La penúltima campaña de las guerras napoleónicas (XI). Los misterios de la batalla de San Sebastián (junio-agosto de 1813) y la lectura pública de un documento histórico
Por Carlos Rilova Jericó
El domingo 25 de agosto de 2013, se procedió en las calles de San Sebastián a la lectura de un documento histórico que en unos meses cumplirá la venerable cifra de dos siglos de antigüedad.
Así las cosas, acertarán los que hayan pensado al leer estas líneas que el documento en cuestión es uno relacionado con las guerras napoleónicas y, por supuesto, con la penúltima campaña de las mismas desarrollada, fundamentalmente, en territorio guipuzcoano y navarro.
Para ir concretando, se trataba del que contiene los 79 testimonios recogidos por el juez de primera instancia de San Sebastián, Pablo Antonio de Arizpe, a partir del mes de octubre de 1813. Exhaustivas investigaciones como la firmada por Luis Murugarren Zamora en 1993, ya han dado buena cuenta de su contenido. E incluso han transcrito completamente ese documento del Archivo Municipal de San Sebastián, donde se conserva una copia encuadernada del mismo.
Para los que no hayan leído ese libro, ya agotado, ni hayan podido asistir a un par de conferencias impartidas por el profesor Luis Castells Arteche en las que hacía un minucioso análisis de ese documento, les diré que, en sustancia, la función del juez Arizpe era esclarecer los hechos del 31 de agosto de 1813, preguntando uno por uno a varios testigos supervivientes -por una u otra razón- de la que ya hemos denominado en esta serie como “batalla de San Sebastián”. Esa que se prolonga entre el 28 de junio y el 5 de septiembre de 1813.
No hay nada en esa información judicial elaborada por Arizpe que la distinga de otras miles conservadas en centenares de archivos. El procedimiento es el habitual en estos casos. Se convoca a los testigos, se les pregunta su edad, de dónde son vecinos, su oficio, y, a continuación, se les pide que respondan a una serie de preguntas que puede improvisar el juez que lleva la causa, o bien se han redactado previamente, como ocurre en el caso que nos ocupa.
Las preguntas que redactó Arizpe tratan de esclarecer cuándo y cómo los soldados británicos y portugueses deciden destruir San Sebastián mientras están aplastando la última resistencia que les ofrece la ya muy diezmada guarnición napoleónica que trata, hoy hace doscientos años, de mantener esa plaza fuerte en poder del emperador Bonaparte, y, con ella, la última llama de esperanza napoleónica. Actuando casi como si de un cuento de hadas se tratase: un puñado de valientes defendiendo un airoso castillo, esperando a que el héroe providencial llegue a lomos de un caballo -blanco, por supuesto, Napoleón cuidaba mucho esos detalles- para poner en fuga a los que asedian esos muros.
El resultado es un recargado documento de más de cien folios en el que donostiarras de toda edad -dentro de la legal-, sexo y condición van reconstruyendo las horas trágicas en las que la ciudad es sistemáticamente saqueada, incendiada y, en fin, destruida, junto con muchos de sus habitantes, física y moralmente.
Como ocurre siempre con esta clase de documentos -es decir, las informaciones judiciales- su lectura requiere afinar mucho el oficio de historiador para poder llegar a alguna conclusión válida a partir de él. Es decir, sacar de ese viejo documento algún conocimiento válido, que ayude a entender al menos parte de lo que ocurre en esos días de horror. Los que siguen al momento en el que las defensas francesas en los baluartes de San Sebastián ceden a mediodía del 31 de agosto de 1813.
La mayoría de los testimonios de esa información elaborada por el juez Arizpe, vienen a coincidir en algunas cuestiones. Por ejemplo, la hora y el lugar donde empiezan los desmanes de algunos oficiales y muchos soldados angloportugueses. Fue en torno a la una del mediodía y entre la Plaza de la Constitución -hoy rebautizada de nuevo con su nombre de la época absolutista: “Plaza Nueva”-, la parroquia de San Vicente y la calle 31 de agosto -en aquel entonces llamada de la Trinidad- pegante al monte Urgull donde se estructura hasta el 5 de septiembre el último núcleo de resistencia francesa.
Otros testimonios, como suele ser habitual en esta clase de documentos, divergen y cuentan versiones distintas de los mismos hechos. Es algo perfectamente natural y bien conocido por historiadores, antropólogos, sociólogos… Incluso tiene nombre. Se le ha llamado “efecto Rashomon”, en honor a la película de Akira Kurosawa de ese mismo título, “Rashomon”, en la que cuatro testigos diferentes dan cuatro versiones divergentes sobre un mismo hecho: un asesinato de lo más sórdido en el Japón que se ha llamado “feudal”.
Ninguna de las versiones que vemos en “Rashomon” es enteramente falsa ni enteramente verdadera. Cada testigo cuenta la verdad que él o ella ha visto desde su perspectiva, desde su punto de vista, incluso desde unos prejuicios tan arraigados que quien los padece ni siquiera es consciente de ellos.
