La Tamborrada: un “ruido” necesario

9En los años en los que hubiera podido salir en la tamborrada del colegio, en mi colegio no había tamborrada. Y no la había porque era un colegio de niñas y las niñas no podían participar en la fiesta grande de la ciudad excepto en calidad de espectadoras. Si acaso a algunas “enchufadas” se les dejaba hacer de cantineritas e ir moviendo la mano en plan infanta al son de tambores y barriles, que niños felices y orgullosos, aporreaban con fervor malsano, ellos, los que sí tenían derecho a ello. Fue la época en la que se me fue desarrollando el concepto de lo que era “justo o injusto”…

Han pasado muchos años y la apariencia de las cosas nos muestra una realidad muy bien maquillada: ya mis hijas pudieron hacer que Sarriegui se revolviera en su tumba con pleno derecho e incluso una de ellas fue “Tambor mayor” que es como se le llama a quien va dirigiendo el desaguisado percutor/musical que se avecina para mañana mismo. Muchas niñas salieron entonces en la tamborrada empujadas por sus madres, las que no habían podido hacerlo por exclusión discriminante y flagrante y así parecía que de aquella manera futura conseguían una pequeña compensación de un injusto pretérito. Ahora, todos los niños escolarizados tienen la oportunidad de participar en la Tamborrada Infantil el día 20 de Enero y desfilar por las calles de la ciudad batiendo tambores y barriles a destiempo de la megafonía que se instala en árboles y farolas.

La Tamborrada de “mayores”, me fue dada disfrutarla por persona interpuesta: un novio (porque no tengo hermanos varones) que desfilaba, -puro en boca, palillos en ristre, tambor a la cintura,- contento, feliz y bastante pasado de alcohol, mientras me “obligaba” a mí a seguirle en parte del recorrido por las calles llenas de noche y frío de la ciudad, viéndole disfrutar como un enano mientras que servidora (y sus amigas) seguían sin poder participar activamente en la fiesta por el hecho de ser mujeres. Estuve sopesando mi parte “voyeuse”, hasta que un buen día –una buena madrugada- me dí cuenta de que el mundo está compuesto por dos tipos de personas: los que desfilan y los que miran.

Y ahí empezaron mis problemas (y los de mi novio) porque le pillé el gustillo a eso de reflexionar sobre la justicia o injusticia de las cosas…

Con bastante condescendencia se crearon –muchos años después- las tamborradas mixtas, para que las parejas bien avenidas tuvieran algo lúdico que compartir por lo menos una vez al año. Con buen criterio de sana equidad y justicia aunque algunos le llamaran de otra manera) se permitió también a las mujeres entrar en las sociedades gastronómicas otro día más al año aparte de la víspera de la Virgen de Agosto y de cualquier mañana después de una cuchipanda –masculina- para limpiar y fregar a destajo.

A mí es que no me gusta mirar, pero me han convencido de que es lo habitual, la costumbre, la tradición… y como no soporto el ruido que hacen los demás la única manera que tengo de no volverme loca con tambores y aporreos a todas horas del día 20 de Enero de todos los años, es unirme al jolgorio circundante y salir yo también a la calle, preferentemente de noche, que todos los gatos son pardos, y hacer como Liza Minelli en aquella escena de “Cabaret” cuando se pone debajo de un puente por donde pasa el tren…

Porque comprendo que las tradiciones son necesarias para distraernos –con su ruido y faramalla- de ese otro ruido, sordo y continuo, que nos lacera por dentro ante tanta ignominia y tanta estulticia de la que vivimos rodeados. Porque estoy de acuerdo en dar una vía de escape a las ganas que todos tenemos de aporrear un tambor o un barril por no aporrear la cabeza de quien está machacando a la ciudadanía con otros golpes mucho menos ruidosos pero mucho más efectivos. (Y eminentemente injustos)

Así que vayamos todos alegres a participar de la fiesta en la creencia desde el corazón de que estamos haciendo –más que lo que tradición manda- lo que nosotros necesitamos para despertarnos (aunque sea una esquina de la conciencia) al son del “rataplán” de los tambores lejanos.

Cecilia Casado

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