Ese sábado dedicarán toda la jornada a la visita del casco histórico amurallado de Duvrovnik, la antigua Ragusa.
Un mes antes, el pasado 12 de junio, estuvieron en Duvrovnik de la mano de Viktor Askenasi, hospedado en Hotel Argentina. Fue en las jornadas de literatura y cine, dedicadas a la tertulia sobre la novela «La extraña» de Sandro Marai, en la que el citado Askenasi es el peculiar protagonista
La novela del autor húngaro inicia de esta manera
Rodeado del bullicio de las numerosas familias que veranean en el concurrido Hotel Argentina, en Duvrovnik, Viktor Askenasi, respetado profesor del Instituto de Estudios Orientales de París, soporta a duras penas la asfixiante canícula de la costa dálmata. Cercano a la cincuentena, el profesor ha emprendido un viaje en solitario por el Mediterráneo movido por una inquietud que lo perturba desde siempre y que lo llevó, unos meses antes, a dar un vuelco radical a su vida. Pese a haber descubierto un reducto de libertad, y estar dispuesto a asumir las consecuencias de sus actos como un paso ineludible en el camino hacia la plenitud, Viktor constata que esa libertad tiene otra cara imprevista que lo sume en el desconcierto. Así pues, atormentado por la duda, en un arrebato llama a la puerta de la mujer desconocida con la que acaba de cruzarse en el vestíbulo del hotel, sin saber si del otro lado del umbral lo aguarda la penumbra de la locura o la luz de la verdad.
Las traducciones de las novelas del desaparecido escritor húngaro han sido todo un fenómeno que empieza a atenuarse
Casi once años después de ejecutar su voluntario final, del que se cumplieron 25 años el pasado 21 de febrero, en la casita ajardinada de San Diego (EE UU), el escritor húngaro de origen sajón Sándor Márai (Kosice, 1900) irrumpió en nuestro panorama editorial con El último encuentro. El esperado tête à tête entre los dos amigos, ya ancianos, 41 años después de que uno de ellos, el músico, desapareciese sin dejar rastro al otro, militar, y con un gran secreto sin desvelarse entre ambos, ha llegado a reclamar ya 47 reediciones, contabilizando las tres últimas aparecidas en la colección de bolsillo de la editorial Salamandra.
Luego, con La mujer justa (2005), quinta novela editada en castellano, como el resto de su obra, por la misma editorial, el sorprendente hallazgo Márai acabó consolidándose como algo tan incontestable como alentador para quienes apuestan por la literatura de calidad. Con los tres largos monólogos que desarrollan por separado los protagonistas de un triángulo amoroso, se afianzó el interés por ese enigmático autor que fuimos también conociendo a través de sus libros de memorias, Confesiones de un burgués y ¡Tierra! ¡Tierra!, y por la biografía de Ernö Zeltner (Publicaciones de la Universitat de Valencia y de la Universidad de Granada, 2005).
Cada año aparecía una obra nueva, alimentando puntualmente al extenso grupo de ávidos seguidores que se fue creando en torno a Márai, confirmándose entre ellos a un tipo de lector maduro que, atraído por su literatura existencial, por el fino bisturí de su palabra hurgando en el delicado tejido de pasiones y dramas humanos, y siempre envuelta en una especial resonancia musical, buscaba prolongar el feliz descubrimiento, yendo de un libro a otro. Cualquiera de sus novelas demandaba posteriores ediciones, a menudo, de forma inmediata.
La singular literatura de Márai, capaz de fundir exaltación emocional con reflexión y análisis, llegó a merecer espacios destacados entre las estanterías de grandes superficies. Así que sería difícil encontrar en la primera década del siglo a un autor extranjero que haya gozado de mayor difusión en nuestro país. No es habitual que en un periodo de algo más de doce años se hayan editado trece obras del mismo escritor: diez novelas, dos libros autobiográficos y el quinto de sus interesantísimos cinco volúmenes de Diarios, escrito durante su estancia en San Diego (California), último destino del largo exilio voluntario que le mantuvo fuera de Hungría desde noviembre de 1948.
