Ni siquiera Leonardo da Vinci fue perfecto. Era un genio, pero no era rápido. Como pintar al fresco requería diligencia, el creador italiano se inventó una técnica que le permitió espaciar las pinceladas sobre el mural del refectorio del convento de Santa Maria delle Grazie, en Milán, para legar una última cena (Il cenacolo) repleta de enigmas. También de imperfecciones, ya que su técnica fue incapaz de envejecer con brío y contribuyó a deslucir la obra tanto como el tiempo, las peripecias históricas y algunas restauraciones.
La última cena consumió cuatro años de la vida del polifacético inventor y artista (Vinci, 1452-Cloux, 1519). A veces pasaba días enteros corroído por un frenesí creativo, a veces miraba durante horas lo que había pintado. Sabía mirar. Saber mirar es una cualidad perdida hoy, en opinión de Peter Greenaway (Newport, 1942), el cineasta mira durante 20 minutos la obra de Da Vinci bajo otra luz. Mira donde no se mira y dedica a ello el tiempo que no se dedica. Es el segundo diálogo, como él los ha bautizado, que establece con una obra maestra, tras el vídeo sobre La ronda nocturna, de Rembrandt en el Rijksmuseum de Ámsterdam (Holanda), que luego le inspiró una película mal recibida por la crítica. El galés ha puesto sus ojos ahora sobre dos iconos españoles -Las meninas y el Guernica.
Para el refectorio de los dominicos de Milán, Leonardo eligió recrear un momento sublime, el instante en el que Jesucristo, a la mesa junto a sus 12 apóstoles, acaba de decir: «Uno de vosotros me traicionará«. Da Vinci necesitó cuatro años para pintar esta instantánea, una foto efímera que muestra la reacción de 12 almas ante un quiebro inesperado.
Greenaway precisó dos para obtener permisos para trabajar sobre este icono del arte, para crear 20 minutos audiovisuales que ayudan a buscar pistas sobre el mantel, a escudriñar si algo esconden los pies bajo la mesa y a descifrar las emociones que ha desatado en cada discípulo la brutal profecía. La luz acentúa estupores, iras, inseguridades. También el puñal a la espalda que esconde Pedro y la mano derecha de Judas apretando la bolsa de monedas por las que vendió a su jefe. Y una y otra vez se resaltan las manos mientras se oscurece todo lo demás, como si leyendo en las palmas abiertas se pudiese descifrar algo.