El proyecto de reforma de ley del aborto supone la consideración de la mujer como un ser débil y vulnerable que no puede tomar decisiones por sí misma.
La nueva ley hace que el aborto deje de ser un derecho en España. Se convierte en una circunstancia médica en la que se aplican toda una serie de controles y obstáculos para que sea otra persona la que tome la decisión definitiva sobre el embarazo. Y no vale que sea una sola persona o alguien que trabaje en el centro sanitario en el que se realizará la operación. Se trata de evitar que la mujer reciba el visto bueno de alguien cuya función primera es la preocupación por su salud, que tiene la obligación profesional de atenderla. Ahora ella pasará a ser un caso clínico que deberá ser examinado sin que la voluntad de la mujer sea un factor relevante.
El TC no se atrevió a ilegalizar el aborto en atención a sus creencias morales, porque suponía que eso sólo serviría para forzar una futura reforma constitucional en el caso muy probable de que la opinión pública rechazara su veredicto. No hay que olvidar que el artículo 15 de la constitución se redactó así precisamente para que en el futuro fuera posible la legalización del aborto. Otros países que no quisieron dar este paso cuentan con restricciones constitucionales que lo impiden.
La reforma aumenta de tres a siete días el periodo de tiempo en que una mujer debe tomar la decisión cuando está dentro de los supuestos legales, previa información de “alternativas” a ese paso, porque se da por hecho que una mujer no tiene raciocinio o voluntad suficientes. Se supone que la mujer ha aparecido en un centro de salud sin haber reflexionado sobre un asunto tan grave. Debe ser atendida como si fuera una enferma, aconsejada y, en definitiva, condicionada.
Si una mujer pretende interrumpir su embarazo, está negando su propia condición, perdiendo así un elemento fundamental de su identidad; en el universo moral de Gallardón, esa mujer es sospechosa.
Ante esta reforma, sólo caben dos posturas. En primer lugar, ayudar a cualquier mujer que se vea obligada a ignorar la ley en una situación límite. Y después, tenerlo en cuenta en las próximas elecciones. Este tipo de leyes pueden aprobarse porque un partido gana unas elecciones.
Basado en un artículo de Iñigo Sáenz de Ugarte
La reforma sobre el aborto que pretende el Gobierno supone otra muestra de autoritarismo en materia penal. Dicha modificación legal es innecesaria, pues existe una aceptación colectiva muy amplia de las normas actuales sobre la materia, que resultan adecuadas a nuestra realidad social. Y es manifiestamente contraria a la evolución en valores que ha tenido el conjunto de nuestra sociedad. De hecho, en muchos aspectos nos hace regresar en el túnel del tiempo a la época preconstitucional.
El derecho penal solo debe establecer las prohibiciones más esenciales para garantizar la convivencia. No puede utilizarse para imponer una moralidad determinada al conjunto de la ciudadanía. En un Estado aconfesional no resulta admisible aplicar dogmas de fe a toda la población. Debemos compartir con Ronald Dworkin que las leyes no se pueden perfilar desde una moralidad que se nutre de tópicos, reacciones emocionales o prejuicios antiguos. Ni tampoco desde la imposición de verdades últimas al conjunto de la sociedad. Con esta perspectiva institucional se erosionan los principios básicos de convivencia en una sociedad plural, en lugar de respetarse la libertad y las opciones legítimas de cada persona. Como señaló Herbert Hart, las sociedades no presentan una moral unitaria, unánime o eterna, sino que se definen por su pluralidad social y por la evolución de sus creencias.
Con esta reforma el Gobierno demuestra que no es capaz de gobernar para la mayoría de la sociedad. Y que no tiene inconveniente en atacar los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres. Provocará importantes desigualdades sociales, en un déjà vu que parece inquietante. Quienes tengan recursos económicos podrán seguir abortando con toda libertad en el extranjero, como ocurría en los tiempos del franquismo. Sin embargo, quedarán condenadas a interrumpir su embarazo en la clandestinidad las mujeres sumergidas en los espacios cada vez más amplios de la precarización social, con serios riesgos para su integridad.
Resulta poco comprensible la actuación de un Gobierno que recorta constantemente las ayudas familiares y al mismo tiempo criminaliza la interrupción voluntaria del embarazo. Todavía resulta más grave la contradicción entre obligar a las mujeres a tener descendencia en el caso de malformaciones físicas o psíquicas y, al mismo tiempo, retirar las ayudas a la dependencia.
El Gobierno se había distinguido por utilizar el derecho penal del enemigo contra la disconformidad social. Cualquier manifestante le parece peligroso, merecedor de sospechas y generador de riesgos que hay que conjurar desde los poderes públicos. Con el aborto el Gobierno amplía su perspectiva, en esta línea que nos está llevando a las restricciones de libertades más intensas de la democracia. Ahora las mujeres son el enemigo.
Joaquim Bosch es magistrado y portavoz de Jueces para la Democracia