El diseño de la vida
Miguel Roig
Los temas preferidos del fotógrafo estadounidense Nicholas Nixon son la enfermedad y la vejez. Su trabajo más conocido, Las hermanas Brown, fue un proyecto comenzado en 1975 y constituye una obra artística única, ya que de alguna manera cobija ambas preocupaciones, la salud y el ocaso de la vida. Sin embargo, esas imágenes nos llevan a otro lugar, a otra zona de reflexión y percepción. Las Brown son cuatro hermanas, una de ellas, Beverly (Bebe) Brown, pareja de Nixon, a quien el artista viene fotografiando desde 1975 hasta la fecha.
La Fundación Mapfre ha publicado el registro de treinta y cinco años, desde el inicio de la serie hasta 2010. A través de las fotos vamos viendo cómo las cuatro mujeres unidas, ya sea físicamente a través de abrazos o bien por el roce pero siempre, desde su actitud, aferradas por el vínculo fraternal, van mutando con el paso del tiempo y cómo, a su vez, el tiempo es cincelado por estas mujeres que nos narran su novela de vida en primera persona. Página a página vemos cómo van transformándose los rostros, los cuerpos y, fundamentalmente, las miradas que en cada imagen narran una experiencia distinta. Solo quienes son padres y ven crecer a sus hijos día a día pueden acceder en la vida a una narración similar, ya que en los pequeños cambios de los niños se puede ver la piel del tiempo mudar en tan imperceptibles modificaciones. Si, en cambio, en lugar de ir de una en una saltamos seis o siete páginas, notamos un cambio visible, y hacia el final la sensación es de vértigo porque hemos adelantado el reloj del relato muchos años y nos encontramos con la madurez de aquellas jóvenes.
Si escogemos una chica al azar y vamos siguiendo con atención su devenir a través de las fotografías, podremos leer un relato análogo al que ofrece el cielo de una ventosa mañana otoñal, que en el transcurso de pocos minutos pasa de una diáfana claridad a opacarse por la presencia de nubes, que luego se disipan dando lugar a la luminosidad anterior y, sin respiro casi, otra vez nublarse, dejando escapar alguna chispa de agua antes de volver a recuperar la luz. Así de lábil se presenta la mirada de cada una de estas mujeres sometidas, como todos, a las inclemencias del tiempo. Algo bello de observar porque, como afirma Antonio Muñoz Molina en su prólogo a la obra (Las hermanas Brown, 1975-2010, TF Editores, Fundación Mapfre, Madrid, 2011), “el tiempo no tiene por qué destruir la belleza, igual que la costumbre no gasta el amor, lo pule igual que pule una herramienta el trabajo de las manos”.
Ahora bien, si se observan estas fotografías desde el miedo, lo que se ve en ellas es la sensación de pérdida de lo que se tiene. Porque las hermanas Brown, de alguna manera, muestran el triunfo de la salud con todo lo que ello implica, no ya solo la salud en términos clínicos, en tanto ausencia de enfermedad que fracciona o quita la vida, sino la salud de poder desarrollar un proyecto vital que es otra de las cosas que cuenta esta historia. Podemos ver en alguna de las fotos, si observamos con atención, alguna señal de una dolencia, incluso grave, pero en el rostro de la afectada vemos cierta templanza frente al mal, no un desafío sino un diálogo, grave, pero diálogo al fin, como aquel que intentamos cuando nos dicen algo que nos desagrada y en lugar de enfadarnos tratamos de entender por qué.
Una o dos páginas después, vemos con alivio que el escollo ha sido superado. Desde el miedo, desde el temor que cruza nuestro tiempo, este diálogo es imposible. Porque en lugar de leer la totalidad, como un relato de vida, se paraliza la lectura pensando en la imagen que no está, en la del siguiente año, en lo que vendrá y allí surge el pánico, ¿vendrá? Escribe Muñoz Molina que “llegará un día en el que falte una de las cuatro presencias, o en la que ya no esté ese testigo cuya sombra se vislumbra de vez en cuando sobre ellas. La novela va escribiéndose sola y será ella sola quien encuentre su fin. La fotografía, al fin y al cabo, es sobre todo el arte de retratar fantasmas”. Esto que, como decía John Keats es, en definitiva, la belleza de la verdad, la verdad de esta obra que nos ayuda a entender la vida y convivir con ella desde su sentido más profundo. El miedo a perder lo que se tiene borra esta lectura reflexiva y solo permite ver en ella el final.
