4 comentarios en “El diputado David Fernández (CUP) enseña la zapatilla a Rato”
Arcaf
Esta imagen de Fernández blandiendo un zapato en sede parlamentaria y sus acusaciones al imputado Rato han sido objeto de burdos comentarios en general.
Desde la izquierda se están dando dos tipos de reacciones:
La primera, la más extendida, es entender que efectivamente la actividad parlamentaria se encuentra en manos de unas pocas personas ilustres y sometida a los intereses económicos dominantes, que son los del neoliberalismo, por tanto, que en un sitio como ese el único recurso posible es adaptarse a las formas y hacer propuestas que puedan ser viables para los intereses dominantes. Esta sería, a grandes rasgos y con contadas excepciones, la actitud que Iniciativa per Catalunya-Verds (ICV) e Izquierda Unida (IU) tienen en su actividad parlamentaria. No es extraño, por tanto, que Cayo Lara haya descalificado la actuación de David Fernández . Normalmente nos plantearíamos que esta es la forma seria que la izquierda tiene de hacer política: con buenos modales, formas correctas y planteando propuestas asumibles.
La segunda posible reacción frente a la actual situación consiste en entender que un Parlamento es un lugar destinado a la política y David Fernández lo ha aprovechado. Observemos que la única razón por la cual ha podido estar cara a cara con Rodrigo Rato es por su condición de diputado; y que el único motivo por el cual ha podido enseñarle un zapato y llamarle “gángster” sin ser detenido y acusado de algo muy grave, es por su condición de diputado.
Uno tiende a estar de acuerdo consigo mismo, pero a veces exagera. El acuerdo total con lo que uno piensa o hace es el germen del desprecio al otro o al argumento del otro. Y el epítome dialéctico de esta tendencia del ego acostumbrado a decirse sí es la demagogia.
El colmo de esta tendencia a exagerar el acuerdo con uno mismo es la sandalia esa que hemos visto en el Parlament de Catalunya. El hombre que la blande está de acuerdo consigo mismo hasta tal punto que considera lícito servirse de tal calzado, que esgrime como un arma, para introducirse en la historia del otro y resumirla con el adjetivo con el que lo despide. Le dice: “Adiós, gánster”. Antes le ha preguntado si siente miedo. Es consciente, pues, de que puede amedrentarle, y herirle con sus gestos y palabras.
Usted es un gánster, le deja dicho. Se despide, pues, de un delincuente. O sea, él ya ha juzgado; el hombre que tiene delante no está allí en juicio ni el hombre que blande la sandalia es un juez, ni siquiera un fiscal; es un parlamentario; está allí ungido para que hable y escuche; entre los útiles que recibió cuando ocupó el escaño no está, seguramente, esa sandalia, y es improbable también que se le hayan procurado útiles distintos de los que cualquiera tiene en un pupitre.
Pero él se agrandó sobre sí mismo y decidió juzgar y amenazar. No me ha parecido bien. En realidad, no me parece bien ninguna clase de insulto; pero ahora parece que corre la especie de que el insulto es también una opinión. No es una opinión: es una agresión, aunque se haga sin sandalia. Quien insulta demuestra una estima muy alta de sí mismo; a partir de ahí no necesita información del contrario; si tiene público, además, recibirá de los otros que están con él, pues requiere aprobación, aplauso, la reverencia que se ofrece a los héroes autoimpuestos. Qué bien has estado, cabrón. Si el insulto contiene, además, alguna comprobación física (es que el tipo, además, es un enano, y mira cómo ha engordado, dale duro) para que la burla sea tan brutal como merece el contrario.
