En otras latitudes, como siempre, es peor; resulta que habían apalabrado a un senegalés, pero no ha podido saltar la valla, en Melilla, y se quedan sin rey Baltasar, cosa que no os sucede a los de Lantxabe, por lo que se ve
Ahora en muchas casas vienen no solo los Reyes Magos, también el Olentzero, Papa Noel y porque no hay mas….ah si , cuando se nos caian los dientes , ahora no se, si continua esa tradición , pero antes venia el ratoncito Perez.
Recuerdo unos Reyes, mi padre tan bromista, no se le ocurrió que esconder los regalos debajo de mi cama y ponerme carbón dulce a la vista, eso si que fue un trauma ….¡ que disgusto ! y la cara de mi madre angustiada de verme llorar de esa manera, fue cruel, no entiendo cómo se puede a los niños amenazar y asustar que si son malos es lo que recibiran. y si son buenos regalos
¡Ay la ilusión inocente de los niños!!
¡cuántas barbaridades se han llevado a cabo para preservarla!
Desde comprar juguetes de más de 100€ para satisfacer sus caprichos haciéndoles creer que todo en la vida sería así de fácil, que basta con pedir y ya está.
Hoy en día se siguen cometiendo los mismos errores que hace cincuenta años…y es que…¿los niños de hoy en día son tontos que no se dan cuenta de que en Euskadi no hay ni habrá nunca camellos de cuatro patas? jejeje
En fin.
Yo también me voy a celebrar el día, a ver si me como algún «rosco»…aunque sea republicano.
Era un empleado, no en una juguetería propiamente dicha, sino un gran almacén central desde el que se distribuían los juguetes a todos los establecimientos de la cadena. Lo cual no quitaba para que también hubiera venta directa a clientes particulares, a precios rebajados. Mi misión era… nunca lo supe exactamente. Lo mismo montaba triciclos que ordenaba estanterías y, sobre todo, reponía. Cualquiera que haya trabajado en una gran superficie sabe que lo más importante es reponer, da igual el qué, sólo importa el dónde: en la estantería correspondiente. Este hecho obedece a que el cliente es un ser de natural tiránico, que llega cargado de exigencias y se marcha cargado de regalos, y desea que entre una cosa y otra transcurra el menor tiempo posible. También me encargaba de probar que los juguetes se encontraran en perfectas condiciones de funcionamiento tras su compra y antes de su salida del almacén, lo cual implicaba peleas con los vestidos de las muñecas y búsquedas un tanto nerviosas –y para qué negarlo, embarazosas– del orificio por el que se le introducían las pilas, que lo mismo podría localizarse en el pecho, la espalda o los glúteos, en este último caso, con la correspondiente bajada de bragas, pañales, etcétera. Al menos, no había que envolver los juguetes, cosa que agradecí dada mi turbia experiencia del año anterior con el indómito papel de regalo.
Finalmente, me encargaba también de vigilar. En cuanto se adentraba por los pasillos del almacén un grupo de clientes, a ojos de la hija del dueño, de perfil sospechoso –pongamos una familia de gitanos–, aullaba: «¡¡¡Síguelos y nos los pierdas de vista!!!». He de decir que jamás les vi robar nada, bien porque eran gentes honradas, bien porque apenas entraban se desperdigaban por cuantos pasillos y recovecos tenía el almacén, careciendo yo del don de la ubicuidad. Sí era frecuente encontrar cajas vacías, sin su juguete dentro, en lo que ahora interpreto como una forma de hurto que actualmente se conoce como «intercambio de archivos» y que se adelantó a internet en varias décadas. Aquellos pequeños robos eran obra, ahora estoy seguro desde la experiencia que me han dado los gurús, de los clientes que mejor vestidos iban.
A veces me escaqueaba no sé si vil o hábilmente, lo confieso. Me iba al fondo del almacén para fumar un cigarrillo. En las tres semanas en las que permanecí en aquel almacén, hice comunidad: otros clientes se animaban a fumar conmigo, ocultos junto a la pared del fondo, tras preguntar ellos si se podía y responder yo que «sí, mientras no nos vean». Como quiera que era un empleado eventual, carecía de mi propia chaquetilla que me identificara como parte del personal del almacén, así que llevaba una prestada, en cuyo bolsillo figuraba el apellido de su anterior propietario: un tal Salinas. «¡Eh, Salinas, ¿puedo fumar aquí contigo»? Fueron varias las veces en las que estuve a punto de aclarar que no era ese mi apellido real, pero la perspectiva de embarcarme en largas explicaciones me terminaron disuadieron en todos los casos.
