La regeneración del sistema pasa por superar la partitocracia, un modelo que amenaza seriamente la división de poderes y ha permitido a los partidos colonizar el Estado, incluido el aparato de comunidades autónomas como la vasca
Entre las muchas vertientes de la controvertida noción de democracia, escojamos una de ellas, tan discutible como las demás: “La democracia es el mejor medio para conseguir la libertad”. Para comprender esta afirmación, necesariamente debemos adentrarnos en otro concepto, tanto o más polémico: el de libertad. ¿Qué significa el término libertad en su sentido político? “Libertad es el derecho a no someter nuestra voluntad a la de ninguna otra persona o poder público, a excepción que lo prescriban leyes iguales para todos, en cuya elaboración y aprobación hayamos participado”. Por tanto, la libertad es la capacidad de actuar en una esfera en la que no estamos sometidos a nadie, salvo a la ley, que es igual para todos y ha sido aprobada con nuestra participación. En definitiva, la democracia es una técnica para vivir en libertad.
Hoy en día la democracia es, preferentemente, representativa: los ciudadanos escogen a una minoría para que les represente y actúe en defensa de su libertad dado que, según el clásico Benjamín Constant, “[estos ciudadanos] no quieren ni pueden hacerlo por ellos mismos (…) ya que no siempre tienen tiempo ni posibilidades”. Estas palabras indican que la tarea de dirigir un Estado moderno es difícil e ingrata: los ciudadanos prefieren dedicarse a su trabajo, a su familia y amigos, a sus ratos de ocio, y encargar la tarea de gobernar a otros, a especialistas en la materia, que serán más competentes y les dejarán dedicarse a sus ocupaciones preferidas.
Además de representativa, la actual democracia tiene otra característica: es pluralista. Ello significa que no se trata ya de que en la sociedad coexistan diversos intereses, ideas, clases, niveles culturales… lo cual es obvio, sino que el pluralismo es un valor en sí mismo y como tal debe protegerse. Es decir, que para la sociedad son convenientes la diversidad de puntos de vista y las discrepancias, criterios distintos y posiciones contrapuestas. El debate es un bien en sí mismo siempre que exista un acuerdo básico sobre la protección de ciertos valores —por ejemplo, el respeto a la ley y a los derechos fundamentales— y se decida resolver los conflictos sociales a través de determinados procedimientos. Este acuerdo básico es el que recogen las constituciones.
Los partidos han ‘colonizado’ el Estado, se han repartido el botín, consideran lo público como patrimonio propio
Fomentar este pluralismo, además, exige reconocer y garantizar ciertos derechos, sobre todo la libertad de pensamiento y de expresión, así como los de reunión y de asociación. De este último derivan los partidos políticos, un tipo de asociaciones peculiares de especial relieve para la vida democrática. En efecto, hoy en día las democracias europeas son democracias de partidos dado que son éstos los auténticos sujetos de la vida política: los sistemas electorales, en especial los de tipo proporcional, inducen a escoger partidos en lugar de escoger personas. Ello plantea dos tipos de problemas.
En primer lugar, la democracia en los partidos. Es difícil argumentar que una democracia política funciona bien si es inexistente en el interior de los partidos. Nuestro país no es el único ni mucho menos en el que esta democracia interna es muy insuficiente y en el que los partidos, para ser democráticos, deberían abrirse a la sociedad. Para ello hay varios mecanismos en el momento electoral (listas desbloqueadas y abiertas, fórmulas mayoritarias, elecciones primarias para elegir candidatos, entre otros) y en el régimen jurídico regular de los partidos (elecciones de los cargos internos, transparencia financiera, protección judicial de derechos de los afiliados, participación de los simpatizantes, entre otros). En este terreno hay mucho por hacer.
En segundo lugar, si los partidos desvirtúan la división de poderes ya no estamos en una democracia de partidos sino en una partitocracia, algo bien distinto, en la cual los partidos no se limitan a ocupar la posición que les corresponde constitucionalmente sino que tienden a ocupar y repartirse toda la organización estatal e, incluso, en buena parte se entrometen en la sociedad misma.
En un sistema de división de poderes los órganos constitucionales no sólo están separados sino que se eligen y controlan mutuamente mediante un sistema de pesos y contrapesos para que ninguno invada la esfera del otro y cada uno sea responsable de los actos en que es competente. La división de poderes es garantía de la libertad. Pues bien, en una partitocracia sucede lo contrario: el poder transversal de los partidos anula esta división de poderes e instaura un sistema sin controles que monopoliza todo el poder creando así el caldo de cultivo para todo tipo de desafueros y corrupciones.
Esta es la situación española: los partidos han colonizado el Estado, se han repartido el botín que allí han encontrado y consideran a lo público patrimonio propio. El profesor Alejandro Nieto lo resume así: “En definitiva, la colonización se hace efectiva mediante la ocupación [por parte de los partidos] de los instrumentos más operativos de acción social: la Administración Pública en primer término y luego los medios de comunicación social, la educación y la cultura, el sector público económico y, por descontado, sus organismos de control”.
Es difícil argumentar que una democracia política funciona bien si es inexistente en el interior de los partidos
En una partitocracia, los partidos se aseguran, primero, el control de la Administración Pública mediante cargos de confianza que libremente ellos designan en detrimento de los funcionarios de carrera que han accedido a la misma por su mérito y capacidad, verificadas en pruebas públicas. A continuación, resulta fácil adueñarse del resto de las ramas de la Administración por la relación de jerarquía en la misma, y domesticar a la sociedad mediante ayudas, subvenciones, licencias y permisos en el ámbito de la empresa, las asociaciones, la cultura y los medios de comunicación.
Al final, como blindaje definitivo, hay que domesticar a los órganos constitucionalmente independientes que ejercen funciones de control y consulta: Tribunal Constitucional, Consejo General del Poder Judicial, defensores del pueblo, tribunales de cuentas, secretarios e interventores de ayuntamientos y diputaciones, consejos consultivos, económicos y sociales. También, a las administraciones independientes (Agencia Tributaria, Banco de España, Agencia de Protección de Datos) y organismos reguladores (Comisión del Mercado de Valores, consejos de radio y televisión, tribunales de la competencia…) y hasta hace poco las cajas de ahorros públicas. Todos ellos tanto en la Administración central como en las comunidades autónomas y los entes locales. “Que un poder frene a otro poder”, dijo Montesquieu. Pero este principio ha cambiado: la partitocracia quiere un poder sin frenos y el pacto tácito, por intereses mutuos, de los partidos mayoritarios, hace que nunca se proceda a la reforma.
Así pues, tenemos una democracia que protege nuestra libertad. Pero es una democracia imperfecta, cercada por serias amenazas que la desprestigian día a día. Hay que tomar conciencia de que, al ser la democracia un medio, también empieza a estar cercada nuestra libertad.
Francesc de Carreras es profesor de Derecho Constitucional.