Por esa vía hemos llegado a la sandalia. Se ha estimulado ahora la sensación de que eso no se hace en un Parlamento, como si se pudiera hacer en la calle. Como si uno fuera por esos mundos con una sandalia en la mano para afear al taxista que te cobre de más o al panadero que te da un pan de la víspera. La sensación que a mí me produjo el hombre de la sandalia es la misma que me producen mis colegas, o yo mismo, cuando nos subimos al pedestal desde el que oteamos las falencias ajenas como si nosotros, el que escribe esta columna, otros que tienen igual privilegio, no hubiéramos recurrido a veces a la demagogia, con o sin sandalia; ¿somos perfectos incluso con la sandalia en la mano? La sandalia de este parlamentario es un objeto que se pone en el pie (qué cuento haría Cortázar de la sandalia fuera del pie), pero que él lleva en la mano. Esa dislocación de la sandalia es lo que la pone en el sitio del insulto. El hombre debería pedir disculpas y luego ponerse a buscar entre los papeles y las cifras el argumento que quería decir antes de que se decidiera por el nefasto argumento de la sandalia.
Juan Cruz
Estamos condenados a vivir deprisa, incluso aquellas personas que, como Juan Cruz, persona reposada y con ese aire tranquilo que le viene de los aires de sus islas.
Tenemos que escribir la columna semanal o diaria y escribir de lo que nos sale al paso: una fotografía, una portada de periódico, un vídeo repetido, un comentario recurrente en las tertulias.
Y además con el aliento de los medios de masas soplándonos en el cogote (¡Estoy viendo a Inda del “El Mundo” cómo se desgañitaba en insultos al parlamentario de la “sandalia”).
Dice muy bien Juan Cruz “Quien insulta demuestra una estima muy alta de sí mismo” y que Dios nos libre de esos cretinos chulos (por ciero tantos años sufriéndolos por nuestra tierra).
Si Juan hubiera visto la intervención entera del parlamentario, David Fernández, creo que se llama, probablemente su opinión hubiera sido más moderada, como suele ser habitual en él. A Rato le preguntó si sentía miedo, no para amedrentarle, menuda cara más dura tienen los banqueros -y menuda memoria histórica tienen en Cataluña- sino para decirle que su gestión, la que le ha convertido en una de las personas más ricas de España, ha dejado a mucha gente en la miseria y el miedo de verdad es el que circula todos los días por el sistema nervioso de los pobres.
Herir con gestos y palabras no es ni siquiera venganza.
Esta imagen de Fernández blandiendo un zapato en sede parlamentaria y sus acusaciones al imputado Rato han sido objeto de burdos comentarios en general.
Desde la izquierda se están dando dos tipos de reacciones:
La primera, la más extendida, es entender que efectivamente la actividad parlamentaria se encuentra en manos de unas pocas personas ilustres y sometida a los intereses económicos dominantes, que son los del neoliberalismo, por tanto, que en un sitio como ese el único recurso posible es adaptarse a las formas y hacer propuestas que puedan ser viables para los intereses dominantes. Esta sería, a grandes rasgos y con contadas excepciones, la actitud que Iniciativa per Catalunya-Verds (ICV) e Izquierda Unida (IU) tienen en su actividad parlamentaria. No es extraño, por tanto, que Cayo Lara haya descalificado la actuación de David Fernández . Normalmente nos plantearíamos que esta es la forma seria que la izquierda tiene de hacer política: con buenos modales, formas correctas y planteando propuestas asumibles.
La segunda posible reacción frente a la actual situación consiste en entender que un Parlamento es un lugar destinado a la política y David Fernández lo ha aprovechado. Observemos que la única razón por la cual ha podido estar cara a cara con Rodrigo Rato es por su condición de diputado; y que el único motivo por el cual ha podido enseñarle un zapato y llamarle “gángster” sin ser detenido y acusado de algo muy grave, es por su condición de diputado.
Uno tiende a estar de acuerdo consigo mismo, pero a veces exagera. El acuerdo total con lo que uno piensa o hace es el germen del desprecio al otro o al argumento del otro. Y el epítome dialéctico de esta tendencia del ego acostumbrado a decirse sí es la demagogia.
El colmo de esta tendencia a exagerar el acuerdo con uno mismo es la sandalia esa que hemos visto en el Parlament de Catalunya. El hombre que la blande está de acuerdo consigo mismo hasta tal punto que considera lícito servirse de tal calzado, que esgrime como un arma, para introducirse en la historia del otro y resumirla con el adjetivo con el que lo despide. Le dice: “Adiós, gánster”. Antes le ha preguntado si siente miedo. Es consciente, pues, de que puede amedrentarle, y herirle con sus gestos y palabras.
