Con la degradación de algunas palabras, por el abuso o sencillamente la campaña en contra, se impone la obligación del rescate. La palabra compromiso ha pasado a ser un molesto fardo. Una especie de lastre que hunde carreras floridas, genera sospecha y sirve para ridiculizar a quien lo pone en práctica. Un artista comprometido se ha convertido en objeto paródico, un escritor comprometido en un disminuido del oficio y el matrimonio entre vocación profesional y el espíritu de participación social en una alianza contranatura. Sin duda los excesos y la zafiedad de ciertas motivaciones han contribuido a la rebaja, pero también el cinismo autoimpuesto. Consagramos algo peor que la cultura del pelotazo y es el pelotazo de la cultura. Donde lo que cuenta son las listas de ventas, la popularidad y la versión más utilitarista del éxito.
Por eso era estimulante escuchar a Antonio Tabucchi, que no tuvo problemas en asumir la participación activa en la crítica del sistema, en la observación de los excesos, mientras desplegaba una carrera literaria tan ejemplar como delicada. Su novela Sostiene Pereira se convirtió en la popular epopeya de un tipo insignificante. El gris redactor de necrológicas que esconde un héroe, pero un héroe de los de verdad, de los que no presumen de esa condición en la hora de los reconocimientos, sino que la asume cuando no hay nada que ganar.
El enfrentamiento de Tabucchi con la política de su país de nacimiento, Italia, le convirtió en un europeo errante. Su percepción de que algo grave sucedía cuando un empresario de medios televisivos podía asumir no ya tan solo el ochenta por ciento del mercado audiovisual de un país sino también la presidencia del gobierno le produjo espanto. Al recoger el premio de periodismo Cerecedo en 2004 recordó que la palabra libre era esencial para nuestras democracias. En otra ocasión fue capaz de denunciar cómo su país estaba perdiendo la elegancia natural. Advirtió de la berlusconización de la realidad, pero no le hicimos caso, estábamos demasiado ocupados celebrando nuestra propia berlusconización. Su compromiso nos resultaba cansino y poco fotogénico. Ahí queda.
David Trueba
Con la degradación de algunas palabras, por el abuso o sencillamente la campaña en contra, se impone la obligación del rescate. La palabra compromiso ha pasado a ser un molesto fardo. Una especie de lastre que hunde carreras floridas, genera sospecha y sirve para ridiculizar a quien lo pone en práctica. Un artista comprometido se ha convertido en objeto paródico, un escritor comprometido en un disminuido del oficio y el matrimonio entre vocación profesional y el espíritu de participación social en una alianza contranatura. Sin duda los excesos y la zafiedad de ciertas motivaciones han contribuido a la rebaja, pero también el cinismo autoimpuesto. Consagramos algo peor que la cultura del pelotazo y es el pelotazo de la cultura. Donde lo que cuenta son las listas de ventas, la popularidad y la versión más utilitarista del éxito.
Por eso era estimulante escuchar a Antonio Tabucchi, que no tuvo problemas en asumir la participación activa en la crítica del sistema, en la observación de los excesos, mientras desplegaba una carrera literaria tan ejemplar como delicada. Su novela Sostiene Pereira se convirtió en la popular epopeya de un tipo insignificante. El gris redactor de necrológicas que esconde un héroe, pero un héroe de los de verdad, de los que no presumen de esa condición en la hora de los reconocimientos, sino que la asume cuando no hay nada que ganar.
El enfrentamiento de Tabucchi con la política de su país de nacimiento, Italia, le convirtió en un europeo errante. Su percepción de que algo grave sucedía cuando un empresario de medios televisivos podía asumir no ya tan solo el ochenta por ciento del mercado audiovisual de un país sino también la presidencia del gobierno le produjo espanto. Al recoger el premio de periodismo Cerecedo en 2004 recordó que la palabra libre era esencial para nuestras democracias. En otra ocasión fue capaz de denunciar cómo su país estaba perdiendo la elegancia natural. Advirtió de la berlusconización de la realidad, pero no le hicimos caso, estábamos demasiado ocupados celebrando nuestra propia berlusconización. Su compromiso nos resultaba cansino y poco fotogénico. Ahí queda.