La conclusión racional a la que parecen querer llevarnos Kurosawa primero y algunos historiadores que han reflexionado sobre la cuestión después, es que la verdad más aproximada sobre un hecho jamás puede reconstruirse a través de un único testimonio aislado. Algo que sabían muy bien los jueces de 1813 y de, como poco, los tres siglos anteriores, que exigían, como mínimo, dos testimonios diferentes para que fueran dados por válidos como prueba en un juicio y ellos empezasen a considerar el asunto en serio y no lo desestimasen bajo la categoría de “litigio temerario”.
En el campo de la Historia hay ejemplos magníficos, que advierten del cuidado con el que es preciso manejar fuentes como la instruida por el juez Arizpe en 1813 para llegar a ese mínimo de verdad histórica, de conocimiento histórico válido, que es el que buscan, por supuesto, los historiadores y todos los interesados en la Historia.
Es el caso de “Los cristianos de Alá”. Un estudio histórico en el que Bartolomé y Lucille Benassar -él uno de los más prestigiosos hispanistas franceses- tratan de reconstruir estadísticamente, y por otros medios, la vida de los miles de cristianos que, entre el siglo XVI y el XVIII, caen en manos de corsarios al servicio de las potencias islámicas asentada en el Norte de África y, por muy distintas razones, deciden abjurar del Cristianismo. Algo de lo que tendrán que dar cuenta ante las distintas Inquisiciones -francesa, española, italianas…- cuando regresen a esta orilla del Mediterráneo obligados por la fuerza, por pura casualidad o, incluso, por voluntad propia…
El conjunto de ese trabajo es un magnífico mosaico de eso que ahora se llama “experiencias vitales” y que hacen casi infinitas las razones que explicaban las razones por las que un buen católico francés, español, italiano… de aquellos siglos renegaba de su fe y se hacía musulmán. Desde admiración por aspectos de la religión mahometana -no representar físicamente las cosas sagradas, por ejemplo-, móviles sexuales tirando a sórdidos, disimular para encontrar la oportunidad de fugarse a territorio cristiano y otras…
En cualquier caso “Los cristianos de Alá” es toda una ejemplar lección de Historia sobre cómo deben manejarse fuentes como la que creó el juez Arizpe en octubre de 1813. Una lección a la que se pueden añadir muchas otras.
La primera, por ejemplo, que la lectura simple -y parcial- de un documento de hace doscientos años informa sólo muy relativamente de un hecho. Se trata, en efecto, tan sólo del testimonio de un grupo de personas que, por extenso que sea, no puede abarcar la experiencia vivida en esos mismos momentos por otros cientos o miles de personas en el radio de acción de esos hechos. Es preciso, como sabe cualquier historiador, contrastar ese documento con muchos otros -tantos como sea posible- para poder saber con más exactitud -y veracidad- qué ocurrió en determinado lugar y momento de la Historia. Es lo que se llama “autentificar” un documento, un proceso muy similar al que se usa en otras ciencias antes de dar por válido un experimento, o presentar en sociedad una nueva teoría.
En el caso de la instrucción del juez Arizpe, las observaciones de sir William Napier, oficial del Estado Mayor británico vertidas en su “Historia de la Guerra peninsular” -vieja conocida de los lectores de esta serie-, son verdaderamente valiosas.
En efecto, sir William corrobora en su obra, cuando habla de la destrucción de San Sebastián, aquello en lo que están de acuerdo la mayoría de los testigos de Arizpe: que las tropas bajo mando de Napier y el de otros oficiales británicos y portugueses, destruyen deliberadamente la ciudad, incendiándola, e infligiendo a sus habitantes supervivientes toda clase de vejaciones físicas y morales, matando a muchos de ellos, actuando de un modo tan inexcusable como indigno de gentes civilizadas. Hasta el punto de que muchos de sus compañeros hablan de los protagonistas de esa ordalía con desprecio y compasión hacia las víctimas de esos desmanes.
Así se corrobora, con ese contraste entre las palabras de las víctimas y las de uno de los mandos de los autores materiales de aquellos hechos, la autenticidad, la fiabilidad, de lo que a ese respecto dicen, con diferentes matices, esos 79 testigos.
Otros aspectos de ese documento elaborado por el juez Arizpe no tienen la misma suerte. No hay, por el momento, otras fuentes documentales, que corroboren algunos de los testimonios vertidos en esa información judicial. Es lo que ocurre, por ejemplo, con la hoy polémica cuestión de si realmente el general en jefe del Cuarto Ejército español, el portugalujo Francisco Xavier de Castaños y Aragorri, había dado órdenes de pasar a sangre y fuego la ciudad una vez fuera tomada por asalto.
