Una ciudad no es un mero contenedor de vecinos. Reducirla a una marca supone gobernarla como si fuera una empresa privada y renunciar a la gestión como instrumento para mejorar la vida de sus habitantes
Aunque a alguien un poco despistado le pueda parecer, desde fuera, un tanto raro que un filósofo se preocupe por la cuestión de la ciudad, es, a poco que se piense, la cosa más natural de este mundo. De hecho, el celebrado pensador alemán Peter Sloterdijk tiene escrito en su libro Esferas IIlo siguiente: “Es un hecho completamente decisivo y nunca apreciado en toda su importancia el que todas las grandes culturas sean culturas de ciudad. El ser humano superior de la segunda era y es un animal constructor de ciudades”.
Son afirmaciones ciertamente rotundas, casi solemnes, que nos invitan a reflexionar con un poco de detenimiento en este asunto. Si Sloterdijk le concede tanta importancia a la ciudad es porque es capaz de verla en toda su importancia, en toda su trascendencia. Una ciudad no es un poblado, ni un asentamiento, ni un campamento a la orilla de un río o cerca del mar. Y si a alguien este lenguaje le sonara un tanto primitivo o arcaico, podríamos plantear lo mismo de forma algo más elaborada: una ciudad no es un mero espacio común, creado para compartir servicios y recursos. En definitiva, una ciudad no es —porque dejaría de ser ciudad— un mero contenedor de vecinos.
Las ciudades son el lugar en el que se expresa, en el que se materializa, la voluntad de los individuos de vivir juntos. El lugar donde se hace real eso que solemos llamar sociedad (hasta el punto de que bien podría decirse que la ciudad es la sociedad que tenemos más a mano) y que, sin la visibilización que proporciona lo urbano, alguien podría considerar que no deja de ser una mera abstracción. La ciudad es, pues, un espacio de convivencia de muchas personas, con todo lo que ello comporta.
¿Y que comporta, por cierto? Tal vez una de las cosas más importantes sea que, por formularlo con un lenguaje coloquial, en la ciudad no cabe ir por libre. Porque ella constituye el espacio de la interacción, de la interactuación de muchos, y para que ello no sea ocasión de permanentes conflictos y tensiones, esto es, para que el tejido ciudadano no se desgarre y la ciudad no se desangre, hace falta mantener un delicado equilibrio entre los intereses de todos.
Así, cuando, pongamos por caso, un poder municipal decide arrasar lo que era una plaza, utilizada por los ancianos y los niños de la zona como modesto pulmón y lugar de encuentro, para reconvertirla en aparcamiento al servicio de los usuarios de vehículos, está alterando violentamente el ecosistema del barrio. Cuando algún responsable político decide aprovechar el derribo de antiguos bloques de viviendas para abrir una gran avenida que “facilite el tráfico rodado” muy probablemente está partiendo en dos un barrio y, por tanto, dificultando el contacto entre personas que hasta el momento coincidían con fácil naturalidad (¿alguien ha pensado alguna vez en la profunda y dolorosa sensación de impotencia que tienen todos esos ancianos que, por más que se apuren, no les alcanzan las fuerzas para atravesar a pie una gran avenida en el tiempo que les concede el semáforo para peatones?).
El delicado equilibrio que caracteriza a la ciudad es el que caracteriza a un organismo vivo. No es, por tanto, un equilibrio estático (en el que el valor supremo fuera intentar mantenerlo todo como estaba en un supuesto momento óptimo del pasado, defendiéndolo de las agresiones de lo nuevo que no deja de irrumpir), sino un equilibrio dinámico (en el que los elementos por armonizar son los intereses de múltiples vecinos que, como seres humanos, no dejan de cambiar, como la vida misma, porque nacen y mueren, y a lo largo de sus existencias van teniendo variables necesidades).
