Los que vivimos en el antipático asfalto de la ciudad solemos tener una tendencia irrefrenable a buscar ese “cambio de aires” que la imaginación suplica para sentir que no es la rutina la que manda en la mente y en el guión previsible de la vida. Y de ahí la “necesidad” de marcharse a otro sitio, con muchos kilómetros interpuestos a ser posible y metiendo en una maleta las cosas que nos hemos convencido nos son imprescindibles.
Pero como no siempre se puede viajar con pasaporte, es bueno tener a mano alternativas sencillas, cómodas y baratas que alegren el espíritu y alejen el cuerpo de los ruidos y humos urbanitas.
No sé cómo se las arreglarán quienes vivan en una gran urbe, quizás para “tomar el aire” tengan que meterse entre pecho y espalda varias horas rodando en coche o en tren, pero aquí mismo, en este pequeño barrio donde vivo, tenemos el privilegio de poder “cambiar de aires” tan sólo con el pequeño esfuerzo de salir de casa: Jardines del palacio de Aiete, Parque de Puio, Bosque de Miramón (mal que les pese)
Cada vez que dirijo mis pasos hacia el verde lujuriante de los jardines del palacio, o el frondoso, boscoso y espeso del Bosque de Miramón o el verde denso y poblado del parque de Puio y su magnífica tontorra, me convenzo de que abro una puerta por la que me cuelo en otro mundo diferente, fresco, limpio, a salvo del ruido, del tráfago, de malos humos y de la nube de nervios que rodea a la ciudad y a no pocos de sus ciudadanos.
Como mis complacientes convecinos, me siento dueña, me apropio, hago míos, estos espacios semi-sagrados, vivos como la naturaleza que les hace estar siempre igual y siempre nuevos, esculpidos por Ducasse unos y por los elementos los otros, llenos de especies arborícolas traídas de aquí y de allá, con zonas frescas y húmedas para aliviar el calor veraniego, especialmente en el selvático Bosque de Miramón (mal que les pese).
Imagino que juego con pequeños erizos, acerco mi mano con hierba fresca a los corderos que pastan libres, descanso el cuerpo bajo un ubérrimo árbol mientras muchos pequeños pájaros sobrevuelan sin poderles ver aunque les oigo en el fecundo Bosque de Miramón (mal que les pese).
Imagino que estos parques son mi pequeño reino de silencio y paz donde cualquier día, con penas o sin ellas, puedo solazarme y llenar mis pulmones con un aire limpio, distinto, benéfico para mi cuerpo y dulcificador de cualquier ansiedad.
Adoro los rincones para leer sosegadamente, dejando que el tiempo pase las páginas del libro. Busco los juegos de sol y sombra para ir acomodando mi piel a la temperatura –ora fresca, ora cálida- del día. Hay hierba para tumbarse y bancos para quien prefiere el clásico descanso.
Llego a cualquiera de los tres: parque, jardín o Bosque (mal que les pese) como una invitada de lujo y los abandono como una reina que disfruta de sus dominios. Dejo en su aire la mejor energía que poseo y me llevo en los pulmones y en el alma el regalo de sus dones generosos.
Y cuando esto escribo ya he olvidado a quienes maltratan la hierva de los jardines haciendo un picnic o jugando al balón -se aprovechan que Marcial está algo agobiado- y hacen ruido y gritan y asustan a los pájaros y supongo que no saben leer porque los letreros dicen bien claro lo que se puede y no se puede hacer en los jardines que son de todos y para todos, y que están también ahí para que nuestros hijos puedan disfrutarlos.
Esta gente que no sabe respetar el silencio amable de la naturaleza, que disturbia el equilibrio precario de estos jardines en medio de la ciudad, quizás algún día se dé cuenta de lo que están estropeando. Quizás el Ayuntamiento tendría que pagar a un funcionario en los jardines del palacio de Ayete, para que, como en otros tiempos, vigile que los ciudadanos poco dados al respeto a los bienes comunes, sean puestos en el sitio que les corresponde: fuera del parque. (Y de paso dejarse de hacer el Don Tancredo con el Bosque de Miramón, aunque les pese)
Versión libre sobre un texto de Cecilia Casado