En ese caso, reflejado en una pequeña parte de la instrucción ordenada por Arizpe, no hay, en efecto, documentación disponible que corrobore -como ocurría en el caso anterior- esas menos de diez declaraciones -de un total de 79- en las que algunos donostiarras se hacen eco de cierto rumor que corre incluso antes del incendio de la ciudad. El que decía que ese general, Francisco Xavier de Castaños y Aragorri, había dado orden de pasar a sangre y fuego la ciudad. Afirmación hecha por varios soldados portugueses y británicos que alguno de los testigos de Arizpe, caso del número 3, el presbítero de San Vicente y Santa María, rechazan como “absurda especie” con la que aquella soldadesca desmandada trataba de justificar lo que estaba haciendo. Un testimonio al que, curiosamente, no se dio ningún relieve en la lectura de este domingo organizada por la asociación “Donostia Sutan“ -“San Sebastián en llamas”, para los que nos leen más allá de las fronteras del euskera-, insistiendo en la más que supuesta responsabilidad del general Castaños de un modo casi enfermizo y, desde luego, muy poco de acuerdo con los métodos de investigación y divulgación de ese conjunto de hechos que, normalmente, llamamos “Historia”.
En efecto, otros documentos disponibles en torno a la conducta del citado general -alguno de ellos ya publicado en el número V de esta serie- muestran a un oficial al entero servicio de las autoridades publicas del territorio guipúzcoano recién liberado de la dominación napoleónica. Uno en el que por su parte no tomará ninguna clase de represalias que pudiéramos definir como “políticas”, a pesar de estar plagado, ese territorio recién liberado, de colaboracionistas -caso de Azpeitia y Tolosa- y de otros personajes con conductas políticas -de total afinidad con la revolución francesa de 1789 y la española de 1808- que al citado general Castaños, como saben quienes lo han estudiado, le entusiasmaban tan poco como lo mucho que irritaban a su buen amigo mylord Wellington.
Son sólo un par de ejemplos sobre el exquisito cuidado que se debe poner a la hora de transmitir “Historia” a un público no especializado, tal y como ocurrió en San Sebastián este último domingo, cuando se pretendió -según todos los indicios- que una simple lectura -parcial y muy sesgada- de un único documento ilustrase algo sobre esos hechos históricos de la penúltima campaña de las guerras napoleónicas, menos conocidos de lo que su importancia real exigiría.
La intención de lecturas como esa puede ser buena, pero el resultado dudoso, por todo lo dicho hasta ahora y más dudoso aún si tras ejercicios como ese hay algún ajuste de cuentas político con un pasado que nada sabía de cuestiones tales como un más que supuesto enfrentamiento entre “vascos” y españoles” a comienzos del siglo XIX con las guerras napoleónicas como telón de fondo. Ideas políticas tan ajenas a los habitantes del año 1813 como conceptos tales como “motor de explosión” o, por sólo poner un ejemplo más, “cohete interplanetario”.
Así las cosas, realmente no se debería invertir dinero público, ni alentar desde instituciones públicas, un manejo tan burdo, tan poco profesional, de una cuestión tan delicada como lo es el estudio y la transmisión de la Historia como el que se escenificó este domingo 25 de agosto de 2013 en algunas calles de la Parte Vieja donostiarra, reduciendo un episodio clave en las guerras napoleónicas -la batalla de San Sebastián y todas sus espantosas consecuencias- a un relato alterado de tal modo que cualquiera de los muchos especialistas en esa materia -las guerras napoleónicas-, tan seguida a nivel mundial, lo encontraría, en el mejor de los casos, risible, por no usar otros términos más contundentes.
El libro ‘ San Sebastián , 1813. Historia y memoria’, coordinado por Carlos Larrinaga, ofrece nuevas interpretaciones sobre la quema y reconstrucción de la ciudad hace doscientos años
La publicación se presentará este miércoles a las 20.00 horas en el museo San Telmo.
En un comunicado, Donostia Kultura ha explicado que, con motivo del bicentenario de la toma de San Sebastián a manos de las tropas británico-portuguesas y su posterior destrucción en 1813, los autores de este libro pretenden «arrojar nueva luz sobre los hechos acontecidos entonces, tratando de contrarrestar determinadas visiones interesadas que sobre este fatídico acontecimiento se están dando».
Para ello, partiendo de las investigaciones existentes y de la bibliografía clásica sobre el tema, los autores firmantes se proponen «actualizar esos datos con informaciones novedosas a partir de nuevas interpretaciones y de nuevas fuentes o bien sin estudiar o bien muy poco trabajadas».
La publicación, coordinada por Carlos Larrinaga, es obra del doctor en Antropología Social y Cultural por la Universidad del País Vasco (UPV/EHU) José Antonio Aspiazu, del catedrático de Historia Contemporánea de la UPV/EHU Luis Castells, del profesor Carlos Larrinaga, del catedrático de Historia Contemporánea Félix Luengo, del catedrático de Historia Contemporánea Antonio Moliner, de los historiadores Fermín Muñoz, Juanjo Sánchez y Jose María Unsain.
