1 comentario en “Este «muro carcelario» divide el barrio”
El automóvil y el espacio público
Algunos de los movimientos sociales más creativos de las últimas dos décadas, como los ciclistas de la Masa Crítica o el lúdico Reclaim the Streets, toman como enemigo lo que para muchos es un símbolo de libertad: el automóvil. Tiempo atrás, a comienzos del siglo XX, Henry Ford logró reducir a un tercio el costo del auto al introducir la cadena de montaje.
Sumado esto a una estrategia empresarial consistente en dar facilidades a sus empleados para adquirir los productos que ellos mismos fabricaban y más tarde con las políticas keynesianas, destinadas a aumentar el poder adquisitivo de los obreros, el éxito del modelo fordista corrió a la par que la generalización del automóvil. Su extensión a las clases populares revolucionó el espacio público. Los ecosistemas del planeta soportan hoy más de 1.050 millones de vehículos. Casi la cuarta parte circulan en los USA. Pero, junto con la preocupante cuestión ecológica y la creciente injusticia medioambiental, quienes más tienen, más privan a los que menos tienen de un entorno saludable, el automóvil es crítico en ese sentido.
No hay nada neutro en su historia, tampoco en la del urbanismo. A mediados del XIX, la remodelación de París a la que tanto debe su belleza actual, cambió con sus nuevas avenidas la fisonomía de la ciudad. El tipo de transporte y la funcionalidad de las infraestructuras urbanas son siempre políticos. Aquí el objetivo era explícito. Los pobres, los delincuentes, las prostitutas fueron evacuados del centro urbano, donde las calles sinuosas les daban cobijo. Las amplias avenidas pretendían ser útiles para ventilar el espacio de modo que no se concentrasen las “miasmas”; también permitían al ejército entrar con paso marcial en caso de revueltas.
Empresas como Standard Oil y General Motors declararon la guerra al transporte público, comprando las compañías municipales para luego cerrarlas. Y es que existe un estrecho vínculo no se puede obviar entre la destrucción del espacio público y el automóvil. El automóvil, como forma antisocial de transporte, contribuye a forjar la anticiudad. Consume el espacio común, condición de democracia.
Antón Fernández de Rota
Algunos de los movimientos sociales más creativos de las últimas dos décadas, como los ciclistas de la Masa Crítica o el lúdico Reclaim the Streets, toman como enemigo lo que para muchos es un símbolo de libertad: el automóvil. Tiempo atrás, a comienzos del siglo XX, Henry Ford logró reducir a un tercio el costo del auto al introducir la cadena de montaje.
Sumado esto a una estrategia empresarial consistente en dar facilidades a sus empleados para adquirir los productos que ellos mismos fabricaban y más tarde con las políticas keynesianas, destinadas a aumentar el poder adquisitivo de los obreros, el éxito del modelo fordista corrió a la par que la generalización del automóvil. Su extensión a las clases populares revolucionó el espacio público. Los ecosistemas del planeta soportan hoy más de 1.050 millones de vehículos. Casi la cuarta parte circulan en los USA. Pero, junto con la preocupante cuestión ecológica y la creciente injusticia medioambiental, quienes más tienen, más privan a los que menos tienen de un entorno saludable, el automóvil es crítico en ese sentido.
No hay nada neutro en su historia, tampoco en la del urbanismo. A mediados del XIX, la remodelación de París a la que tanto debe su belleza actual, cambió con sus nuevas avenidas la fisonomía de la ciudad. El tipo de transporte y la funcionalidad de las infraestructuras urbanas son siempre políticos. Aquí el objetivo era explícito. Los pobres, los delincuentes, las prostitutas fueron evacuados del centro urbano, donde las calles sinuosas les daban cobijo. Las amplias avenidas pretendían ser útiles para ventilar el espacio de modo que no se concentrasen las “miasmas”; también permitían al ejército entrar con paso marcial en caso de revueltas.
Empresas como Standard Oil y General Motors declararon la guerra al transporte público, comprando las compañías municipales para luego cerrarlas. Y es que existe un estrecho vínculo no se puede obviar entre la destrucción del espacio público y el automóvil. El automóvil, como forma antisocial de transporte, contribuye a forjar la anticiudad. Consume el espacio común, condición de democracia.
Antón Fernández de Rota