El 5 de enero era el día de la mala conciencia y de las pilas. La primera oleada de clientes la componían los que comprobaban a última hora que los regalos que con tanta antelación habían comprado no eran suficientes, a la luz del árbol de Navidad. Y venían a por más, en un estado cercano a la desesperación. Quiero decir que se llevaban cualquier cosa que les ofrecieras, y creédme si os digo que a estas alturas de la Navidad ya no quedaba mucho que ofrecer. El segundo grupo llegaba tras la cena. Eran los que habían olvidado comprar pilas y su fidelidad era tal que ese día se daba por descontado que saldríamos más tarde.
En rigor, he de decir que el fenómeno de las pilas se dio más en la tienda de Egia –de la misma cadena– en la que había trabajado el año anterior. Una vez cerrada la juguetería, la encargada de la tienda y yo permanecimos en el interior hasta las doce o la una, levantando ocasionalmente la verja de la puerta para despachar baterías de todos los formatos y tamaños. Para hacer más amena la velada, el marido de la encargada y un amigo del matrimonio se acercaron hasta la juguetería con un par de botellas de champán. Y hete aquí que, hablando de una cosa y de la otra, se cerró un círculo, cuando el marido contó cómo, varios años atrás y encontrándose con el capó del coche abierto y encorvado sobre el motor, escuchó una voz que le preguntaba: «¿Qué? ¿Avería?» A lo que respondió:#«No, es sólo que hace un ruido raro». «¿Pero anda?», insistió la voz. «Sí, sí, por ahora tira». «Pues anda, métete dentro, que somos de ETA y necesitamos su coche». Y en efecto, lo necesitaban. Tras llevarle al monte y dejarlo atado a un árbol sin carné de identidad ni de conducir, cargaron el coche de explosivos y lo colocaron en el Paseo del Urumea, en donde lo detonaron al paso de una furgoneta de la Policía Nacional, sin que el atentado causara víctimas mortales.
«Lo recuerdo perfectamente», hube de responder al término del relato. «El alerón de tu coche voló por encima del campus donostiarra de la Universidad de Deusto, así como buena parte del colegio addjunto, hasta caer en el foso de arena para salto de longitud –que raramente se utilizó en los años que pasé en aquel colegio–, situado junto al campo de fútbol de grava. Semanas después, el propietario del coche recibió una carta firmada por ETA en la que, tras una prolija explicación sobre las razones que había obligado a despojarle del vehículo, se le anunciaba una futura compensación económica que, por supuesto, nunca tuvo lugar. El alerón fue la atracción de la tarde para los niños del colegio hasta que alguien, supongo que la Policía, vino a llevárselo. Dicho lo cual, los cuatro brindamos por todo en el interior de una juguetería iluminada en medio de una calle silenciosa.
AM
Está tan universalmente aceptado que la Navidad es un hito comercial que decirlo ha llegado a convertirse en un tópico, comparable al de volver a casa, al de hacer listas con buenos propósitos para el nuevo año o a cualquier otro de los que florecen a nuestro alrededor por estas fechas. Ese tener que gastar desenfrenadamente en regalitos ha hecho que muchos hombres de espíritu sensible dejen de disfrutar de una época que, en principio, debería resultarles emotiva y agradable, o, cuando menos, indiferente. Para darles la clave que les permitirá recuperar la ilusión, yo incurriré en otro tópico, quizá el más cursi de todos, y diré que hay que mirar la Navidad con los ojos de un niño. O sea, con egoísmo y absoluto desinterés por corresponder a los regalos que se reciben con otros regalos: en esas condiciones, el consumismo asociado a los villancicos queda desprovisto de su carga negativa y se convierte en una herramienta concebida sólo para el gozo.