No sabemos qué pasó en el año 2000 en la vida de las hermanas Brown, pero esa vez posan abrazadas, conteniendo cada una de ellas a las demás; un núcleo duro que se aferra a sí mismo para enfrentar ¿la adversidad? o simplemente la contingencia, lo temporal que se fuga sin que la mirada lo pueda retener: solo Nixon consigue con esta imagen atrapar aquello que ya se ha ido. Once años después, vemos a dos de ellas seguir con los ojos, con firme resignación, ese movimiento. Las otras dos nos miran. ¿Qué ven? Ven cómo mutamos. Basta con levantar los ojos de la pantalla e ir al espejo más cercano para ver que ya no somos los mismos, nosotros, los de entonces –como decía Neruda–, quienes empezamos a leer este artículo y a mirar las fotografías de estas mujeres, nuestras contemporáneas.
1. ‘Las hermanas Brown, 1975’, Nicholas Nixon, Colecciones Artísticas Fundación Mapfre ©
2. ‘Las hermanas Brown, 1999’, Nicholas Nixon, Colecciones Artísticas Fundación Mapfre ©
3. ‘Las hermanas Brown, 1998’, Nicholas Nixon, Colecciones Artísticas Fundación Mapfre ©)
4. ‘Las hermanas Brown, 2000’, Nicholas Nixon, Colecciones Artísticas Fundación Mapfre ©)
5. ‘Las hermanas Brown, 2011’, Nicholas Nixon, Colecciones Artísticas Fundación Mapfre ©)
En el siglo XIX, los científicos afirmaban que las mujeres nunca podríamos ir a la universidad porque nuestro cerebro es más pequeño que el de los hombres. Lo que no decían era que el cerebro del hombre tiene también unos ventrículos (cavidades) bastante más amplios que los nuestros. Y sobre todo que, al menos en este tema, es cierto que el tamaño no importa. Después de todos estos años, la biología sigue diciendo lo mismo. Lo que ha cambiado ha sido la sociología.
Una mujer con ideas aparentemente revolucionarias en esto del cerebro. Tanto, que después de muchos intentos para publicar su trabajo en diferentes revistas científicas de renombre, recibió una respuesta sorprendente: “Nunca nos había pasado antes, pero todos los revisores de nuestra revista se niegan a leer tu artículo”. ¿Y esto por qué? Porque, según ella, no puede hablarse de diferencias en el funcionamiento del cerebro del hombre y de la mujer. Nuestros cerebros son, simplemente, intersexuales. La idea de investigar sobre esta cuestión surgió por un artículo que leyó mientras preparaba uno de sus cursos en Israel. El estudio decía que, durante 15 minutos de estrés continuado, el cerebro puede pasar de femenino a masculino (es decir, que puede alterar las cualidades consideradas ‘femeninas’ para adoptar las que se identifican como ‘masculinas’). Porque nuestra ‘cabeza’ es una mezcla de diversas cualidades que van cambiando por momentos y a lo largo de la vida.
Su explicación me dejó bastante satisfecha, pero claro, siempre desde mi perspectiva de las ciencias sociales y mi interés y respeto por el pensamiento queer y los estudios sobre la intersexualidad. Pero poco puedo decir yo de biología, así que enseguida fui a comentarle mis impresiones al Científico, y a preguntarle qué piensa él. “Lo primero -me dijo- es que lo de relacionar el tamaño del cerebro con la capacidad no tiene ningún sentido. Porque, según esa teoría, un elefante, por ejemplo, que tiene el cerebro más grande que el de un hombre, tendría que ser más inteligente”. “Y sobre las diferentes cualidades del cerebro del hombre y de la mujer… creo que la única forma de saber si las diferencias son puramente biológicas o están condicionadas socialmente sería generar un ser humano, aislarlo de cualquier estímulo externo y ver cómo funciona su cerebro. Aunque en ese caso no sabríamos si su mente, aislada del mundo, se ha desarrollado de la forma habitual. Es un tema muy complejo”. Eesta misma semana han aparecido diversos estudios que tratan de explicar las diferencias sociales, emocionales, personales,… mediante la biología. ¿Pero se trata sólo de eso? ¿Todo lo que siento, lo que digo, el modo en el que veo el mundo, es debido a que tengo un cerebro ‘de mujer’? La verdad, sería muy triste.