Prólogo a Massius y Pressus

“El hombre gordo con el sombrero de copa persigue a los pobres: eso es correcto. (…) El hombre gordo domina al hombre pobre dentro del marco de un sistema determinado, pero él no es el sistema. Ni siquiera lo domina. Al contrario: el hombre gordo también lleva cadenas que no están representadas en el dibujo. (…) El capitalismo es un sistema de dependencias que van de dentro a fuera, de fuera a dentro, de arriba abajo y de abajo arriba. Todo depende de todo. Todo está atado. El capitalismo es un estado del mundo y del alma”. Esto escribía Franz Kafka en 1924, poco antes de morir, a la vista de una caricatura política que le había mostrado su amigo Gustav Janouch. Me acordaba yo de esta frase recorriendo las viñetas dibujadas por Francisco Soro muchos años después y pensaba precisamente en la dificultad para ordenar el tiempo que nos impone el vaivén licuefactor del capitalismo. Kafka escribió sobre el hombre gordo en 1924; Soro dibujó al mismo hombre gordo en torno a 1970; y hoy es imposible saber si sus hombres gordos son recuerdos, acechanzas o anticipos de ciencia-ficción. Es difícil bañarse dos veces en el mismo río, pero es mucho más difícil no ver pasar, una y otra vez, las mismas barcas y los mismos cadáveres.

Cuando decimos de una obra antigua que es de gran “actualidad” pensamos que se trata de una obra que no ha muerto nunca. Pero lo más probable es que haya resucitado. Las obras resucitan. Las buenas obras resucitan en los malos tiempos. Estamos viendo resucitar hoy tantas cosas malas y tan deprisa -discursos, porras, remiendos, ruinas- que no es raro que arrastren con ellas también a la vida las voces e imágenes sin las cuales no podríamos nombrarlas ni comprenderlas. España tenía por delante un futuro de crecimiento perpetuo, de riquezas en danza, de inagotable felicidad plástica. Pero no. España tenía por delante todo su pasado y progresamos hacia atrás a tanta velocidad que estos dibujos publicados en la revista Triunfo hace 40 años retratan el mundo en que estamos empezando a vivir mucho mejor que toda la caduca publicidad de fantasmas-coches y espectros-refrescos que nos chisporrotean en las narices. “Claro que hay lucha de clases”, declara el multimillonario Warren Buffett, “pero es mi clase, la de los ricos, la que ha empezado esta lucha. Y vamos ganando”.

El hombre gordo con sombrero de copa reaparece. En el prólogo de 1971, Vázquez Montalbán se felicitaba de la puntería “convencional” de las viñetas de Soro. Hay relaciones, sí, que demandan convenciones, que sólo se pueden expresar de manera convencional: el amor, la maternidad, la riqueza, la muerte, el poder. Que el poder material se personifique en un hombre gordo con sombrero de copa -una imagen, después de todo, tan demodé- es tan natural como el hecho de que una abeja se pose en una flor o las relaciones más abstractas, complejas e injustas se materialicen en un fajo de billetes. Pero el hombre gordo con sombrero de copa, que gana casi siempre, es la personificación, en efecto, de un “sistema de dependencias recíprocas”, como sostenía Kafka, y eso supo verlo muy bien el autor de Massius. El hombre gordo con sombrero de copa gana casi siempre no porque use a veces -cuando hace falta- tanques o látigos sino porque tiene “atadas” a sus víctimas con cuerdas invisibles; las mata, sí, pero sobre todo las compra. El mismo está atado; él mismo se compra a sí mismo sin parar, esclavo de sus esclavos, todos por igual -amos y esclavos- hipnotizados por el “fetichismo del dinero”. En un mundo en el que la compra-venta agota todas las relaciones sociales, lo que se compra y se vende es siempre un “estado del alma”. La absurda rareza de este sistema es que en él son los esclavos los que compran al hombre gordo del sombrero de copa, el cual les entrega
después pequeñísimas cantidades de su propio dinero. Y ellos corren entusiasmados a tenderle la cama, a cavarle el jardín, a defender su palacio, a elegirlo libremente como presidente del país. Para esto -para votar al PP, por ejemplo, después de haber entregado a los bancos todo nuestro dinero- hace falta un particular “estado del alma”. El alma de los pobres tiene todavía la silueta de la barriga y la chistera de Massius.

El hombre gordo con sombrero de copa reaparece. Y reaparece también, corriendo en paralelo, como su efecto colateral inevitable, otra sencilla convención del pasado: Pressus, el preso del traje a rayas que nos evoca enseguida los mismos años 20 en los que Kafka conversaba con Janouch. De finales de esa década atroz surge Charlot, personaje tallado por otra crisis en otro punto álgido de esta lucha de clases declarada por los sombreros de copa; Charlot, perseguido implacablemente por la policía, culpable de ser pobre, empujado de un lado a otro sin encontrar jamás -o robándolo con su circunspecta dignidad- el minuto humano de la libertad, que es sobre todo la libertad de pararse y mirar alrededor sin premuras ni sobresaltos. Este Pressus chaplinesco nunca puede detenerse, pero su venganza, la única, es que hace también correr detrás de él a los policías. Es parte de la misma dependencia atroz. No se puede perseguir a nadie eternamente sin sentirse asimismo preso, sin participar de la maldición del prófugo. Por eso también, una vez atrapado, el policía descarga toda su rabia contra su víctima; no encuentra más libertad que la de detenerlo definitivamente, de un manotazo, como a un insecto, con alivio y sin compasión.

La postmodernidad ha muerto y enseguida Massius y Pressus han resucitado. Son el último, el más reciente, el venidero estado del mundo y del alma. Maniqueísmo fecundo, decía Vázquez Montalbán: en tiempos de crisis, toda la infinita variedad individual -sometida a una presión común- se reduce a unos cuantos estereotipos. Somos ya, nos guste o no, estereotipos. ¿Massius o Pressus? Podemos elegir a uno de los dos. E inventar un tercero para salvarnos juntos, al mismo tiempo, del alma y de la cárcel.

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