El libro apunta que el general Graham fue artífice de la toma de San Sebastián el 31 de agosto de 1813 y de su casi destrucción en los primeros días de septiembre. Además, señala que en el ataque no participaron efectivos del Ejército español.
El 31 de agosto de 1813 es una de las fechas negras en la historia de San Sebastián. El sábado se cumplen doscientos años de aquel fatídico día que marcó para siempre la vida de miles de donostiarras y de la propia ciudad. Las llamas que comenzaron en la calle Mayor dieron paso horas después al color negro de las cenizas en las casas y al olor a muerto en las calles.
Aún hoy no se sabe con exactitud los motivos que llevaron a las tropas anglo-portuguesas a cometer las atrocidades que se vivieron ese día en las calles de la Parte Vieja donostiarra. Escritos de la época y libros de historia describen el horror de los asesinatos, violaciones y vejaciones de los que fue escenario San Sebastián.
La penúltima campaña de las guerras napoleónicas (y XIII). Un balance histórico sobre un Bicentenario
2013 septiembre 9
Por Carlos Rilova Jericó y Álvaro Aragón Ruano
Llegados a este punto de las conmemoraciones del Bicentenario de diversos acontecimientos de la llamada “Guerra de Independencia” y del relato sobre la batalla de San Sebastián y otros hechos de la penúltima campaña de las guerras napoleónicas, ferozmente desarrollada en territorio alavés, guipuzcoano y navarro, creemos se hace necesario un balance, después de todo lo dicho y escrito en la serie de artículos que culmina hoy y en las diferentes publicaciones aparecidas en los últimos dos años.
La guerra contra Napoleón en el País Vasco parece zanjada tras la capitulación de los restos de la guarnición napoleónica acantonada en San Sebastián, que se ha convertido en la clave de bóveda a través de la cual, y gracias a los acontecimientos del 31 de agosto de 1813 -la caída de la ciudad y la victoria sobre el Mariscal Soult en San Marcial-, se ha desmoronado toda resistencia francesa en la Península, quedando abierto el sagrado territorio francés a la penetración del primer ejército aliado que pondrá el pie en ese corazón del imperio napoleónico. Algo que no tardará mucho en ocurrir, cuando mylord Wellington decida que su retaguardia en San Sebastián está bien asegurada y que aisladas guarniciones napoleónicas, como la de Pamplona, no suponen ningún peligro para sus planes de continuar su ofensiva, sin apenas descanso, por todo el Sudoeste francés, donde le aguarda Soult dispuesto a resistir a ultranza. Al menos hasta que pueda retomar la ofensiva…
Sin embargo, y al margen del interés que puedan tener esos hechos para todos los interesados realmente en la Historia de las guerras napoleónicas, sabemos que nuestra particular guerra histórica sobre los acontecimientos ocurridos ahora hace dos siglos en Navarra y el País Vasco y, en especial, en la estrecha franja que va de San Sebastián a la frontera de Irun, seguirán suscitando preguntas; debate al que nos parece oportuno -quizás incluso necesario- añadir este balance de lo que puede ser de verdadero interés y lo que simplemente son cortinas de humo destinadas a ofuscar el verdadero sentido de lo que se vivió -y, por supuesto, sufrió- en esa pequeña pero fundamental zona de los mapas de batalla de las guerras napoleónica.
La cuestión foral, las guerras napoleónicas y la destrucción de San Sebastián
Una de las primeras cosas que se deberían esclarecer a ese respecto, es la supuesta inquina contra los fueros vascos que algunos grupos y personas han exhibido como causa y motivo de la ordalía a la que es sometida San Sebastián -y su población civil- tras la derrota de la guarnición napoleónica que se ha hecho fuerte entre los muros de esa ciudad desde el 28 de junio al 31 de agosto de 1813, esperando el momento oportuno de dar la vuelta a esos acontecimientos bélicos.
A ese respecto es preciso dejar bien claro que con el advenimiento de la dinastía borbónica en el año 1700, y gracias al apoyo que durante la Guerra de Sucesión (1701-1713) prestaron las provincias vascas al pretendiente Borbón, a diferencia de lo que se produciría en el resto de territorios forales -como los catalanes o valencianos- que fueron víctimas de la Nueva Planta, los vascos, a partir de la tercera década del siglo XVIII, sobre todo en el caso guipuzcoano, disfrutarán de un fortalecimiento de la foralidad, en áreas tan estratégicas como la gestión forestal, el comercio o la administración local, que queda en manos de los notables locales que controlan los gobiernos forales sin demasiada intervención de Madrid o, en el peor de los casos, en una mutuamente beneficiosa convivencia en la que ambos poderes se complementan.
