En cierto modo, y a su manera, los lectores de la tertulia de Aiete vinieron a decir, más o menos, que, tomando partido por la plena libertad y contra el holocausto nazi, todavía se puede leer con provecho Viaje al fin de la noche
La novela de Celine sigue retratando, poniéndolas en la punta de los dedos, las mismas salvajadas que cuando apareció por vez primera en 1932. Y a lo largo de sus más de seiscientas páginas de una prosa angustiosa, nihilista y fría como una navaja de barbero, los lectores del grupo de Aiete, hemos sentido su penetrante fascinación. La mirada de Céline sólo parece percibir lo más negro y miserable de la condición humana, pero nos ha impulsado a seguir leyendo su relato hasta el final; de hecho, por lo que se vio en la reunión se dieron como tres fracciones de lectores; los que se la habían entera, en lugar de cerrar el libro y acabar de una vez con tanta negritud; los que no la habían terminado -es una novela larga- y amentaron sus ganas de seguir leyéndola; los que no la habían empezado pero se sintieron hipnotizados por la presentación que de la novela hizo de Lola Arrieta y la tertulia posterior.
En el debate se apuntó, lo que quizás se pueda llamar, equilibrio entre fondo y forma, la perfecta adecuación entre lo que el autor está tratando de transmitir y el especial lenguaje elegido -argot- para conseguirlo.
Hubo algún tertuliano, cuya lengua materna es el francés, que resaltó cómo, ya en la primera página de la novela, (que leímos en idioma original) se podían encontrar hasta diez errores gramaticales … forzados por el autor, precisamente con el propósito de adecuar la forma, con lo que se pretende trasmitir al lector, para que este viva el relato.
La escritura del Viaje va describiendo los continuos actos de cobardía de Ferdinand Bardamu para salvar la vida en los campos de batalla, sus delirios fingidos en la retaguardia para no ser devuelto al frente, las andanzas en la África francófona colonial posbélica, la búsqueda en América de una amante a la que acabará extorsionando para poder comer o el ejerció de la medicina en la periferia de París, y en toda la novela el discurso es único, las lecciones morales unívocas, la calaña de aquellos con quienes se relaciona el narrador, repugnante.
Y hay ejemplos a decenas en cada página. Así cuando, en la trinchera comenta: «Invocar en plena guerra a la posteridad es hacer un discurso a los gusanos«. Y cuando busca influencias para librarse del matadero, constata: «Yo sólo conocía a pobres, por lo tanto gente que no interesa a nadie«. Y si por casualidad encuentra en aquél infierno un mínimo atisbo de paraíso (evidentemente sexual, y por concretar más aún, sexo mercenario), al constatar lo efímero del mismo se lamenta: «En seguida todo se vuelve matrimonio y corrección».
¿Dónde pues radica la satisfacción por la lectura?
Como se vio en la tertulia, en la novela se despliega la vida misma, manifestándose sin objetivos ni sustentos ni justificaciones morales. Sólo vivir. Y a partir de ahí la constatación de que pese a tanto egoísmo, miseria y desolación, el hombre es un ser social, capaz de sentir compasión y empatía, transmisor de sentimientos y con una rara habilidad para, pese a todo, estar a favor de la vida y escapar a la muerte.
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Supimos en la tertulia, a través de la exposición de Lola, que justo al término de la II Guerra Mundial, y mientras Céline permanecía encarcelado en Dinamarca, el tribunal francés que le juzgó in absentia acabó declarándolo «una desgracia nacional».
Mantener posturas antisemitas en plena barbarie nazi, y justo cuando la Francia ocupada se había convertido para los judíos en una especie de antesala de los campos de exterminio, no se puede perdonar. Sobre todo cuando se trata de un tipo que, enfrentado a la hecatombe provocada por los nazis contra los judíos, se avino a pedir excusas, pero de una forma harto peculiar porque, entre otras barbaridades afirmó que «Los judíos deberían elevarme una estatua por el mal que no les hice y que tendría que haberles hecho».
Y sin embargo, pese a que la mayoría de ellos conocían la trayectoria moral e intelectual de Céline, gente tan variopinta como Malraux, Claude Lévy-Strauss, William Burroughs, Allen Ginsberg o Henry Miller declararon en numerosas ocasiones la admiración que sentían por Viaje al fin de la noche, una novela que consideraban fundamental en la renovación de la literatura francesa y, a través de ésta, de la literatura universal.
Más de 9 millones de muertos, 20 millones de heridos, pero ¿cuántos soldados traumatizados? En su nueva obra [Les blessés psychiques de la Grande Guerre, Odile Jacob, 2014, 191 pp.], el doctor Louis Crocq, médico militar que está en el origen de la creación de las «células de urgencia médico-psicológica» en 1995, se inclina sobre el expediente mal conocido de las heridas psíquicas entre los combatientes de la guerra de 1914-1918.