Aceptemos la esencia comercial de las últimas semanas del año, materializada en un forzoso intercambio de obsequios, y obviemos la bidireccionalidad de esta costumbre, tal y como hacíamos en la infancia, antes de que la presión social acabara con cuanto de natural había en nosotros. Dejemos que la balanza del dar y el recibir se desequilibre hasta que el plato en el que ponemos lo que nos dan toque el suelo con un confortante cloc. Midamos, como antes hacíamos, el aprecio de amigos y familiares de acuerdo con lo molón que sea el juguete que nos traigan, y no a través de las ebrias declaraciones de afecto fraternal que hagan después del tercer vaso de anís o equivalente. Seamos unos niños a los que, además, incluso puede agradar que les regalen un jersey o unos calcetines, que era el golpe moral más duro que nos podíamos llevar en la edad de los pantalones cortos. Los golpes físicos ya entraban en otra categoría, y es probable que las secuelas que nos han dejado sean en parte el origen de los problemas emocionales del hombre contemporáneo: tradicionalmente, la infancia ha transcurrido en entornos en los que las piedras no eran objetos estáticos, sino que tendían a volar en busca de las cabezas, y una de las incontables ventajas con las que cuentan los niños modernos es la de haber trasladado su formación en las artes de la guerra al plano virtual, encarnado en una PlayStation, por supuesto regalada.
No nos desviemos del tema: palizas callejeras aparte, ser niño siempre ha sido estupendo y hoy lo es aún más, especialmente en Navidades, de modo que haremos bien en recuperar ese rol en cuanto el termómetro empiece a avisarnos de que las fiestas se acercan. Visto con los ojos puros del niño, el cuñado insoportable que viene a comer a casa se convierte en un mero portador de regalos, en un paje casi anónimo de los Reyes Magos, y eso es bueno. El avaro señor Scrooge del cuento de Dickens no se conmovía al visitar las Navidades de su infancia por comprobar que entonces aún era inocente y cándido, sino por volver de golpe a la época del gratis total: el Fantasma de las Navidades Pasadas es un espectro bondadoso nos trae recuerdos de cuando éramos el rey de la casa, y el Fantasma de las Navidades Futuras un aguafiestas que probablemente nos cuente que dentro de 20 años seremos calvos y estaremos abrumados por nuestras deudas y las de nuestros hijos.
Vivamos, pues, el pasado en el presente y concibamos el futuro como un tiempo en el que seguir viviendo el pasado, un pasado en que las cosas tenían más valor porque para nosotros no tenían precio. Portémonos como niños sin obligaciones sociales: se acabaron las visitas al centro comercial para buscar un detallito con el que cumplir en la comida familiar, los abusos a la tarjeta de crédito, el ceño fruncido de la dependienta a la que pedimos que nos envuelva una montaña de regalos, el “he traído esta tarta para el postre, ¿dónde está la nevera”. Volvamos a ser puros receptores de alegría que esperan con los ojos brillantes la lluvia de dones que las Navidades, un año tras otro, les traen y traen y vuelven a traer. Sí, habrá momentos incómodos. Malas caras. Hay personas que no son capaces de despojarse de los tics mercantilistas y no verán bien nuestra salida del juego. Gente sin alma que rumiará en silencio su descontento al ver que los paquetes del montón van siendo entregados a sus destinatarios y el tuyo para ellos no aparece, cuando sí lo ha hecho el suyo para ti y además pesa bastante. Pero eso no debe afectarnos: siempre han existido espíritus mezquinos que desean aguar las fiestas al prójimo, hombres infelices que, tal vez por serlo, odian la felicidad ajena, seres como Herodes o el Grinch, por poner un ejemplo vagamente histórico y otro perteneciente a la moderna mitología occidental.