Un idilio político que, sin embargo, se verá roto a finales del siglo XVIII. El desencuentro entre la Corona y los guipuzcoanos, y entre los propios guipuzcoanos, en torno a la supresión o el mantenimiento de los Fueros, llegó a tal extremo que en un anónimo, próximo a los medios burgueses antiforalistas, redactado en 1789 -justo después de la enésima petición por parte del Consulado donostiarra para la modificación al menos parcial de los Fueros-, se hablaba en estos duros términos sobre la Diputación Foral de Gipuzkoa: “…la Diputación dormida, todo lo desprecia, nada hace, nada discurre, a nada se mueve y a todo se hace insensible ¿Qué Diputación es esta? Por eso dije no sabe lo que quiere, no lo entiende, ni lo quiere entender y que las cosas del comercio no son para todos.”.
La Guerra de la Convención puso de relieve en el año 1794 que esa ruptura de la sociedad guipuzcoana ya no tenía vuelta atrás y que, como en el resto de Europa, se iba a abrir un duradero conflicto entre los tradicionalistas, partidarios del Antiguo Régimen -y, por tanto, del sistema foral-, y los amigos de las ideas revolucionarias nada simpatizantes con ese mismo peculiar sistema foral.
El avance de las tropas de la Convención Francesa al sur del Bidasoa y la toma de San Sebastián, provocará una encarnizada escisión que se volvería a manifestar durante la Guerra de la Independencia y las Guerras Carlistas. Por un lado, surgió la llamada Junta de Guetaria, de ideas revolucionarias, y, por otro, la Junta de Mondragón, foralista, tradicionalista, y que ante el avance de los convencionales iría cambiando de sede.
De ahí surgirá lo que el duque de Mandas llamará en 1895 “La separación de Guipúzcoa”, en un estudio histórico sobre esos acontecimientos así titulado. Unos hechos que deben ser analizados en su contexto histórico, el de hace dos siglos, y no en el de ideas políticas -coetáneas al llamado “Bizkaitarrismo”, embrión del Nacionalismo vasco- cuyo origen y desarrollo debe situarse a finales del siglo XIX.
Así no deben llevarnos a equívoco las palabras de la petición de la comisión nombrada por la Diputación extraordinaria de Guipúzcoa -la acantonada en Getaria y partidaria de los revolucionarios franceses- para parlamentar con los comisarios Pinet y Cavaignac, enviados de la Convención, donde se reclama, en tercer lugar: “Que sea la Provincia independiente como lo fué hasta el año 1200”.
Sabemos perfectamente que en aquella fecha la provincia no era independiente, sino súbdito del Reino de Navarra. La independencia reclamada en 1794 debe pues ser entendida, por tanto, no como plena soberanía que no reconoce superior, sino como un mero reflejo de la teoría sobre la voluntaria incorporación de Gipuzkoa a Castilla que había sido desarrollada a finales del XVIII por figuras como el jurisconsulto Bernabé Antonio de Egaña.
En realidad, la libertad e independencia que se reclamaba era la de decidir a qué estado o soberano adherirse, sin plantearse siquiera el establecimiento de un estado realmente independiente.
En efecto, la propuesta que se hizo a los convencionales era la de la creación de una república independiente -de la Corona española- pero adherida automáticamente a la República Francesa o, más exactamente, convertida en uno de sus satélites (por no decir títeres), como la Cisalpina o la Batáva, poniendo así en práctica, en sintonía con aquel nuevo momento político, viejos proyectos de anexión de la costa cantábrica española acariciados tanto por diversas coronas a lo largo del siglo XVII y XVIII (intenciones incluso plasmadas en tratados más o menos secretos en 1668, 1698, 1699, 1700, 1719, 1794, 1795, 1808, 1810, 1813, 1814…), como por el imperio napoleónico, en el que un visionario Garat trazó el plan de la creación de un estado-títere agregado a la Francia imperial a partir de territorios como el guipuzcoano para formar Nueva Fenicia, Nueva Tiro y Nueva Sidón.
Esto es, departamentos o talasocracias satélite de Francia que combatiesen a la reina de los mares en esos momentos: Inglaterra. Una idea ya propuesta también en la Francia revolucionaria.
Así en 1795 Domec, Jefe del Departamento de las Landas, proponía adherir a la República el área que iba desde Socoa hasta Santander, ambas incluidas, con lo que se conseguirían “…veinte nuevos puertos (que) darán suficiente carrera a sus especulaciones de cabotaje y largo recorrido, Bilbao se convertirá en Burdeos, San Sebastián en Bayona y una frontera más extensa hará más fácil el comercio de piastras, lana, etc…”. De esa forma además, añadía, se adquirirían excelentes marinos, la República tendría las llaves de España por tierra y del Golfo de Gascuña por el mar, y, por último, el comercio de las tres provincias se asimilaría al de la República, por los mutuos intercambios, suponiendo ventajas para la República y perjuicios para los ingleses, siendo privados de comerciar y de la posesión de una rica colonia, sin parangón…
Según el discurso de esa teoría sostenida por la Diputación de Guetaria, Gipuzkoa -y solo Gipuzkoa, pues nada se dice del resto de territorios vascos- había sido independiente en la Alta Edad Media y, en diferentes ocasiones, por propia iniciativa, había decidido ponerse bajo la tutela de los reyes navarros o castellanos; precisamente en 1200, “hartos” de los supuestos excesos de los reyes navarros, Gipuzkoa se entregó voluntariamente a Castilla. Lo que ahora, en 1794, se había reclamado por una parte de los guipuzcoanos era exactamente lo mismo: “cansados” de los supuestos excesos de la Corona castellana pretendían separarse de ella para adherirse a la República Francesa como una república en la que se respetasen los Fueros a cambio de esas evidentes ventajas estratégicas y comerciales.
