El octavo ciclo de Lietratura y Cine que se desarrolla en Aiete está logranado cotas de intereés, nivel literario, emoción y poesía extraordinarios. Las obras elegidas para la tertulia Rayuela, Pedro Páramo, Los detectives salvajes, Martutene, El lápiz del carpintero, son novelas ya clásicas, aunque estén escritas en nuestro siglo o en la segunda parte del pasado. Muchos de los asistentes a las charlas de la casa de cultura pudimos leer sus primeras ediciones. Estas novelas representan, como clásicas que son, el mejor retrato del tiempo que nos toca vivir o del que viven los personajes de las novelas, nos ayudan a comprender mejor estos periodos de la historia humana, y, sobre todo, pura y simplemente, despiertan en sus lectores una intensa emoción que luego se refleja en las tertulias. La plaza del Diamante, de Mercè Rodoreda, es una novela que cala hasta los huesos.
La plaza del diamante se centra básicamente en el relato de las pocas alegrías y los innumerables sinsabores y contratiempos de Natalia, una mujer humilde del barrio de Gràcia, en Barcelona. Los episodios, contados por ella misma, se suceden a lo largo de un tramo turbulento de la historia de España, el que va desde la dictadura de Primo de Rivera hasta los años más crudos de la posguerra. Son, en gran medida, revelaciones íntimas, de ahí que la narración sólo haga referencia a acontecimientos históricos cuando estos repercuten directamente en la trama, cuyo componente esencial es la evolución que experimenta la protagonista en el lapso antes mencionado.
Ya se sabe que, a la hora de conmoverse leyendo o escuchando una historia, no menos crucial que los sucesos narrados es la voz responsable de transmitirlos. De ella dependen, en no poca medida la gracia, el encanto, la maestría de lo que se cuenta. La plaza del Diamante fue escrita por su autora de tal manera que el texto destila en grado óptimo un encanto peculiar. A la vista de la obra terminada esto se dice pronto; pero el logro de semejante acierto, por medio del ejercicio de la expresión literaria, es propio de los grandes poetas.
Se debatió ayer en la tertulia ¿Los personajes de la plaza del diamante son primitivos o son sencillos? Mercé Redoreda escribió la novela en Ginebra, año 1960, estaba sóla, la escribió en siete meses. La vivió intensamente. Sólo había estado una vez en La Plaza, tení 12 años, sus padres no la dejaron bailar, tenía ese recuerdo que le inspiró el primer capítulo de la novela, origen de todo lo demás. A Mercé le encontró la plaza del diamante y la Colometa en un momento de inspiración excepcional, que nos recuerdan, al menos eso se dijo ayer, los mejores momentos de la literatura universal. La Rodoreda consigue trascender de lo excepcional a lo sublime. Y lo sublime, es una opinión, está en la sencillez.
El resultado es una novela entrañable, aunque cada dos por tres el lector, de la mano de la narradora, se deba adentrar en espacios de dolor hasta el llanto y miseria extrema, especialmente en las secuencias con la guerra de fomdo. Acciones, diálogos, descripciones, por la ostensible verdad humana que contienen, no han perdido con el transcurso de los años un ápice de su capacidad de conmover. Todo el relato está teñido de la dulzura e ingenuidad de la narradora, desde cuya perspectiva femenina el lector asiste a la narración completa. El texto no suena en ningún momento a escritor de oficio. Sublime. Suena a voz que expresa con naturalidad, como olvidada de que está dando lugar a una novela, los modos y cadencias propios de la lengua popular barcelonesa de la época.
Se deriva de ello una cercanía emocional entre la narradora y su historia. Natalia, mejor dicho La Colometa, nos subyuga con su ingenio y amenidad a la hora de elegir detalles significativos en la descripción de lugares, objetos o personas, así como con su enternecedora manera de arrancarse a recordar por escrito los asuntos tantas veces infortunados de su vida pasada.
Su capacidad de sacarles jugo humano a personajes y situaciones es prodigiosa. Trenza con sutileza de matices psicológicos, siempre fiel a su deliciosa manera de expresarse por escrito, diversos hilos argumentales, empezando por el que mayor espacio ocupa en su memoria: su noviazgo y matrimonio con Quimet, un personaje que entra en la novela con timbre de macho mandón, pero que poco a poco se va revelando como depositario de una humanidad compleja, cargada de debilidades y contradicciones.
Otras tertulianas y tertulianos fueron menos indulgentes con Quimet, al que vieron como el prototipo de hombre acosador, dictador y anulador de la persona de Natalia, a quien incluso cambia el nombre nada más conocerla
Se solapa esta historia con la de la lucha penosa y constante por obtener el sustento en una época de estrechez colectiva, lucha que entra en una fase crítica cuando Natalia, viuda y pobre, está en un tris de envenenar a sus hijos porque no puede alimentarlos.
El grupo de personas se completa con Enriqueta, la amiga de edad avanzada que con su afecto y consejos suple a la madre difunta; los amigos de Quimet, víctimas igual que él de la historia sangrienta de España, Mateu otra figura cercna, entrañable y quién sabe si con una relación platónica con La Colometa; los señores de la torre -qué maravillosa y gráfica descripción de la casa, inspirada por la propia torre en la que vivío su infancia la Rodoreda- en esa torre, casa con jardín, es dónde Natalia va a hacer limpieza y donde será despreciada, precisamente cuando más la apretaba la necesidad, por su condición de esposa de un miliciano; en fin, Antoni, el tendero bonachón un poco a la fuerza, mutilado de guerra, a cambio de familia y compañía, los sacará a ella y a sus hijos de la miseria. Se puede asegurar que todos ellos perdurarán por largo tiempo en la memoria de cuantos asistimos ayer a la tertulia y a cuantos aman la literatura hecha de sentimientos, historias, emociones, calidad.
