«La cárcel de Ondarreta fue terrible»

La tolosarra Pilar Garciandia fue encarcelada en la guerra civil durante tres años cuando tenía 17 años de edad

«Fue terrible».

Así es como describe Pilar Garciandía Ancín (Tolosa, 1919), a sus 93 años, el calvario padecido durante tres largos años de prisión, dos en la cárcel de Ondarreta. Garciandía, con paso pausado pero firme, se aproxima entre los tamarices, ayudada por su hijo, Josetxo Fuentes, al lugar donde otrora se encontraba aquel penal sito en la Bahía de La Concha. Sucesos estremecedores cruzan fugaces su mente: «Había dos hermanas riojanas que vivían en San Sebastián, en Egia. Llega un día la celadora y dice:

-¡Faustina!

-¿Sí, señorita?

Le tocaba fregar los pasillos.

Prepárese que le llaman abajo.

-¿A estas horas, señorita?

-¡Sí, sí; dese prisa!

Pero como no subía, pues… ya se sospechó… que estaba en Capilla. Terrible. ¡Qué noche! Justo abajo, en Capilla, una no hacía más que llamar por sus dos hijos: ¡Que traigan a mis hijos! Y arriba la otra, en su celda, chillando…». Afligida por los recuerdos, a Pilar se le constriñe la garganta. «Cuando bajaban, ya sabían que al día siguiente las iban a fusilar», le ayuda su hijo. «Por la mañana, como nuestra celda estaba encima de la salida, vimos sacar a tres o cuatro y a ella». Más tarde, fue el turno de la hermana: «Del asilo San José sacaron a la otra».

Pilar era una guapa joven de 17 años adscrita a las Juventudes Socialistas. Su novio, el destacado socialista tolosarra Andrés Ponga, tenía 24; ambos trabajaban en la Cooperativa Internacional de Tolosa. Pero la guerra truncó por completo sus vidas, sus sueños: Ponga fue fusilado en la década de 1940 en Donostia. Garciandía padeció tres años de prisión; dos de ellos en la cárcel de Ondarreta. Todavía recuerda con nitidez el momento de entrar en aquel lúgubre penal: «Fue un choque muy grande… Porque yo tenía 17 años. Y abrir Ondarreta, una sala grande, y ver a todas aquellas mujeres…».

INICIA LA PESADILLA

Disparos en el puente

En el verano de 1936, cuando los franquistas se aproximaron a Tolosa, la familia Garciandía-Ancín huyó precipitadamente a Donostia. Pero faltos de enseres y ropa, a los días, Pilar tuvo que regresar a su pueblo natal junto a dos amigas. Tras recoger todo lo que pudo de casa, se dirigieron al otro lado del puente para tomar el autobús. «Al cruzar, las tropas ya estaban disparándolo. Estuvimos agachadas allí, esperando un momento de calma para pasar».

Finalmente, pudieron retornar a la capital donostiarra, donde Pilar vivió de cerca la carencia de armamento de los republicanos. El Hotel María Cristina era un hervidero de gente. «Allí estaban los jóvenes de Tolosa, organizándose. Estábamos con ellos en el hall y llegó un chico, con una bolsa pequeña, preguntando por Larrañaga: ¡Que no tenemos munición! ¡Estamos cogiendo el Buruntza! Volvió él con un zacuto y le dijo al chico: Toma. Si dispara alguna… Es todo lo que hay», relata Garciandía. Los rebeldes no tardaron en tomar Donostia.

Nuestra protagonista, junto a varios familiares, escapó in extremis a Bilbao, donde frecuentemente se veía con Ponga, que para entonces ostentaba el grado de brigada de la Compañía Carlos Marx del Batallón Rusia. Pero la apisonadora franquista avanzaba sin cesar y Pilar hubo de padecer la evacuación de Bilbao: «Fue espantosa… ¡El tren lo tuve que coger en marcha para poder entrar! Y por la noche nos tuvieron que abrir las puertas en Aranguren, porque estaban bombardeándonos…». Después, alcanzaron Santander, donde vio por vez última a Andrés.

No tardaron mucho los golpistas en tomar dicha ciudad y, Pilar, junto a una amiga, fue arrestada por dos requetés. Aún recuerda a uno de sus captores: «Le digo al que me estaba tomando declaración: Oiga, ¿me puede detener ese a mí? Se me queda mirando, como diciendo: ¡Pues no lo sé! Y le digo: ¡Si es el Mataburros de mi pueblo! Le faltaban dos luces…». Al término del interrogatorio, quien les tomaba declaración les escribió el ansiado salvoconducto: «Autorizo a madre e iga para que vayan a Tolosa».

