Alguna vez en Mi Siglo he hablado de mi encuentro en 1955 con Baroja. Y cuando releo las “Visitas literarias de España”, de Enesto Giménez Caballero (Pre- textos) rememoro aquella otra visita mía inolvidable. “Pío Baroja – dice Giménez Caballero – ha conservado aquí en Madrid – como Salaverría – la costumbre vasca de andar por casa con boina, como si en lugar de un piso fuera un caserío destartalado y húmedo lo que tuviera que recorrer.
(…) Baroja, mientras trabaja, permanece en su nido del último piso, tocando las nubes con la boina, en una estancia sobria y recia. También para comer lo hace a esas alturas, con su madre.
Allí se sientan los dos, cara a cara, en un grupo un poco conmovedor, y que desasosiega vagamente.
Parece entonces Baroja revelar su último secreto, quizá el secreto de su genialidad: parece entonces descubrirse en Baroja al niño enorme, tímido, dulce e indefenso con una tara misteriosa, que come sus platos de legumbres, contemplado en silencio por unos ojos que todo lo han comprendido de un golpe entrañable y que no le pueden abandonar”.
Fuera, en la calle – en el tiempo – suena el elogio sentimental del acordeón, del que también ya hablé aquí.
Y en ese momento entro yo a verle desde la calle – desde el tiempo – para charlar con el autor de “La Busca”.