Por si el lector no se ha dado cuenta, este año se cumple el centenario más uno, de la publicación de El Arbol de la Ciencia. Ya sabe de qué se trata, de esa novela-revulsivo que Pío Baroja escribió porque tenía las tripas revueltas con todas las miserias y las mezquindades de la España de su época.
Podía haber vomitado la bilis de su escepticismo sobre aquella lamentable sociedad carpetobetónica y darle la espalda: una sociedad cuya burguesía era de un egoísmo primario y espíritu mezquino, mientras que el pueblo bajo, ignorante y embrutecido, subsistía entre miserias materiales y morales. Pero no lo hizo. Baroja era un observador de la realidad social, un huraño tímido, un escéptico lúcido, e hizo lo que mejor sabía: escribir.
Leer El Arbol de la Ciencia (o la trilogía de La Lucha por la vida) es como leer un tratado de sociología, pero pasado por el prisma de un literato lúcido y sin fe en la humanidad. El lector caminará por las calles de aquel Madrid antisocial de andrajosos y rastacueros (si lee La Busca…), o por un poblachón manchego cerrado sobre sí mismo (si acompaña a Andrés Hurtado -el protagonista- en su ejercicio de médico rural, en El Arbol…). Donde quiera que Baroja extienda su vista, descubrirá que nuestros abuelos de hace un siglo formaban parte de un pueblo en plena degeneración racial a causa de la miseria física, el fanatismo religioso, la ignorancia cultural y el caciquismo político.
Al cabo de cien años de su publicación, El Arbol de la Ciencia casi parece premonitorio de estos tiempos. Uno sustituye con los actuales los datos estrictamente pertenecientes a aquella época histórica, y ve que el sustrato (la incultura como herramienta de control del pueblo, la cesura creciente entre masa popular y dirigentes sociales y económicos, el caciquismo político que controla los resortes del poder) son los mecanismos que siguen rigiendo esta España actual.
Un pequeño ejemplo del bipartidismo caciquil en Alcolea, donde Hurtado ejerce como médico, servirá: Los Ratones (liberales) y los Mochuelos (conservadores): Alcolea se había acostumbrado a los Mochuelos y a los Ratones, y los consideraban necesarios. Aquellos bandidos eran los sostenes de la sociedad; se repartían el botín: tenían unos para otros un «tabú especial», como el de los polinerios. Cuesta poco trabajo hacer la trasposición: miramos a nuestra casta política, sustituimos «Mochuelos» y «Ratones» por esos políticos actuales en los que estamos pensando, y nos encontramos como hace cien años.
Es cierto que ahora no existe un campesinado embrutecido por un trabajo de sol a sol, el fanatismo religioso y el analfabetismo; ni un proletariado urbano a jornal, muriendo de hemoptisis y miseria. Tampoco existe ese señorito pequeño-burgués de provincias que se alimentaba de las mezquindades del casino local y despreciaba cuanto ignoraba.
Ahora somos una enorme clase media tetanizada, acojonada, por todas las amenazas que los fraudes del sistema económico-financiero ciernen sobre nosotros. Ahora, si miramos a nuestro alrededor, no vemos los andrajos de la vecina puestos a orearse en el tendedero de la corrala. Ahora vemos el horror habitual de Somalia mientras nos llevamos la cuchara a la boca, durante el telediario; vemos cómo, en Libia, unos supuestos luchadores por la libertad torturan a muerte a un tirano grotesco y sanguinario que cayó en sus manos; además, oímos, consentimos y callamos cuando nos dicen que van a rescatar los bancos privados (una vez más, y las que haga falta) a costa de los dineros públicos para que no se les hunda el sistema financiero. Y la lista es larga…
Y si alguien se angustia ante la enormidad de los problemas, siempre nos queda la sobredosis de TDT, las tropecientas ligas de fútbol, o sacar a hombros al último torero gloriosamente abatido por la doble cornada de la edad y el tabaco.
En el mundo de Baroja, la taberna, el prostíbulo y los toros eran las válvulas por donde la sociedad liberaba sus tensiones. Ahora somos más refinados: Los corteingleses están llenos de ropa de temporada, ya leemos en e-book y el dispensador de condones está junto al de cocacolas.
Quizás, el improbable lector, que leyó a Baroja, tenga la impresión de que éste era un hombre de carácter agrio y pesimista. A mí me parece que eso se debe a que probó el fruto del árbol de la ciencia; un fruto amargo como la verdad (Pues la verdad amarga, tal bocado / mi boca escupa con enojo y ira, dice Quevedo, otro atraviliario).
Por eso, según Baroja, algo se nos ha escamoteado en el texto del Génesis, cuando dice: Y Dios seguramente añadió: «Comed del árbol de la vida, sed bestias, sed cerdos, sed egoístas, revolcaos por el suelo alegremente; pero no comáis del árbol de la ciencia, porque ese fruto agrio os dará una tendencia a mejorar que os destruirá» ¿No es un consejo admirable? – Sí, un consejo digno de un accionista de Banco – repuso Andrés.
Pues yo, la verdad, si lo pienso despacio (a salvo todos los matices y todos los avances materiales), allá en el fondo de nuestra sociedad no veo tanta diferencia con la de hace cien años. Lo que nos falta es un Baroja lúcido y pesimista que nos lo cuente…y queramos oírlo.
Juan Jose Aguirre