Con las actuales tasas de desempleo, el síndrome postvacacional ha caído en un descrédito similar al que padece el cigarrillo postcoitum, que pronto nos llegará en cajetillas ilustradas con los estragantes consecuencias del Ébola. Sin embargo, tal síndrome existe, el único matiz radica en que no lo padece quien vuelve del asueto, sino quien habiéndose quedado se ve obligado a presenciar enmudecido e íntegramente ese musical que llamamos ‘retorno’. El síndrome postvacacional arranca antes de las vacaciones y es fácilmente detectable porque para saber volver, primero hay que saber irse. Y por triste que sea, lo cierto es que hay mucha gente que no sabe. Esto se traduce en no menos de una semana de prolegómenos, a lo largo de la cual nos veremos obligados a soportar los pormenores de todos y cada uno de sus planes, salpicados de recurrentes “¡uy, qué poco me queda!”, una variante cruel de la gota malaya. Ya de regreso, el parsimonioso y dilatado en el tiempo relato de cuánto ha visto, comido, bebido y pernoctado a precios de ensueño se combina con el profundo desdén que le produce encontrarse de nuevo entre nosotros, un sentimiento recíproco que, no obstante, la otra parte ha de guardarse para sí misma, por mor de la más elemental reglas de convivencia. Entre los más pertinaces, surge el empeño de animar a la audiencia a que el próximo año siga su ejemplo: “Tienes que ir”, tres palabras espeluznantes que esconden una terca voluntad y un empeño que rara vez admite objeciones. El síndrome postvacacional siempre son los otros. Todo viaje provoca cambios, sobre todo en quien se queda. El que dice “adiós, hasta la vuelta, que lo pases muy bien” nunca es el mismo que el que recibe con un “¡anda, ¿ya ha pasado un mes?”. Escuchar una y otra vez “si a ti se te ha pasado rápido, imagínate a mí” te cambia para siempre. Y para colmo, de forma implacable y todos los años.