Los regalos siempre han estado ahí, pero –recurriremos a un último tópico– nunca ha sido lo mismo dar que recibir, y en este caso concreto recibir es más cómodo e indoloro que dar. Relajémonos, olvidemos los prejuicios y disfrutemos del momento de abrir los paquetes sin pasar por el trago de asumir el embarazoso protagonismo del obsequiador antes o después de hacerlo. Recuperemos la inocencia, que es un concepto cuya pérdida suele coincidir, al menos temporalmente, con la época en la que uno empieza a gastar pasta. Sonriamos de nuevo al ver las luces del árbol, que son mucho más bonitas cuando aún no te han explicado lo que consumen o ya sabes que con lo que te vas a ahorrar en estas fiestas podrás afrontar el pago de la factura antes de que te llegue el primer aviso. Volvamos a ser el niño que no tenía sitio en los bolsillos para dinero y sí para gratuitas golosinas, y que como mucho estaba obligado a dejar al pie del arriba mencionado árbol un dibujo hecho por él mismo con ceras de colores. Hagamos honor a los días que corren en el calendario, calcémonos unos esquíes regalados y saltemos con ellos sobre las convenciones sociales, con un estilo que arranque las mejores puntuaciones de los jueces en la mañana de un año siempre nuevo. Sentémonos en las rodillas de un Papá Noel imaginario, que no espera que tengas un detalle con él como él lo está teniendo contigo, porque esa es la naturaleza de Santa Claus, los padres y los pastorcillos del belén, que guardan sufrida cola para entregar a un bebé unos presentes inverosímiles (recordemos que uno de ellos lleva una oveja a hombros). Una naturaleza que les hace necesitar el concurso de alguien pasivo con el que dar rienda suelta a su generosidad y realizarse. Ni Jesús ni sus progenitores les regalaron nada a los Reyes Magos, que se sepa, y siempre se nos ha dicho que ellos deben ser nuestros modelos en la vida: seamos como niños, como el Niño por antonomasia. La Navidad nos ofrece muchas cosas, y disfrutarla es más fácil cuando uno entiende que hay que cogerlas y decir gracias en lugar de comprarlas o conseguirlas a través de un muy poco solapado trueque.
Camilo de Ory
No son los padres. Ni los de la patria ni los de la Constitución. En democracia (incluso en una monarquía parlamentaria), los reyes son los ciudadanos. Y no sólo porque decidan el Gobierno cada cuatro años, sino porque, pasito a pasito, al hilo de las no tan nuevas formas de comunicación y participación, van forzando cambios en la forma de ‘ser’ de la democracia y en el modo de ejercerla. Si desde la política, las instituciones, las élites del dinero o de los poderes mediáticos muchos no quieren darse por aludidos, es su problema. La cabalgata de la realidad se los llevará algún día por delante. Pero las soluciones urgen. De modo que este 5 de enero de 2015 quizás resulte oportuno enviar unos cuantos deseos a los reyes / ciudadanos, que somos todos.
oro, incienso y mierda
En otras latitudes, como siempre, es peor; resulta que habían apalabrado a un senegalés, pero no ha podido saltar la valla, en Melilla, y se quedan sin rey Baltasar, cosa que no os sucede a los de Lantxabe, por lo que se ve
Ahora en muchas casas vienen no solo los Reyes Magos, también el Olentzero, Papa Noel y porque no hay mas….ah si , cuando se nos caian los dientes , ahora no se, si continua esa tradición , pero antes venia el ratoncito Perez.
Recuerdo unos Reyes, mi padre tan bromista, no se le ocurrió que esconder los regalos debajo de mi cama y ponerme carbón dulce a la vista, eso si que fue un trauma ….¡ que disgusto ! y la cara de mi madre angustiada de verme llorar de esa manera, fue cruel, no entiendo cómo se puede a los niños amenazar y asustar que si son malos es lo que recibiran. y si son buenos regalos
¡Ay la ilusión inocente de los niños!!
¡cuántas barbaridades se han llevado a cabo para preservarla!
Desde comprar juguetes de más de 100€ para satisfacer sus caprichos haciéndoles creer que todo en la vida sería así de fácil, que basta con pedir y ya está.
Hoy en día se siguen cometiendo los mismos errores que hace cincuenta años…y es que…¿los niños de hoy en día son tontos que no se dan cuenta de que en Euskadi no hay ni habrá nunca camellos de cuatro patas? jejeje
En fin.
Yo también me voy a celebrar el día, a ver si me como algún «rosco»…aunque sea republicano.
