Regeneración

webHoy, en una crisis de identidad similar a la que siguió al desastre del 98, proliferan de nuevo los llamamientos a regenerar España. Cabe preguntarse si podemos aprender algo de la experiencia de nuestros bisabuelos

Hace unos cien años, en la España que transitaba del siglo XIX al XX, la palabra regeneración inundaba el lenguaje político. Su presencia era tan abrumadora que pocos historiadores dudan a la hora de calificar de regeneracionista el periodo comprendido entre la derrota colonial de 1898 y el comienzo de la Gran Guerra en 1914. Hubo entonces regeneracionismos de diversos colores, nacidos o reflotados al calor de la debacle ultramarina: católicos y liberales, vasquistas y españolizadores, empresariales y pedagógicos. Pío Baroja, en su novela “La busca1, de 1904, retrataba una zapatería que, en los barrios bajos de Madrid, ostentaba un desafiante cartel con el lema “A la regeneración del calzado”. “El historiógrafo del porvenir”, predecía Baroja, “seguramente encontrará en este letrero una prueba de lo extendida que estuvo en algunas épocas cierta idea de regeneración nacional”.

Hoy, en mitad de una crisis de identidad parangonable a la que siguió al desastre del 98, proliferan de nuevo las alusiones a la necesidad de regenerar España. Los movimientos que se declaran sucesores de los indignados del 15-M reclaman la regeneración del sistema político y social. Varios manifiestos de intelectuales sugieren medidas para lograrla. Las fuerzas parlamentarias han elaborado programas de regeneración, apellidada casi siempre democrática. El Gobierno, con motivo de la comparecencia forzada de su presidente en el Congreso de los Diputados, acaba de desempolvar los planes regeneradores que anunció tiempo atrás. Organismos tan distintos como las Universidades jesuitas y la Unión General de Trabajadores han exigido la regeneración de la vida pública.

Cabría, pues, preguntarse si estamos ante situaciones equiparables, o si puede aprenderse algo de la experiencia vivida por nuestros bisabuelos. Desde luego, los paralelismos entre el pasado y el presente no deben llevarse demasiado lejos: la España de 1900 era un país pobre y aislado, con un 60% de analfabetos y donde el sector agrario ocupaba a la mayor parte de la población activa; ahora hablamos de un país todavía rico —en términos relativos— e integrado en la comunidad internacional, en el que el analfabetismo ha desaparecido, abundan los trabajadores poco cualificados pero también los titulados superiores y predomina una economía de servicios. Y, sin embargo, no resulta difícil encontrar, en los discursos y actitudes que conforman las culturas políticas de los españoles, continuidades muy apreciables. Como si, ante la crecida de las dificultades, acudiéramos a interpretaciones y proyectos familiares.

A pesar de su heterogeneidad, los viejos y los nuevos regeneracionismos comparten un rasgo esencial: la denuncia de la gran distancia que separa a las élites políticas de los ciudadanos, que en absoluto se ven representados por quienes ejercen el poder. Ese abismo entre gobernantes y gobernados implica una alarmante falta de legitimidad, una amplia desconfianza hacia un sistema político cuyos elementos básicos se consideran artificiales e ineficaces. Los nuevos regeneracionistas señalan la existencia de grandes bolsas de corrupción y culpan a los partidos de convertirse en mesnadas de parásitos que viven a costa del Estado, y de que sus integrantes forman oligarquías que sólo sirven a sus propios intereses, no al bien común, por lo que a nadie sorprende la desafección cívica.

La condena de los abusos tiene comocorolario el desprecio por los mecanismos representativos y el rechazo de la ley electoral que segrega a las formaciones minoritarias. Para los críticos más ácidos, las elecciones son cosa de caciques y pasto de engaños populistas. Y el Parlamento, centro del pasteleo entre partidos, sufre ataques de especial ferocidad: “La cristalización y quinta esencia del régimen oligárquico, y al propio tiempo su disfraz, (…) es cabalmente el Parlamento”. Esta diatriba de Joaquín Costa, el más influyente de los escritores regeneracionistas, podría figurar entre los textos de referencia de quienes hace poco llamaban a asediar el Congreso.

Nuestros ancestros regeneracionistas recetaron variados remedios a las enfermedades que diagnosticaban: algunos se conformaban con mejorar el funcionamiento de las instituciones vigentes, con cambios en las leyes electorales; otros confiaban en soluciones a largo plazo, culturales o económicas; y otros preferían una buena conmoción violenta que acabase de un mandoble con la gusanera enquistada en los bancos parlamentarios.

Sin embargo, los propósitos regeneradores modernos disfrutan en la actualidad de ventajas antes desconocidas: elecciones; jueces y funcionarios independientes, y, sobre todo, una opinión pública mucho más formada, alimentada por una ciudadanía cada vez más consciente de sus derechos y de las posibilidades que ofrece una democracia abierta.

La crisis social y la descomposición de la política exigen la reforma, cuando no el cambio, de la constitución.

Y entre las antiguas herramientas regeneracionistas la mejor proviene del énfasis en la educación y en el desarrollo científico como motores del progreso. La atmósfera que rodeó 1898 se empapó de pedagogía y en los años siguientes se expandió una moral que asociaba la europeización de España con el avance de la ciencia. Gentes como las vinculadas a la Institución Libre de Enseñanza, que colaboraron de manera entusiasta en las empresas y políticas regeneradoras, convencieron a casi todo el mundo de lo crucial que resultaba disponer de una sociedad educada y llena de profesionales internacionalizados. En treinta años, el porcentaje de analfabetos se redujo a la mitad y la ciencia experimentó un auge asombroso. Sin embargo nuestras miopes autoridades desprecian la labor de los centros educativos públicos y apenas se inmutan cuando dejan los institutos de investigación al borde de la quiebra. En plena era de la globalización y de la economía del conocimiento, sólo la competencia basada en el saber —no en una mano de obra barata, ignorante y resignada— nos sacará del marasmo.

Tomado de JML

1Que dio origen a la película del mismo título y que tuvimos oportunidad de ver el año pasado en el marco del “ciclo de literatura y cine” que se celebra en la casa de cultura de Aiete

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