Sin embargo, desde hace dos años no aparece ningún título nuevo, y no porque el resto de su obra en húngaro, la lengua a la que permaneció fiel toda su vida, carezca de interés. Quedan por traducirse novelas tan valiosas como Los celosos o Los ofendidos, que junto a Los rebeldes compusieron la célebre trilogía Los Garren; o la última de su extensa producción, Amor profundo: curiosamente una novela policiaca, lo que tampoco debiera resultar nada extraño si atendemos a la capacidad de atmósferas intrigantes que caracteriza a muchas de sus novelas. Sería interesante conocer al menos alguno de los ensayos que tanto contribuyeron a su prestigio en los años treinta y mitad de los cuarenta, la etapa más relevante y feliz de su vida. Márai fue además un buen poeta y autor de teatro —Patrulla a Kaschau sería su pieza más célebre—; y escribió numerosos artículos en prensa, de los que podrían recordarse la influyente columna del Pesti Hirlap (Diario de Pest), previendo el fin de la cultura occidental.
Aunque sus libros no han desaparecido de las librerías, ya no ocupan la misma extensión. En los últimos años se han seguido reeditando, pero ahora en la colección de bolsillo de Salamandra, mientras que Liberación, la última y magnífica novela traducida, no ha gozado de similar repercusión a pesar de tratarse de una de sus cumbres narrativas reflejando las dramáticas horas previas a la toma de Budapest por parte de las tropas soviéticas. ¿Se está diluyendo el efecto Márai? Sería una lástima que ocurriese en estos años de riesgo para la literatura exigente, capaz además de acceder a un amplio espectro de lectores.
Fernando García Román es escritor y periodista. Fue condecorado por el Gobierno de Hungría con la I Medalla Pro-Cultura Hungárica. Actualmente ultima el perfil biográfico Márai ejemplar.
HACE MUCHOS años, siendo casi una niña, un familiar me enseñó las fotos de su viaje a Dubrovnik y me quedé enamorada de la ciudad. Por fin decidí emprender con mi familia un viaje a Croacia, así que hicimos todos los preparativos y nos lanzamos a la aventura en coche hasta allí.
Visitamos en primer lugar el parque nacional de los Lagos de Plitvicka, un paraíso de la naturaleza. Encajados en la montaña caliza, diferentes lagos vuelcan su agua unos en otros, mediante un sistema de cascadas, arroyos, pozas y rápidos, y todo ello rodeado por el verde de las hayas y el color plateado de las hojas de los sauces.
Pasamos por Split, una ciudad moderna y un importante puerto sobre el Adriático, pero resulta sorprendente darse cuenta de que el casco antiguo procede del aprovechamiento a lo largo de los siglos del palacio romano del emperador Diocleciano.
Poco después de Split se termina la autopista y hay que seguir por la carretera costera. El paisaje es espectacular: el mar, de color turquesa intenso; la costa, muy recortada con numerosas penínsulas, islas e islotes. En ocasiones, la montaña se precipita sobre el mar, formando acantilados abruptos salpicados de pequeñas calas. El viaje se hizo lento y difícil.
Por fin llegamos a Dubrovnik. La casa, situada en la parte alta de la ladera, era simple, en algunos detalles inacabada, pero la vista no tenía precio. Desde allí se divisaba toda la ciudad antigua, construida en una península que se proyecta sobre el mar y rodeada por completo de una muralla, con sus torreones medievales; intramuros, los tejados de las iglesias, palacios y viviendas se escalonan hacia la calle principal, llamada Plaka, que atraviesa toda la ciudad desde la entrada al puerto, donde está la Torre del Reloj, hasta la puerta principal de las murallas, junto a una enorme fuente. Es una calle extraordinaria, de una simetría absoluta, pavimentada en piedra y flanqueada por edificios al estilo renacentista. Y en las noches de verano está repleta de turistas. Dimos un paseo, y me impresionaron algunas logias de gran belleza y la animación que rodeaba el pequeño puerto.
Al día siguiente, cuando dimos el tradicional paseo por encima de toda la muralla -desde donde se tienen magníficas vistas sobre la ciudad, el mar y el pequeño puerto-, nos fijamos en el tránsito continuo de aviones que tomaban agua en el mar y la vertían en el monte, hasta conseguir extinguir la ola de incendios.
Nuestro periplo terminó con una visita a la isla de Korcula, que también posee un casco antiguo medieval impecable, a modo de una Dubrovnik en miniatura.
Marisa