Era un empleado, no en una juguetería propiamente dicha, sino un gran almacén central desde el que se distribuían los juguetes a todos los establecimientos de la cadena. Lo cual no quitaba para que también hubiera venta directa a clientes particulares, a precios rebajados. Mi misión era… nunca lo supe exactamente. Lo mismo montaba triciclos que ordenaba estanterías y, sobre todo, reponía. Cualquiera que haya trabajado en una gran superficie sabe que lo más importante es reponer, da igual el qué, sólo importa el dónde: en la estantería correspondiente. Este hecho obedece a que el cliente es un ser de natural tiránico, que llega cargado de exigencias y se marcha cargado de regalos, y desea que entre una cosa y otra transcurra el menor tiempo posible. También me encargaba de probar que los juguetes se encontraran en perfectas condiciones de funcionamiento tras su compra y antes de su salida del almacén, lo cual implicaba peleas con los vestidos de las muñecas y búsquedas un tanto nerviosas –y para qué negarlo, embarazosas– del orificio por el que se le introducían las pilas, que lo mismo podría localizarse en el pecho, la espalda o los glúteos, en este último caso, con la correspondiente bajada de bragas, pañales, etcétera. Al menos, no había que envolver los juguetes, cosa que agradecí dada mi turbia experiencia del año anterior con el indómito papel de regalo.
Finalmente, me encargaba también de vigilar. En cuanto se adentraba por los pasillos del almacén un grupo de clientes, a ojos de la hija del dueño, de perfil sospechoso –pongamos una familia de gitanos–, aullaba: «¡¡¡Síguelos y nos los pierdas de vista!!!». He de decir que jamás les vi robar nada, bien porque eran gentes honradas, bien porque apenas entraban se desperdigaban por cuantos pasillos y recovecos tenía el almacén, careciendo yo del don de la ubicuidad. Sí era frecuente encontrar cajas vacías, sin su juguete dentro, en lo que ahora interpreto como una forma de hurto que actualmente se conoce como «intercambio de archivos» y que se adelantó a internet en varias décadas. Aquellos pequeños robos eran obra, ahora estoy seguro desde la experiencia que me han dado los gurús, de los clientes que mejor vestidos iban.
A veces me escaqueaba no sé si vil o hábilmente, lo confieso. Me iba al fondo del almacén para fumar un cigarrillo. En las tres semanas en las que permanecí en aquel almacén, hice comunidad: otros clientes se animaban a fumar conmigo, ocultos junto a la pared del fondo, tras preguntar ellos si se podía y responder yo que «sí, mientras no nos vean». Como quiera que era un empleado eventual, carecía de mi propia chaquetilla que me identificara como parte del personal del almacén, así que llevaba una prestada, en cuyo bolsillo figuraba el apellido de su anterior propietario: un tal Salinas. «¡Eh, Salinas, ¿puedo fumar aquí contigo»? Fueron varias las veces en las que estuve a punto de aclarar que no era ese mi apellido real, pero la perspectiva de embarcarme en largas explicaciones me terminaron disuadieron en todos los casos.
El 5 de enero era el día de la mala conciencia y de las pilas. La primera oleada de clientes la componían los que comprobaban a última hora que los regalos que con tanta antelación habían comprado no eran suficientes, a la luz del árbol de Navidad. Y venían a por más, en un estado cercano a la desesperación. Quiero decir que se llevaban cualquier cosa que les ofrecieras, y creédme si os digo que a estas alturas de la Navidad ya no quedaba mucho que ofrecer. El segundo grupo llegaba tras la cena. Eran los que habían olvidado comprar pilas y su fidelidad era tal que ese día se daba por descontado que saldríamos más tarde.
En rigor, he de decir que el fenómeno de las pilas se dio más en la tienda de Egia –de la misma cadena– en la que había trabajado el año anterior. Una vez cerrada la juguetería, la encargada de la tienda y yo permanecimos en el interior hasta las doce o la una, levantando ocasionalmente la verja de la puerta para despachar baterías de todos los formatos y tamaños. Para hacer más amena la velada, el marido de la encargada y un amigo del matrimonio se acercaron hasta la juguetería con un par de botellas de champán. Y hete aquí que, hablando de una cosa y de la otra, se cerró un círculo, cuando el marido contó cómo, varios años atrás y encontrándose con el capó del coche abierto y encorvado sobre el motor, escuchó una voz que le preguntaba: «¿Qué? ¿Avería?» A lo que respondió:#«No, es sólo que hace un ruido raro». «¿Pero anda?», insistió la voz. «Sí, sí, por ahora tira». «Pues anda, métete dentro, que somos de ETA y necesitamos su coche». Y en efecto, lo necesitaban. Tras llevarle al monte y dejarlo atado a un árbol sin carné de identidad ni de conducir, cargaron el coche de explosivos y lo colocaron en el Paseo del Urumea, en donde lo detonaron al paso de una furgoneta de la Policía Nacional, sin que el atentado causara víctimas mortales.