En ese sentido, podríamos añadir, la ciudad no es solo la materialización de la sociedad, sino también de la historia, porque en pocos lugares se hacen más visibles las transformaciones que lleva a cabo el paso del tiempo sobre todos nosotros que en el paisaje urbano. O podríamos cambiar de metáfora (para referirnos a la ciudad) y sustituir la del organismo vivo por la de caja resonancia. Siempre que dejáramos claro que se trata de una caja de resonancia de extraordinaria precisión, en la que resuenan de inmediato, para bien y para mal cualesquiera cambios que se produzcan.
Pero si estos rasgos convierten en extremadamente atractiva la vida en la ciudad, también hacen complicado en gran medida su gobierno. No es cierto el tópico, que tanta difusión obtuvo hace unas décadas, según el cual en cuanto una ciudad alcanza un determinado tamaño inexorablemente esta circunstancia convierte a sus habitantes en mero número, aplastados por el peso de la muchedumbre, condenados a la irrelevancia del anonimato. Disponemos de muchos contraejemplos que nos muestran que incluso las mayores megalópolis (pienso en la propia Nueva York, representada como paradigma de lo impersonal durante décadas) pueden transformarse y regenerar su vida vecinal. Como tampoco es una fatalidad o una condena del destino que las ciudades atractivas para el turismo deban degradar a los vecinos a la condición de meros extras de un parque temático urbano o, peor aún, a la de encargados del mantenimiento de la representación.
Todo lo anterior no tiene nada de retórica (ni menos de filosofía, aunque lo esté planteando un filósofo). No es retórica, sino política. Porque de la tesis anterior, según la cual la ciudad es el lugar donde se materializa nuestra voluntad de vivir juntos, se desprende, de manera inexorable, la tesis de que es el lugar donde de manera más afinada se pueden pulsar los intereses y los deseos de los ciudadanos. De ambas tesis se desprenden a su vez consecuencias políticas —nada menores, por cierto— tanto en positivo como en negativo. En negativo, la tesis de que el mercado no es capaz de hacer ciudades, como a algunos de nuestros más audaces neoliberales les gustaría poder pensar. En positivo, la de que los mecanismos de poder en manos de los Gobiernos de las ciudades pueden constituir formidables mecanismos de redistribución. Quizá los más eficaces en este momento.
El poder en manos del gobierno local puede convertirse en un formidable mecanismo de redistribución
“marca Barcelona” (específica)
Pensemos, por referirme al caso que mejor conozco, en la distancia que separa la cada vez más frecuente expresión “marca Barcelona”, muy cara al actual equipo de Gobierno (de CiU) de la ciudad, de aquella otra expresión, que tanta fortuna hizo en su momento, “modelo Barcelona”. Me inquietaría profundamente que estuviéramos asistiendo, si se me permite la expresión, a la privatización de la ciudad. No tanto porque se estuviera poniendo a la venta —cosa imposible por definición— como porque se estuviera concibiendo su Gobierno y su gestión en términos de empresa privada: rentable, eficiente, competitiva…, en vez de como un poderoso instrumento para la mejora de la vida de los vecinos.
Tal vez alguien pueda pensar que exagero en mi suspicacia, que soy hipersensible ante actitudes y medidas que solo tienen un carácter técnico, sin la menor carga ideológica o política. No niego ni mi hipersensibilidad hacia según qué asuntos ni mi severa desconfianza hacia según qué gestores de la cosa pública. Pero, qué quieren que les diga (y solo a título de ejemplo, mera paráfrasis de las palabras de un siniestro), cada vez que escucho o leo la palabra “externalización” me llevo la mano a la pistola.
Barcelona no es solo la capital de Cataluña: es la imagen viva de otra Cataluña, distinta a la Cataluña prefabricada, uniformista y uniformada que nos quieren persuadir por tierra, mar y aire que es la Cataluña real, tal vez porque los encargados de la persuasión nunca han terminado de distinguir bien entre real y oficial. Mejor lo digo con estas otras palabras: política municipal es —mal que les pese a los meros gestores— política con mayúscula.
Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona. Autor del libro Filósofo de guardia (RBA).Aunque a alguien un poco despistado