Sea como fuere, el caso es que tras la Paz de Basilea (1795), si bien muchos de los implicados en esos intentos de secesión de la corona española y de adhesión a la República Francesa se tuvieron que exiliar, fueron acusados de infidencia o traición, sufrieron el vilipendio, persecución y juicio de las instituciones guipuzcoanas leales -defendidas por militares profesionales de origen vasco como Gabriel de Mendizabal- e incluso un consejo de guerra en Pamplona, finalmente todos ellos fueron absueltos de los cargos que se les imputaban y su honor restaurado gracias al indulto que les concedió Carlos IV en el año 1800; sin duda, el rey era consciente de que era imprescindible cerrar este episodio lo antes posible para afrontar con la mayor unidad posible los retos que el futuro le tenía preparados, en un momento de alianza con la Francia de Napoleón, frente a Inglaterra.
De hecho, la práctica totalidad de los implicados en aquellos sucesos volvieron y permanecieron en Gipuzkoa durante la Guerra de Independencia, combatiendo a los ejércitos napoleónicos, como fieles súbditos del rey de España. Si bien es cierto que a partir de entonces el debate en torno a los Fueros se encendió (polémicas orquestadas y animadas por Llorente, Vargas Ponce…), los hechos acaecidos en 1794 ya habían cicatrizado mucho antes del inicio de la Guerra de la Independencia y estaban sobreseídos judicialmente.
Es, en definitiva, sencillamente absurdo plantearlos como el origen de la ordalía sufrida por San Sebastián en 1813, durante la reñida penúltima campaña de las guerras napoleónicas.
Más aún teniendo en cuenta que Getaria -o Tolosa, escenario en 1794 de las veleidades revolucionarias de los Carrese- no sufrió la más mínima represalia, pese a ser ocupadas respectivamente por tropas españolas desde primeros de julio y finales de junio de 1813…
El papel del general Castaños
Otra controversia relacionada con esos hechos es la participación del general Castaños, como supuesto principal autor intelectual de ellos, o la del general Álava como imprescindible cómplice de los mismos.
Creemos que ha quedado suficientemente claro en diferentes entregas de este blog la poca base de estas acusaciones. Castaños no tenía jurisdicción ni mando sobre las tropas angloportuguesas, había sido relevado de su mando sobre el Cuarto Ejército español, y sustituido por Freire, ya el 15 de junio, aunque siguió ocupando el cargo de manera interina hasta el 9 de agosto. No estuvo presente en el marco de las operaciones durante los días en que se produjo la última ofensiva. Entre el 18 de agosto y el 9 de septiembre se hallaba en Bilbao, donde se ofrecieron fastuosas celebraciones en su honor, como hijo del Señorío y héroe de Bailén y hay abundante documentación en la que se muestra como un entregado defensor de la población civil guipuzcoana… Por su parte, el general Álava tuvo una encendida correspondencia con Wellington -que se conserva en el archivo familiar del primero-, recriminándole en numerosas ocasiones y cartas la actuación de sus tropas.
Más allá de los donostiarras. Otras causas y otras víctimas de la batalla de San Sebastián
En torno a ese reparto del papel de verdugos y víctimas que se ha organizado en relación a la destrucción de San Sebastián el 31 de agosto de 1813, sí debemos tener muy en cuenta que ese error historiográfico sólo ha sido posible sacando de su contexto ese hecho histórico, aislándolo del resto de los acaecidos durante la penúltima campaña de las guerras napoleónicas, de la que forma parte esencial e indivisible.
Esa penúltima batalla de las guerras napoleónicas en territorio guipuzcoano -junto a la de San Marcial, no lo olvidemos- fue una tragedia, pero para todos, no solo para los donostiarras; también para los propios soldados defensores y atacantes. La batalla de San Sebastián fue un largo y encarnizado sitio, que duró 63 días de intensos bombardeos, escaramuzas y enfrentamientos, en los que tomaron parte soldados exhaustos -recordemos que prácticamente desde el 26 de mayo hasta el 1 de julio en que empieza el sitio aliado de Donostia, esas tropas no habían parado en su carrera por alcanzar a José I- y que llevaban mucho tiempo combatiendo en la Península Ibérica sujetos por tanto a un considerable estrés bélico y a una más que notable degradación física y psíquica que no podemos ingenuamente pasar por alto.