«Lo recuerdo perfectamente», hube de responder al término del relato. «El alerón de tu coche voló por encima del campus donostiarra de la Universidad de Deusto, así como buena parte del colegio addjunto, hasta caer en el foso de arena para salto de longitud –que raramente se utilizó en los años que pasé en aquel colegio–, situado junto al campo de fútbol de grava. Semanas después, el propietario del coche recibió una carta firmada por ETA en la que, tras una prolija explicación sobre las razones que había obligado a despojarle del vehículo, se le anunciaba una futura compensación económica que, por supuesto, nunca tuvo lugar. El alerón fue la atracción de la tarde para los niños del colegio hasta que alguien, supongo que la Policía, vino a llevárselo. Dicho lo cual, los cuatro brindamos por todo en el interior de una juguetería iluminada en medio de una calle silenciosa.
AM
Está tan universalmente aceptado que la Navidad es un hito comercial que decirlo ha llegado a convertirse en un tópico, comparable al de volver a casa, al de hacer listas con buenos propósitos para el nuevo año o a cualquier otro de los que florecen a nuestro alrededor por estas fechas. Ese tener que gastar desenfrenadamente en regalitos ha hecho que muchos hombres de espíritu sensible dejen de disfrutar de una época que, en principio, debería resultarles emotiva y agradable, o, cuando menos, indiferente. Para darles la clave que les permitirá recuperar la ilusión, yo incurriré en otro tópico, quizá el más cursi de todos, y diré que hay que mirar la Navidad con los ojos de un niño. O sea, con egoísmo y absoluto desinterés por corresponder a los regalos que se reciben con otros regalos: en esas condiciones, el consumismo asociado a los villancicos queda desprovisto de su carga negativa y se convierte en una herramienta concebida sólo para el gozo.
Aceptemos la esencia comercial de las últimas semanas del año, materializada en un forzoso intercambio de obsequios, y obviemos la bidireccionalidad de esta costumbre, tal y como hacíamos en la infancia, antes de que la presión social acabara con cuanto de natural había en nosotros. Dejemos que la balanza del dar y el recibir se desequilibre hasta que el plato en el que ponemos lo que nos dan toque el suelo con un confortante cloc. Midamos, como antes hacíamos, el aprecio de amigos y familiares de acuerdo con lo molón que sea el juguete que nos traigan, y no a través de las ebrias declaraciones de afecto fraternal que hagan después del tercer vaso de anís o equivalente. Seamos unos niños a los que, además, incluso puede agradar que les regalen un jersey o unos calcetines, que era el golpe moral más duro que nos podíamos llevar en la edad de los pantalones cortos. Los golpes físicos ya entraban en otra categoría, y es probable que las secuelas que nos han dejado sean en parte el origen de los problemas emocionales del hombre contemporáneo: tradicionalmente, la infancia ha transcurrido en entornos en los que las piedras no eran objetos estáticos, sino que tendían a volar en busca de las cabezas, y una de las incontables ventajas con las que cuentan los niños modernos es la de haber trasladado su formación en las artes de la guerra al plano virtual, encarnado en una PlayStation, por supuesto regalada.
No nos desviemos del tema: palizas callejeras aparte, ser niño siempre ha sido estupendo y hoy lo es aún más, especialmente en Navidades, de modo que haremos bien en recuperar ese rol en cuanto el termómetro empiece a avisarnos de que las fiestas se acercan. Visto con los ojos puros del niño, el cuñado insoportable que viene a comer a casa se convierte en un mero portador de regalos, en un paje casi anónimo de los Reyes Magos, y eso es bueno. El avaro señor Scrooge del cuento de Dickens no se conmovía al visitar las Navidades de su infancia por comprobar que entonces aún era inocente y cándido, sino por volver de golpe a la época del gratis total: el Fantasma de las Navidades Pasadas es un espectro bondadoso nos trae recuerdos de cuando éramos el rey de la casa, y el Fantasma de las Navidades Futuras un aguafiestas que probablemente nos cuente que dentro de 20 años seremos calvos y estaremos abrumados por nuestras deudas y las de nuestros hijos.