Usted es un gánster, le deja dicho. Se despide, pues, de un delincuente. O sea, él ya ha juzgado; el hombre que tiene delante no está allí en juicio ni el hombre que blande la sandalia es un juez, ni siquiera un fiscal; es un parlamentario; está allí ungido para que hable y escuche; entre los útiles que recibió cuando ocupó el escaño no está, seguramente, esa sandalia, y es improbable también que se le hayan procurado útiles distintos de los que cualquiera tiene en un pupitre.
Pero él se agrandó sobre sí mismo y decidió juzgar y amenazar. No me ha parecido bien. En realidad, no me parece bien ninguna clase de insulto; pero ahora parece que corre la especie de que el insulto es también una opinión. No es una opinión: es una agresión, aunque se haga sin sandalia. Quien insulta demuestra una estima muy alta de sí mismo; a partir de ahí no necesita información del contrario; si tiene público, además, recibirá de los otros que están con él, pues requiere aprobación, aplauso, la reverencia que se ofrece a los héroes autoimpuestos. Qué bien has estado, cabrón. Si el insulto contiene, además, alguna comprobación física (es que el tipo, además, es un enano, y mira cómo ha engordado, dale duro) para que la burla sea tan brutal como merece el contrario.
Por esa vía hemos llegado a la sandalia. Se ha estimulado ahora la sensación de que eso no se hace en un Parlamento, como si se pudiera hacer en la calle. Como si uno fuera por esos mundos con una sandalia en la mano para afear al taxista que te cobre de más o al panadero que te da un pan de la víspera. La sensación que a mí me produjo el hombre de la sandalia es la misma que me producen mis colegas, o yo mismo, cuando nos subimos al pedestal desde el que oteamos las falencias ajenas como si nosotros, el que escribe esta columna, otros que tienen igual privilegio, no hubiéramos recurrido a veces a la demagogia, con o sin sandalia; ¿somos perfectos incluso con la sandalia en la mano? La sandalia de este parlamentario es un objeto que se pone en el pie (qué cuento haría Cortázar de la sandalia fuera del pie), pero que él lleva en la mano. Esa dislocación de la sandalia es lo que la pone en el sitio del insulto. El hombre debería pedir disculpas y luego ponerse a buscar entre los papeles y las cifras el argumento que quería decir antes de que se decidiera por el nefasto argumento de la sandalia.
Juan Cruz
Estamos condenados a vivir deprisa, incluso aquellas personas que, como Juan Cruz, persona reposada y con ese aire tranquilo que le viene de los aires de sus islas.
Tenemos que escribir la columna semanal o diaria y escribir de lo que nos sale al paso: una fotografía, una portada de periódico, un vídeo repetido, un comentario recurrente en las tertulias.
Y además con el aliento de los medios de masas soplándonos en el cogote (¡Estoy viendo a Inda del “El Mundo” cómo se desgañitaba en insultos al parlamentario de la “sandalia”).
Dice muy bien Juan Cruz “Quien insulta demuestra una estima muy alta de sí mismo” y que Dios nos libre de esos cretinos chulos (por ciero tantos años sufriéndolos por nuestra tierra).
Si Juan hubiera visto la intervención entera del parlamentario, David Fernández, creo que se llama, probablemente su opinión hubiera sido más moderada, como suele ser habitual en él. A Rato le preguntó si sentía miedo, no para amedrentarle, menuda cara más dura tienen los banqueros -y menuda memoria histórica tienen en Cataluña- sino para decirle que su gestión, la que le ha convertido en una de las personas más ricas de España, ha dejado a mucha gente en la miseria y el miedo de verdad es el que circula todos los días por el sistema nervioso de los pobres.
Herir con gestos y palabras no es ni siquiera venganza.
Muy interesante el blog|