¿A dónde hay que apuntarse?
Señora Rodoreda, disculpe el atrevimiento, sé que la molesto allá dónde esté. Sé que la molesto desde este otro lugar, a usted que está del otro lado de la verja, quién sabe exactamente dónde, quizás entre aguas verdes del color de un escarabajo iridiscente, quien sabe si cercada de glicinas, o junto a un laurel que llora. Eso sí, la imagino rodeada de flores, porque las flores en su literatura son exactamente igual que las joyas, son exactamente como las palabras, son exactamente iguales al cuerpo. Las rosas color carne de la señora Teresa, las corolas que devora aquella chica sin nombre que tanto sufre, los pétalos de geranio blanco que son los dientes de Balbina, la mimosa que hace estornudar a Crisantema cuando se enamora. Todo son flores, todo son palabras, todo son joyas.
Por cierto, cómo sufren las mujeres en sus textos. Me lo decía mi madre cuando descubrí su literatura, debía tener yo diez años, en una de esas ediciones naranjas de Edicions 62 que corrían por casa. Mi madre decía “cómo sufren esas chicas”, cuando yo releía obsesivamente El carrer de les Camèlies y contemplábamos a Silvia Munt en la tele llorando en La plaça del Diamant y decíamos “cómo sufre la Colometa” y yo intuía, pero aún no sabía, que en ese sufrimiento había algo que quedaba, algo petrificado, duro pero reluciente, exactamente igual que un diamante, exactamente igual que la perla gris y rosada con la que entierran a Salvador Valldaura.
No fue hasta hace poco que leí sus cartas a Anna Murià y entendí de dónde salían esas mujeres de ojos llenos de agua ginebrina, que contemplan el horizonte de los lagos y ven, así, pasar su vida. No fue hasta que leí aquellas palabras suyas en las que relata el esfuerzo de coser y escribir, coser y escribir, y los ojos secos y la rabia y la pobreza que intuí cómo todo ese carbón y toda esa miseria habían cristalizado en esas protagonistas que, desde París, añoraban tanto Barcelona que prefieren atiborrarse de pasteles de nata y galletas de vainilla antes que renunciar a un amor pasado que ya no volverá pero que corta la carne y hace rechinar los dientes hasta partirlos en dos, igual que el primer día.
Aún así, debo confesarle que los detalles de su vida nunca me han importado demasiado. Yo, que siempre quise conocer hasta la última migaja que incumbe a los ídolos, nunca he sentido ningún tipo de curiosidad por si fue usted mejor o peor persona, qué hizo o con quién. Me basta con comprender a través de su escritura que amó y perdió. Solo así se puede haber escrito “Abans de morir”, quizás el más largo de sus cuentos, de aparente sencillez pero que contiene un mundo entero, y que marcó mi educación sentimental literaria. Una mujer sin nombre, una amante invocada, un final de venganza. Todos sabemos que las historias se escriben para vengarse, ¿verdad, señora Rodoreda? No hace falta que me conteste, aún no.
A veces pienso que alguna gente ha preferido su imagen dócil de anciana entrañable porque sus escritos de belleza, flores y exceso les han molestado siempre. Como si escribir no fuera huir de tanta, tanta guerra. Como si sus textos no hubieran tenido compromiso, intelecto, hambre. No querría molestarla rebatiendo estupideces. Su pena, su deseo y su pesar son exactamente iguales a esa flor negra, esa de la que usted habla, que se parece a un clavel rizadísimo cubierto de un barniz igual al de siete pozos y siete noches de las más largas. Su pena es tan profunda y la belleza de las palabras tan inmensa que no tiene sentido perder el tiempo, como no lo perdió usted. “Quisiera plasmar los espasmos lentísimos de un brote cuando sale de la rama, la violencia con la que una planta expulsa la semilla…”, explicaba y detallaba cómo dar relieve a cada palabra es lo único que realmente funciona. Resaltar cada palabra, pulir cada joya. Con esa explicación está todo dicho, no necesito más. El resto está en su escritura, que se contiene a sí misma y no requiere más que sus palabras, que son sus joyas, que son sus flores.
Perdóneme, señora Rodoreda, si esto le supone un quebradero de cabeza. No querría molestarla, lo hicieron muchos antes que yo, como aquel escritor tan famoso, quizás el más famoso de todos, que dicen se le presentó en la puerta de casa totalmente anonadado después de leer una de sus novelas, esperando conocerla. No tiene que abrirme la puerta a mí, faltaría más. Por eso prefiero dejarle esta nota debajo de la puerta y usted ya la leerá cuando pueda, no querría importunarla. Está bien así, prefiero imaginarla después de tanta vida, quien sabe si sonriendo, con una botella hecha de cristal y plata, rebosando de vino tinto (ya sabemos que el vino hace sangre), rodeada de jazmín estrellado y dalias que parecen de seda.
Sólo quería preguntarle, y disculpe si la molesto, ya sé que la desmesura no le gusta y hasta ahora sólo he hablado yo, pero: ¿cómo lo hizo para escribir así? ¿Cómo demonios lo hizo
Lucía Lijtmaer