Los 79 testigos donostiarras que dieron su versión de los hechos claramente responsabilizan a las tropas británicas y portuguesas del asalto y destrucción de la ciudad. Muchos de ellos muestran su sorpresa ante la salvaje actitud de unos soldados a los que incluso auxiliaron tras el fracasado asalto de 25 de julio. No conciben cómo británicos y lusos pueden atacarles a ellos que son “españoles”, por tanto aliados, y que les han recibido al grito de “Vivan los aliados, Viva España”. Ahora bien, es importante subrayar de cara a futuros debates sobre esta cuestión, que dichos testimonios nos hablan de la buena fe de soldados y mandos que intentaron evitar los abusos y por ello fueron atacados e incluso asesinados por sus propios compatriotas, tal y como se subrayó en la entrega de la semana pasada. Por tanto, no debe generalizarse la actuación aliada, ya que encontramos diferentes perfiles entre la propia oficialidad y la soldadesca. Algunos trataron de proteger a la población y eso les costó su propia vida y otros se entregaron a la orgía destructiva. Lo que está claro, de acuerdo a diversa documentación -memorias como las de sir William Napier, los “dispatches” del alto mando británico…- es que Wellington murió creyendo que el incendio lo habían provocado los propios franceses y que sus angloportugueses no habían perpetrado semejantes atrocidades.
Por tanto, la clara intencionalidad por parte de los mandos superiores en esos hechos parece difícilmente probable, más allá de hipótesis sin ninguna prueba documental. No se puede decir lo mismo de los mandos intermedios y los soldados, muchos de los cuales incluso se jactaron de las barbaridades cometidas y, como explican los 79 testimonios, incendiaron intencionadamente con cartuchos mixtos las pocas casas que quedaban en pie aquel fatídico 31 de agosto; es decir, el tercio de los edificios que sobrevivió al bombardeo iniciado desde el 28 de junio de ese 1813.
¿Cuál fue, pues, la intencionalidad de esa destrucción sistemática perpetrada por algunos soldados y mandos intermedios que actúan en claro contraste con lo que hace el resto de la oficialidad y tropa que ha tomado la ciudad?. Todo parece indicar -por lo que nos dicen los 79 testimonios o los diarios del oficial español Matías de la Madrid, testigo de los hechos como militar del Cuarto Ejército español desplegado en Gipuzkoa en la fecha que la venganza, por la férrea resistencia de la plaza que, no lo olvidemos, fue la más tenaz de todas las que acontecieron en la península, pudo estar en el origen de esa saña tan metódica y deliberada; injustificable como acción de guerra.
El móvil comercial – esto es, que Inglaterra trató de deshacerse de un competidor- para llevar a cabo esa destrucción, aunque plausible, pues no debemos olvidar que las guerras napoleónicas fueron también guerras comerciales, es una hipótesis que a día de hoy es de difícil demostración, al menos hasta que nueva documentación aporte mayores argumentos.
Las cifras, en cualquier caso, son expresivas del alcance de esa tragedia para asaltantes y asaltados fuera cual fuera su origen. Según los “dispatches” de Wellington, las tropas británico-lusas sufrieron en San Sebastián, entre el 7 de julio y el 8 de septiembre de 1813, 3.793 bajas (967 muertos, 2.481 heridos y 345 desaparecidos). En la batalla de San Marcial, entre el 31 de agosto y el 1 de septiembre las bajas aliadas, es decir, británicas, españolas y portuguesas, sumaron 2.623 (400 muertos, 2.067 heridos y 156 desaparecidos). Los franceses, por su parte, sufrieron en el asedio a Donostia unas 2.200 bajas, sin que se pueda precisar de qué calidad, pues sobrevivieron unos 1.800 de los 4.000 soldados que se atrincheraron en la ciudad.
Por último, el número de muertos entre la población civil de San sebastián no fue muy alto; como describía Matías de la Madrid en su diario “Cual si la infeliz ciudad fuese de enemigos, los más implacables la saquearon cruelmente, mataron a varios de sus desdichados moradores, y por último la incendiaron,…”.
Según los 79 testimonios recabados por el juez Arizpe, el número de muertos -a pesar de que alguno de ellos lo cifra en 500, aunque de oídas- no sería superior a los 40; en cualquier caso y teniendo en cuenta que pudieron producirse otras muertes a consecuencia del incendio y los derrumbes de edificios quemados, el número de muertos civiles nunca superaría los 100, lo cual no deja de ser una tragedia, más aún teniendo en cuenta las violaciones producidas, aunque no afectaron a todas las mujeres de la ciudad, pues, como describen los testimonios, algunas lograron salvarse. Por tanto, ¿Genocidio?, ¿Holocausto?, ¿Masacre?. El término a aplicar estaría aún por valorar pero desde luego muy lejos, por cantidad, de palabras como “Genocidio”…
La tragedia de mayor magnitud se produjo con posterioridad, pues los 1.200 muertos que contabilizaba el Ayuntamiento de Donostia en mayo de 1814 se habían producido por la expansión de epidemias como el tifus, fruto de las condiciones de insalubridad en las que tuvieron que vivir los casi 2.000 habitantes de la destruida ciudad una vez que volvieron a ella, a partir de octubre de 1813.
