RESULTABA imposible vender las recetas anticrisis que propone el FMI con elementos de la catadura de Rodrigo Rato o Dominique Strauss Khan por hablar de Christine Lagarde a quien han pillado con el carrito del helado. El primero, miembro de un partido dopado con sobresueldos y especialista en hundir entidades financieras. El segundo, un pervertido sexual detenido en el aeropuerto todavía con los pantalones en los tobillos tras atacar a una empleada de hotel. Con semejantes rostros es imposible sugerir recetas anticrisis que pasan por rebajar el salario de los trabajadores un 10% nada menos.
El mordisco salarial que recomienda el FMI me recuerda al clásico procedimiento mafioso tantas veces visto en el cine, con los secuaces del padrino de turno protegiendo tu negocio a cambio de un impuesto que más vale cumplir. El organismo internacional plantea un acuerdo entre empresarios y sindicatos por el que los trabajadores aceptan una fuerte rebaja salarial a cambio de que las empresas se comprometan a crear empleo de forma significativa. Como si esa mordida salarial no se estuviera produciendo. Los asalariados están siendo machacados con la excusa de la crisis.
Creo que en una anterior ocasión les conté el chiste del hombre al que se le aparecía un genio con la promesa de cumplir sus deseos si antes se dejaba sodomizar. «¿Cómo es posible que un hombre hecho y derecho pueda creer en genios de la lámpara?», le pregunta el desaprensivo en plena faena. Con la que ha caído, ¿vamos a seguir creyendo las recetas de un organismo que no supo de la crisis entretenido como estaba vendiendo preferentes envenenadas o babeando de orgía en orgía?
Gobernar con recursos económicos y presupuestos holgados debe ser parecido a vivir en el paraíso deseado. En estas circunstancias, la política es más liviana, menos perezosa, más generosa, y los políticos se transforman en la reencarnación del Mago de Oz. Tener recursos es buen síntoma, se sabe que las dádivas fomentan la generosidad e incluso se atienden demandas que ni siquiera se han expresado. La política es, en estos casos, la representación del mercado abierto donde el bien común vive sobre amplias y generosas ofertas, donde todos prometen o dan -permítanme la ironía- incluso aquello que tienen. Las circunstancias se transforman si las condiciones económicas cambian y no se generan recursos suficientes. En estos casos, la prodigalidad y comprensión de la que se hace gala sufre la merma de ingresos y todos se vuelven cautos, menos generosos y más rotundos en la condena del despilfarro o de las acciones que, a partir de ahora, se crean inadecuadas.
Los análisis de las situaciones de crecimiento o austeridad plantean algunos problemas a la lógica del bien común y a la de los impuestos públicos. El primero se produce cuando las sociedades generan excedentes y la política gestiona superávits. En todos estos casos se crean expectativas que promueven iniciativas, las cuales, probablemente, no están en el catálogo inicial de las propuestas políticas ni en el programa escrito, pero el resultado es que transforma en natural el sistema de ayudas y las subvenciones públicas. En el punto de llegada, la expectativa se transforma en norma, costumbre o en la forma normal como se reparten los recursos que tienen origen público.
La austeridad, en sí misma, no corrige algunas formas de hacer ni crea mecanismos de transparencia, lo que introduce es la merma de recursos y a lo que sí obliga es a clarificar mejor lo que se gasta y en qué. Lo que está por ver es la capacidad de las instituciones para generar transparencia en la lógica -gasto e ingresos- de los impuestos. Esto conlleva que no solo deba conocerse lo que debemos pagar sino para qué, el coste de los servicios, los procesos de toma de decisiones o la evaluación de los resultados de las instituciones que se encargan de gestionar los recursos públicos. Transparencia es información veraz, pedagogía del gasto y el ingreso, evaluación de los recursos y las inversiones públicas: cómo se gasta, para qué, por qué, quiénes y el regreso a la responsabilidad.