‘La extraña’/Sándor Márai (Capítulo 1. 38 ºC Achtunddreissig)

la extrañaRodeado del bullicio de las numerosas familias que veranean en el concurrido Hotel Argentina, en Dubrovnik, Viktor Askenasi, respetado profesor del Instituto de Estudios Orientales de París, soporta a duras penas la asfixiante canícula de la costa dálmata. Cercano a la cincuentena, el profesor ha emprendido un viaje en solitario por el Mediterráneo movido por una inquietud que lo perturba desde siempre y que lo llevó, unos meses antes, a dar un vuelco radical a su vida. Pese a haber descubierto un reducto de libertad, y estar dispuesto a asumir las consecuencias de sus actos como un paso ineludible en el camino hacia la plenitud, Viktor constata que esa libertad tiene otra cara imprevista que lo sume en el desconcierto. Así pues, atormentado por la duda, en un arrebato llama a la puerta de la mujer desconocida con la que acaba de cruzarse en el vestíbulo del hotel, sin saber si del otro lado del umbral lo aguarda la penumbra de la locura o la luz de la verdad.

Publicada en 1934,La extraña es una de las novelas más redondas de Sándor Márai; un texto breve y vibrante que narra un viaje hacia lo más recóndito del alma humana. Márai mantiene sin titubeos la tensión de un relato sobre la ambigüedad del amor, la angustia de la incertidumbre y el abismo de la soledad. Su inolvidable protagonista, Viktor Askenasi, es un hombre en busca de respuestas, un espíritu insatisfecho para quien lo que llamamos amor conduce apenas a una felicidad transitoria, antesala de la inevitable destrucción.

Capítulo 1. 38 ºC

El café se servía en la terraza, bajo las grandes sombrillas de colores vivos.

El primero en abandonar la mesa del comedor fue el propietario de una fábrica de porcelana; extraordinario bromista y por tavoz del grupo alemán, lle vaba la cabeza rasurada, sudaba copiosamente y entre plato y plato inter pretaba con entusiasmo contagioso las melodías más en boga, tamborileando sobre la mesa o el borde del plato con el cuchillo y el tenedor. Cada vez que la directora del hotel, una mujer de cabello rubio pajizo, entraba en el salón, el alemán se arrancaba a cantar Nimm dich in Acht vor blon den Frauen (Cui da do con las ru bias) imitando los gestos y la entonación de una conocida actriz cinematográfica. Esta traviesa alusión siempre causaba hilaridad entre sus oyentes. El industrial lucía su uniforme veraniego -pantalones amarillos de lona, camisa deportiva sin cuello abotonada sobre un pecho tostado por el sol y cubierto de vello canoso, tirantes bordados con motivos bávaros, gafas amarillas con montura de carey y gorra blanca- como si fuera un traje de payaso para una función de aficionados. Se detuvo casi horrorizado al llegar a la puerta que daba a la terraza, desde cuyo umbral se po día ver el mar, y dio un paso atrás.

-Schon über trie ben (Qué barbaridad) -dijo con su habitual estilo telegráfico y bien articulado, pero con un tono tan descaradamente alto que se oyó incluso en el comedor. Meneó la cabeza y, como si viera avecinarse una catástrofe, entornó los párpados para escrutar el mar y el cielo.

Consultó el termómetro colgado en la jamba de la puerta, estirándose como si sus ojos miopes, habituados a dimensiones más terrenales, no alcanzaran a distinguir el vértice de la columna de mercurio, y leyó a media voz, casi con reverencia, lo que indicaba.

Achtunddreissig (Treinta y ocho) -balbuceó pausando cada sílaba. En su tono se reflejó la admiración del hombre contemporáneo por los récords. Empujó con el pie la puerta cristalera del comedor y gritó en dirección a los comensales-: Achtunddreissig im Schatten! (¡Treinta y ocho a la sombra!) -Pero como el coro invisible no dio ninguna respuesta a esta clara señal de alarma, añadió como para sí-: Alle Achtung (No está nada mal). -Acto se gui do, arras tran do sus zapatillas de tenis, cruzó la terraza de hormigón, que exhalaba un aire caliente y seco, y se dejó caer en la única tumbona que, a través de la balaustrada, recibía algo de sombra de unos olivos.

Permaneció unos minutos así, solo y tumbado. Extrajo del bolsillo del pantalón un periódico alemán meticulosamente doblado. Parecía querer inducir a los que en aquel momento aún se en contraban al reparo tras los ventiladores y las persianas bajadas, relativamente a salvo con sus frescas aguas minerales y sus copas de helado míseramente derretido, a que tomasen conciencia de la gravedad de la situación. ¡Treinta y ocho grados a la sombra! Mientras todavía estaban comiendo, un vendedor ambulante había colocado sobre la balaustrada de piedra de la terraza una serie de piezas de artesanía, manteles, chales y colchas de colores vivos, todo tejido a mano. Más allá de la balaustrada se extendía una pista de tenis y una huerta que descendía hacia el mar, y desde la terraza ser penteaba hasta la playa una estrecha escalera empedrada con guijarros. El vendedor subía y bajaba la escalera con andares apacibles y silenciosos. Se había procurado unas piedras en el jardín para fijar sus livianas mercancías, ya que las ráfagas de aire caliente procedentes del mar las zarandeaban sin cesar. Calzado con unas babuchas de algodón negro y calcetines de lana blanca, y vestido con unos pantalones de ante negro ya desteñido y una casaca de manga corta ribeteada de rojo que le tapaba el delgado torso hasta la cintura, iba y venía con un aire contrito y envarado, como si asistiera a un extraño ritual funerario. Los colores y dibujos de los bordados y tejidos hacían juego con la silueta roma del paisaje, con los perfiles tristes y agrestes de las rocas, los tonos ver de grisáceo de la vegetación calcinada. El hombre, sus movimientos y sus ar tículos se confundían con el paisaje, se mimetizaban con los olivos y matorra les de siempre viva. Al cabo de un rato se acomodó sobre el último peldaño, mirando al frente con aire humilde y perplejo, como a la espera de algo, y entonces a sus labios afloró una sonrisa.

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