Lo cierto es que se hace necesario, desde el punto de vista histórico, desglosar correctamente esa cifra. Muchos de los incluidos en ella son los propios soldados contendientes; en este sentido ha sido una verdadera lástima que durante el Bicentenario no se haya hecho un tratamiento equidistante de todas las víctimas, que lo fueron, o no se haya destacado que muchos de esos 1.200-1.500 muertos contabilizados como “donostiarras” eran, en realidad, soldados guipuzcoanos movilizados en los tres batallones de voluntarios de la provincia destinados a la ciudad para desescombrarla y protegerla de nuevos ataques enemigos o de algunos supuestos aliados de dudosa catadura, como los que la asaltan el 31 de agosto de 1813. También entre ellos se debería tener presente a unos 500 guipuzcoanos empleados, por orden de Wellington, en iguales tareas de desescombro que asimismo sufrieron esas duras condiciones y las sucesivas epidemias.
En cuanto a los daños materiales, sensu stricto, se debería tener presente que de las 600 casas existentes intramuros, sólo se salvaron 36, la mayoría en la calle Trinidad, hoy 31 de Agosto, y los destrozos se calcularon en unos 102 millones de reales de vellón.
Los días después de la tragedia, el proceso de reconstrucción de la ciudad y la guerra más allá del Bidasoa
El día 8 de septiembre finalizaba el sitio de San Sebastián, con la entrega y rendición de la fortaleza de Urgull por el General Rey. A partir de ese momento, la oligarquía y vecinos concejantes de San Sebastián, reunidos en la cercana Zubieta, acordaron la reconstrucción de la ciudad.
En principio, y a pesar de las demandas realizadas a unos y otros, ni los británicos aprontaron indemnización alguna, ni las instituciones provinciales ni la Regencia o la Corona, -todas ellas exhaustas a consecuencia de una guerra que, no lo olvidemos, continuó hasta 1815- pudieron auxiliar a San Sebastián.
Sin embargo, Fernando VII por Real Decreto de 1816 apadrinó la reconstrucción, lo que facilitó el comienzo de las obras, financió la reconstrucción de los edificios oficiales, como el Ayuntamiento y la Aduana, y permitió que, a fin de impulsar la reconstrucción, el ayuntamiento estableciera diferentes impuestos sobre el consumo de alimentos y vino, y echara mano de los derechos comerciales que se pagaban en Pasajes y en la frontera de Irun. Incluso instó e invitó al resto de puertos peninsulares a que destinaran una parte de sus peajes a la reconstrucción, pese a que esa medida finalmente no se llevó a efecto.
En agradecimiento por todo ello en 1828 se le hizo un fastuoso recibimiento en San Sebastián, donde se le reconoció en inscripciones en euskera y en castellano esa aportación fundamental.
Por su parte, la casa de comercio y banca Tastet, una de las pocas cuya sede donostiarra no había sido destruida durante el incendio de 31 de agosto de 1813, concedió un préstamo de medio millón de reales de vellón al Consulado y al Ayuntamiento de San Sebastián.
En realidad, la ciudad y sus comerciantes mantuvieron su actividad comercial al menos desde diciembre de 1813, como demuestran los registros de la Capitanía de Guerra y Marina; por tanto, y a pesar de la destrucción, Donostia siguió manteniendo su dinamismo comercial apenas pasados unos días desde su casi completa destrucción.
Esa, en definitiva, es la memoria que debería sobrevivir de este Bicentenario que cierra, o debería cerrar, los fastos iniciados con el recuerdo del levantamiento del 2 de mayo de 1808 en Madrid, que cambió, realmente, el curso de las guerras napoleónicas, como se comprobará en las laderas de San Marcial el 31 de agosto de 1813.
¿Podemos, sinceramente, decir, que esos hechos han sido recordados, conmemorados, honrados?. Desde el campo de la Historia tenemos serias dudas. Por diversas causas, como la mala gestión de un presupuesto municipal que se ha concretado en el desamparo casi absoluto de la investigación histórica, o el fomento de interpretaciones totalmente pseudohistóricas de hechos verdaderamente complejos como los descritos tanto en este último balance de la penúltima campaña de las guerras napoleónicas, como en los doce artículos anteriores. Unos que, tal y como se recordaba al iniciar esta serie que hoy concluye, todos los interesados deberían conservar para tener un retrato mínimamente histórico de esos hechos que se ha intentado conmemorar a lo largo de este año 2013 a riesgo, a fecha de hoy, de no disponer de nada mejor para llenar los anaqueles de sus bibliotecas como obra de referencia sobre lo que realmente ocurrió en San Sebastián, en la frontera pirenaíca, en Navarra… durante la penúltima campaña de las guerras napoleónicas que dieron comienzo a ese mundo tan distinto del de 1813, en el que hoy vivimos.