La constatación es abrumadora. En primer lugar, no se ha efectuado ningún recuento de estos traumatismos, « con excepción del cuerpo expedicionario norteamericano, en el que se contabilizaron 69.400 sujetos tratados por problemas mentales, de los cuales se hospitalizó a 36. 000 en el curso de la intervención norteamericana (de abril de 1917 a noviembre de 1918) », subraya Louis Crocq. El gobierno británico ha valorado retrospectivamente en 200.000 el número de casos entre sus tropas. Pero en Francia no hay ninguna estadística, ni para las manifestaciones psíquicas agudas observadas durante los combates ni respecto a secuelas perdurables. Por otra parte, sólo en 1992 reconoció un decreto las “neurosis de guerra” previendo su indemnización.
Durante la Gran Guerra, las víctimas de lo que ahora se llama “síndrome de estrés post-traumático” han vivido más bien un doble sufrimiento. “La jerarquía militar va a negar y considerar sus manifestaciones como actos de cobardía, de indignidad sostenidos por un espíritu de derrotismo y de deserción”, escribe Louis Crocq. El Estado Mayor francés, que temía las deserciones, la negativa a ir al frente y otras formas de abandono del puesto, ordenó a la justicia militar mostrarse implacable. Hubo 2.400 condenas a muerte, de los que 600 fueron ejecutadas. “Muchos consejos de guerra no tuvieron en absoluto en cuenta el estado patológico de los inculpados y enviaron al poste de ejecución a conmocionados aturdidos, a delirantes o más simplemente a desgraciados que habían cedido momentáneamente al temor o al pánico”, acusa el psiquiatra.
Entre el inicio y el final de la guerra, reconoce, los conocimientos han ido, sin embargo, avanzando, y la mirada de los médicos ha evolucionado. “La experiencia más espectacular ha consistido en la instauración, a partir de 1917, de la doctrina de anticiparse: tratar al herido psíquico lo antes posible, en el mismo frente, para no dejar que se hunda en reflexiones solitarias propicias a la cronificación de los trastornos”, explica. Una estrategia de hacerse cargo precozmente de ellos aplicada en nuestros días a las víctimas de atentados o de catástrofes.
Un capítulo apasionante detalla los métodos propuestos a estos heridos psíquicos de la Gran Guerra: psicoterapias inspiradas por el psicoanálisis, hipnosis, narcosis e incluso tratamientos con “shocks” eléctricos. Una obra sorprendente y esclarecedora sobre la historia de la psiquiatría.
Sandrine Cabut
Excelente comentario. Por mi parte debo añadir que la película del viernes, Senderos de Gloria, y el debate posterior estuvieron a la misma altura
Pie de foto: ¿Quién dice que las tertulias literarias no son cosa de hombres?
Debo reconocer que, tras muchos años investigando distintas guerras -la civil española, la de Independencia, la de la Cuádruple Alianza, la de los Treinta Años, la Primera Mundial…- se me escapaba, todavía el porqué algunos veteranos de esos conflictos, especialmente de los que llamamos “mundiales”, se resistían a hablar de lo que habían vivido, de aquello a lo que, de hecho, habían sobrevivido.
La respuesta a esa pregunta casi sin formular puede parecer fácil: lógicamente quien ha vivido una experiencia muy traumática no quiere hablar de ella. Sin duda esa es la respuesta correcta para casos como el de la Primera Guerra Mundial y el abuelo del dibujante francés Jacques Tardi que ha dedicado buena parte de su obra a ese conflicto -“El soldado Varlot”, “¡Puta guerra!”…-.
En torno a esas obras Tardi señalaba que todo lo que sabía casi de primera mano sobre aquella “Gran Guerra”, lo sabía gracias a que su abuela se lo iba contando de tarde en tarde. Su abuelo jamás le dijo ni media palabra respecto a lo que después Jacques Tardi acabará plasmando en magníficas viñetas. Eso, su abuelo, sólo se lo dijo, poco a poco, a su mujer -es decir, la abuela de Tardi- que no tuvo reparo en contárselo, a su vez, a su nieto, futuro renombrado autor de cómics en la Francia de finales del siglo XX.
Sin embargo, no todo el mundo reacciona de la misma manera que el abuelo de Tardi. Hace ahora un siglo y medio, a mediados del XIX, hubo numerosos veteranos de las campañas napoleónicas que contaron sus experiencias y permitieron que se editasen en libros que, en muchas ocasiones, adquieren rango de bestsellers.