ODISEA CARCELARIA

Interrogatorios y golpes

«Llegamos a las once de la noche a Tolosa y ya nos estaban esperando en la estación», indica la enérgica nonagenaria. De hecho, todos los desplazados que regresaban a sus casas fueron encerrados en la Escuela de Artes y Oficios de la villa. «Pero a mí me metieron en una habitación, con otra. Fueron unos días tan fuertes que no sé los que estuve. Interrogatorios continuos…», explica, a la vez que añade el infierno que veían por su cerradura: «En otras habitaciones también tomaban declaración, ¡y les daban cada paliza de muerte! Eran hombres mayores que nosotras. A uno lo sacaron en parihuelas…». Los franquistas se dedicaban a conseguir información a base de golpes. «Nos preguntaban quiénes eran la directiva, dónde había armas, cómo se llevaban… ¡Qué vamos a saber con 17 años!».

No las golpearon, ni consiguieron información alguna de ellas, por lo que, a los días, a nuestra protagonista le advirtieron del siguiente paso en el escalafón represivo: «Como no has querido declarar, ahora te llevamos al cuartel de la Guardia Civil; ahí ya sabes que te van a dar». En efecto, las amenazas se cumplieron y fue trasladada a una oficina ubicada en los bajos del cuartel: «Los requetés me pegaron bien, con verga. Ahora, ¡dos abuelas las tenían toda marcadas en la espalda!». A las pocas horas fue enviada a la prisión de Tolosa, a una celda de mujeres: «Estábamos seis o siete; yo la más joven. Madres y abuelas había; y una rusa, cocinera de un barco ruso que habían cogido con género para Bilbao».

Un comandante militar le tomó declaración y ofreció ingresar en un convento donostiarra: «Entonces las chavalas teníamos en la mente que a las chicas, en los conventos, las metían en sótanos… ¡Las arrepentidas les llamaban! Y le dije que prefería estar en la cárcel». Dicho y hecho. La prisión de Ondarreta fue su desdichado destino; para mucho tiempo: «Las mujeres que había… era una mezcla de todo», narra sin poder terminar la frase, abrumada por los recuerdos. «Había prostitutas, ladronas y presas políticas. Además, las mujeres no podíamos salir al patio. Yo era la más joven».

Los dramáticos momentos vividos se agolpan en su cabeza y los exterioriza: «¡Vivíamos amontonadas! En el suelo un petate -la que tenía petate- y un pasillo. A la derecha e izquierda, celdas; en cada una catorce, dieciséis o dieciocho presas. En el fondo, una fregadera, para todas. Y en una esquina, un váter, sin agua, con unas tablas haciendo un triángulo. Por tener un poco de intimidad, lo tapamos. Arriba, una ventana. Subí una vez a los hombros de una para ver la playa…».

TRÁGICO FINAL

Todos, pena capital

El 20 de septiembre de 1937 Garciandía fue trasladada a la prisión de Ondarreta, donde a los seis meses se celebró el consejo de guerra sumarísimo de urgencia: «Conmigo había doce hombres, cada uno con lo suyo. A todos, pena de muerte». A ella, doce años y un día de condena por ser menor de dieciocho años. Acusación: circular de miliciana provista de una pistola visitando varias veces a los detenidos. Llevó comida a los marxistas, vigiló los balcones de las casas y disparó contra nuestras fuerzas desde el puente de Francia. «¡Mentira! ¡En la vida he disparado!», exclama Pilar al escucharlo.

Tras más de dos años en Ondarreta, el juez la destinó al asilo San José en Donostia, actual colegio de la calle Prim. «El último piso lo requisaron para presas: algunas que tenían recién nacidos, ancianas y otras con influencias. Catorce o dieciséis ya estábamos». Nueve meses internada en el mismo hasta que, debido a una revisión de causa, salió en libertad condicional el 16 de septiembre de 1940, con la obligación de presentarse todos los meses en el Juzgado de San Sebastián. Su novio Andrés no tuvo tanta fortuna y fue ejecutado en aquellos sangrientos años cuarenta en Donostia. Como tres de sus familiares. Atrás quedaron para Pilar años de crueldad, lágrimas y sufrimiento. Ahora, más de siete décadas después, la dignidad de contar lo sucedido. Y de recordarlo todo; de recordar al joven Andrés Ponga. A sus familiares fusilados. Por ella. Por él. Por ellos. Por todos.

 Aitor Azurki

 

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