interesadamente imprecisa para denunciar la realidad, la suya y la de los demás. En cuanto pudo, denunció la Ley de Insolventes, literalmente estúpida: metía en prisión a alguien por no poder pagar sus deudas impidiéndole de tal manera que trabajase para poder hacerlo. En lo relativo al trabajo infantil y sus consecuencias de impacto psicológico en los niños, nadie mejor para reflejarlo que David Copperfield, uno de sus personajes, alter ego de Dickens, el niño obrero, que imploraba: «Yo no recibía ningún consejo, apoyo, consuelo, estímulo, asistencia de ningún tipo, de nadie que pudiera recordar, …cuánto deseaba ir al cielo»; mientras un segundo niño, moribundo, clamaba «¡madre… entiérreme en campo abierto… donde quiera menos en estas horribles calles… que son las que han acabado conmigo!». Otro de sus niños-personaje, el popularizado por el cine Oliver Twist, protagonista de una novela social donde al contrario de sus homólogas continentales, pongamos el Germinal de Zola, el autor mantiene al personaje en la niñez durante todo el relato, es precisamente quien desde su infancia denuncia la situación de los desheredados de la sociedad industrial, ladrones, usureros , prostitutas, timadores.
    La suerte de Dickens cambió cuando tras escolarizarse, pues su padre había remontado no por mucho tiempo su precaria situación económica, fue contratado como chico para todo en un despacho de abogados. Allí pudo observar las idas y venidas de escribientes y recadistas que tanto le servirían para describir esa franja social intermedia que calificaríamos de pobreza vergonzante, tan bien recogida en Los papeles póstumos del Club Pickwick. Y, por fin, gracias a sus conocimientos de taquigrafía, su empleo como cronista parlamentario y gacetillero del periódico Mirror of Parliament del que su tío era director y propietario. La familia, institución de la que Dickens tanto recelaba por propia experiencia, presentaba también sus ventajas aunque fuera de vez en cuando.
    Imagínense a Dickens en el gallinero de un Parlamento maloliente, producto de los efluvios corporales de una ciudadanía que, según relató Winston Churchill en su Historia de los pueblos de habla inglesa, llevaba sin baños públicos desde que los romanos dejaron la isla, es decir catorce siglos, aromatizado además por el flujo de un Támesis mitad cloaca urbana, mitad contaminación residual del tráfico marítimo. Un Parlamento donde se extendían sábanas con lejía para contrarrestar la pestilencia, por lo demás apenas iluminado. Voces inaudibles le llegaban del debate entre sus señorías allí abajo. Escasísima luz para escribir allí arriba. La taquigrafía le dio técnica para transcribir y su inconfundible, por sucinto, estilo literario. Dickens, cronista parlamentario, asiste al debate sobre la pena de muerte que los parlamentarios acaban aprobando para el delito de hurto famélico. Quienes roben para comer serán ahorcados. Dickens, periodista gacetillero, asistirá a las ejecuciones que en plaza pública, para ejemplificar, se llevan a cabo, mientras el gentío observa como si de un número truculento de espectáculo circense se tratara. El periodista-reformador (él mismo estaba en contra de la pena de muerte), en su crónica de una ejecución escribirá el mejor alegato que conozco contra el pretendido efecto disuasorio de la pena capital: «Resultó que mientras ahorcaban al ladrón observé que varios rateros aprovechaban la concentración de gente… ¡para robarles las carteras!».
    Llegados a este punto del relato comienzo a percibir los murmullos de algunos lectores: «…pero ¿a dónde quiere llegar?, ¿no es el mismo Montero que instaba a comparar lo comparable?, ¿se puede comparar la Inglaterra del XIX con la Europa o el mundo del XXI?». Pues más bien sí.
    Si de explotación infantil hablamos y según datos de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), un 40% de los niños del mundo están trabajando en condiciones de cuasi esclavitud. Sin ir muy lejos, Inditex, matriz de Zara, ha sido recientemente acusada de emplear niños en su factoría del Brasil; Roberto Saviano cuenta lo mismo de las fábricas textiles clandestinas de la Camorra en Nápoles y las mafias del Este europeo emplean niños como carteristas y camellos de drogas.
    Si hablamos de prostitución, son más de medio millón las mujeres explotadas, contra su voluntad, sexualmente en la Unión Europea. La prostitución es un fenómeno en relación inversamente proporcional con el empleo, a más empleo femenino menos prostitución. ¿Que no lo ven claro? Tomen cualquier periódico de hoy y comparen los anuncios de oferta de trabajo para mujeres y los anuncios de oferta sexual.
    Si mencionamos la avaricia, basta simplemente repasar las actuaciones de Lehman Brothers y otros operadores financieros. Su codicia obnubiló el entendimiento de los mercados y gobiernos y, por si fuera poco, cuando estalló la crisis han sido los llamados a solucionarla. ¿Nombres? Luis De Guindos, ministro de Economía de España; Mario Draghi, presidente del Banco Central Europeo; Lucas Papadimos, primer ministro de Grecia…
    Efectivamente, un siglo después de morir Dickens en Europa se abolió la pena de muerte, pero sigue habiendo muertes que dan pena…y algo más. Gran parte de los mayores y sus familias, que creían asegurado su último tramo vital, esperan con incertidumbre los recortes en asistencia por dependencia. Los fallecidos en Centro y Este de Europa por la reciente ola de frío siberiano son mayoritariamente ancianos que limitados físicamente no pudieron acarrear leña o carbón hasta sus estufas o chimeneas, o personas sin techo. ¿Hablamos del paro juvenil que alcanza ya el 40% en el Estado español? ¿Preferimos hablar del paro a secas que se encabrita en Euskadi hacia el 15%? ¿Nos atrevemos a establecer una comparación entre la reconversión de los gremios, herreros, tintoreros, ebanistas… en obreros manufactureros durante la época de Dickens y el actual proceso de creciente proletarización de profesionales liberales, arquitectos, abogados, médicos, enseñantes, periodistas?
    Hubo otro inglés, John Maynard Keynes, quien prescribió las recetas económicas que nos sacaron de la crisis primero financiera, luego global de 1929. Sumidos como estamos en una constante prueba de acierto y error sobre qué medidas tomar: si recortar gastos para frenar el endeudamiento, si generar el empleo a base de refinanciar las empresas, si incentivar el consumo para impulsar la producción, si aprovechar la crisis para fortalecer el capitalismo, si fortalecer el poder estatal para frenar el creciente descontento social… echamos en falta a alguien como él. Tanto como al Dickens que nos lo cuente. No sé como acabará todo esto, pero al relatar, analizar e interpretar la vida de su época, Dickens hizo literatura y también Historia. Una Historia que, por no haberla aprendido, parece que nos vemos obligados a repetir.
    Txema Montero

  2. Sobre novela y cine en la casa de cultura

    La novela está encontrando nuevas formas de contar las cosas. El cine se ha comercializado y aspira a llegar a todas las franjas de edad. Las series de TV lo mismo. La literatura tiene más libertad y los autores y editores arriesgan más. Escribir un libro no depende de un productor, guionista, actores,… es un ejercicio solitario. La fusión novela-cine es un ejercicio de creación intelectual muy interesante, con muchas facetas para debatir y para disfrutar.
    JP

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