Vivamos, pues, el pasado en el presente y concibamos el futuro como un tiempo en el que seguir viviendo el pasado, un pasado en que las cosas tenían más valor porque para nosotros no tenían precio. Portémonos como niños sin obligaciones sociales: se acabaron las visitas al centro comercial para buscar un detallito con el que cumplir en la comida familiar, los abusos a la tarjeta de crédito, el ceño fruncido de la dependienta a la que pedimos que nos envuelva una montaña de regalos, el “he traído esta tarta para el postre, ¿dónde está la nevera”. Volvamos a ser puros receptores de alegría que esperan con los ojos brillantes la lluvia de dones que las Navidades, un año tras otro, les traen y traen y vuelven a traer. Sí, habrá momentos incómodos. Malas caras. Hay personas que no son capaces de despojarse de los tics mercantilistas y no verán bien nuestra salida del juego. Gente sin alma que rumiará en silencio su descontento al ver que los paquetes del montón van siendo entregados a sus destinatarios y el tuyo para ellos no aparece, cuando sí lo ha hecho el suyo para ti y además pesa bastante. Pero eso no debe afectarnos: siempre han existido espíritus mezquinos que desean aguar las fiestas al prójimo, hombres infelices que, tal vez por serlo, odian la felicidad ajena, seres como Herodes o el Grinch, por poner un ejemplo vagamente histórico y otro perteneciente a la moderna mitología occidental.
Los regalos siempre han estado ahí, pero –recurriremos a un último tópico– nunca ha sido lo mismo dar que recibir, y en este caso concreto recibir es más cómodo e indoloro que dar. Relajémonos, olvidemos los prejuicios y disfrutemos del momento de abrir los paquetes sin pasar por el trago de asumir el embarazoso protagonismo del obsequiador antes o después de hacerlo. Recuperemos la inocencia, que es un concepto cuya pérdida suele coincidir, al menos temporalmente, con la época en la que uno empieza a gastar pasta. Sonriamos de nuevo al ver las luces del árbol, que son mucho más bonitas cuando aún no te han explicado lo que consumen o ya sabes que con lo que te vas a ahorrar en estas fiestas podrás afrontar el pago de la factura antes de que te llegue el primer aviso. Volvamos a ser el niño que no tenía sitio en los bolsillos para dinero y sí para gratuitas golosinas, y que como mucho estaba obligado a dejar al pie del arriba mencionado árbol un dibujo hecho por él mismo con ceras de colores. Hagamos honor a los días que corren en el calendario, calcémonos unos esquíes regalados y saltemos con ellos sobre las convenciones sociales, con un estilo que arranque las mejores puntuaciones de los jueces en la mañana de un año siempre nuevo. Sentémonos en las rodillas de un Papá Noel imaginario, que no espera que tengas un detalle con él como él lo está teniendo contigo, porque esa es la naturaleza de Santa Claus, los padres y los pastorcillos del belén, que guardan sufrida cola para entregar a un bebé unos presentes inverosímiles (recordemos que uno de ellos lleva una oveja a hombros). Una naturaleza que les hace necesitar el concurso de alguien pasivo con el que dar rienda suelta a su generosidad y realizarse. Ni Jesús ni sus progenitores les regalaron nada a los Reyes Magos, que se sepa, y siempre se nos ha dicho que ellos deben ser nuestros modelos en la vida: seamos como niños, como el Niño por antonomasia. La Navidad nos ofrece muchas cosas, y disfrutarla es más fácil cuando uno entiende que hay que cogerlas y decir gracias en lugar de comprarlas o conseguirlas a través de un muy poco solapado trueque.
Camilo de Ory
http://verne.elpais.com/verne/2014/12/18/articulo/1418904949_516144.html
No son los padres. Ni los de la patria ni los de la Constitución. En democracia (incluso en una monarquía parlamentaria), los reyes son los ciudadanos. Y no sólo porque decidan el Gobierno cada cuatro años, sino porque, pasito a pasito, al hilo de las no tan nuevas formas de comunicación y participación, van forzando cambios en la forma de ‘ser’ de la democracia y en el modo de ejercerla. Si desde la política, las instituciones, las élites del dinero o de los poderes mediáticos muchos no quieren darse por aludidos, es su problema. La cabalgata de la realidad se los llevará algún día por delante. Pero las soluciones urgen. De modo que este 5 de enero de 2015 quizás resulte oportuno enviar unos cuantos deseos a los reyes / ciudadanos, que somos todos.