Nadie ha pedido tanto, nadie ha dado tanto a cambio.
Las personas que llenaron el aforo del Centro Cultural de Aiete se dividían en dos tipos: los enamorados de la música de Wagner, encabezados por el propio charlista y director en ejercicio, Sergio Predouso, y los interesados en la conferencia sobre el autor del “Anillo de los Nibeleungos”; pero cuando Sergio terminó su particular creación artística, de hora y cuarto de duración, con la emocionada frase “hemos vivido una experiencia casi wagneriana”, toda la sala respondió, enardecida, con un entusiasta aplauso y mirándonos unos a otros para tener testigos de que las sensaciones, que atravesaron nuestros sentidos de la vista y el oído, eran auténticos. Nos tocábamos, nos felicitábamos, emocionados todavía. Incluso a aquellos, que no vinieron, porque no toleran la música de Wagner, y se mantienen a distancia de sus posiciones filosóficas y políticas; la exposición de Sergio les hubiera fascinado y, quizás, como a muchos de los oyentes y visionarios de ayer, les hubiera echado en manos de los Tristán, Isolda, Sigfrido, Lohengrin, Parsifal,… Los asistentes al acto wagneriano no sabían qué admiraban más: los acordes que acompañaron a la exposición de Sergio y que llenaban la sala de la obra musical de Waner o la voluntad de un hombre por devolver a la ópera, a través de la creación del Festival de Bayreuth y su teatro de ópera, la energía política y social que deseaba Monteverdi.
Se dice que Wagner demanda un público preparado intelectualmente, sin embargo la gente que flotábamos ayer en las proximidades del lago de los cisnes de Aiete, acompañando a Lohengrin, éramos más bien gente corriente; pero, sin gran esfuerzo físico, como dicen que hay que escuchar a Waner, junto al mismo Sergio, logramos esa concentración, y, por tanto, aislamiento, que es lo que verdaderamente se requiere para disfrutar de un Wagner fieramente ángel y demonio.
Rememoró El anillo del nibelungo cuando la ópera vuelve su lugar de origen: la tragedia griega, aunque con la mitología sajona, que los oyentes no conocemos en profundidad, pero Pedrouso, en pequeñas píldoras, nos ayudó a identificar.
Warner para representar sus obras, busca un lugar muy alejado de la operística cotidiana, y se fue a Bayreuth.
Lo que allí lleva al escenario es nada menos que el intento de representar es una obra de arte total una visión del ascenso y caída de una civilización, utilizando el mundo de las leyendas nórdicas y célticas y recurriendo a un lenguaje musical enteramente nuevo. En ese viaje le acompañó, el mecenas, Luis II de baviera, lo que deja entrever delirios de grandeza, pero no por ello lo que escuchamos ayer perdió un ápice de fascinación.
El director de Cum Jubilo, coro habitual en las fiestas de Aiete, empezó haciendo un breve esbozo de la historia de Wagner; la propia biografía desempeña un papel importante en su obra. Normal. Participó en las barricadas de 1848, en el anhelo de una gran nación alemana, el exilio impuesto, la humillación en el artificioso París. Nos habló de su más que amistad con Bakunin, de su entusiasmo por Schopenhauer, del encuentro con la generación más joven, encarnada en Friedrich Nietzsche, que da la espalda al fingimiento del romanticismo burgués en aras de un mundo más allá del bien y del mal. De su caótica e intensa vida amorosa y, especialmente, de la inapreciable fortuna de encontrar un mecenas en el homosexual Luis II, rey de Baviera, que con 19 años ya poseía la sutil inteligencia para reconocer el genio de Wagner, y que le ofreció todas las posibilidades para realizar el sueño de su vida, como hiciera el papa Julio II con Miguel Ángel.
Nos habló de Cosima, el último amor de su vida, coprotagonista del una de los grandes escándalos de Wagner. Cosima, al fallecer Richar, se convierte en la guardiana del grial y por el camino que ella había iniciado siguió su hijo Siegfried. Durante más de cincuenta años el teatro del festival de Bayreuth se convierte en el tabernáculo en el que se conservan las reliquias de Wagner. Hitler se apropia de Bayreuth con fines propagandísticos. Pero tras la II Guerra Mundial, Wieland Wagner, como un Parsifal, contrarresta la degradación ética y estética del castillo del grial y bajo el lema de “el Nuevo Bayreuth”, Wieland reestructura el festival, fiel al sentido que tenía para Richard Wagner.
Allí ha estado varias veces nuestro joven Sergio -nació en 1978-.
En Bayreuth, son inolvidables la forma en que R Wagner despejó la puesta en escena de Parsifal, paloma incluida, las dos escenificaciones del Anillo. Allí, Martha Mödl, bajo la dirección de Karajan, interpreta la Isolda de Tristan und Isolde, que es lo más grande que ha compuesto Waner, nos dice un Sergio enamorado
Bayreuth y el teatro que lo alberga significa uno de los momentos más fascinantes de la historia de la música occidental. El centro de la charla se desarrolla en el teatro de ópera del Festival de Bayreuth, un edificio en el que todo se concentra por el acontecimiento dramático-musical: como en el anfiteatro griego, los espectadores constituyen una comunidad que ya solo puede concentrarse en el escenario; la orquesta no solo se lleva al foso, sino que se hace invisible -ver foto-; no hay palcos en los que poder reunirse durante los descansos ni vestíbulos en cuyos espejos puedan verse reflejados damas y caballeros. La disposición del teatro, hizo que wagnerianos, como Sir George Solti, se volvieran locos y no fueran capaces de dirigir ópera en este teatro concebido sólo para la obra del autor. Y todas estas apreciaciones reforzadas por un amplio despliegue de fotos, retratos, imágenes, pinturas, actuales y de época.
¿Qué significa hoy Bayreuth? Sergio participa del llamado peregrinaje, una experiencia extraordinaria para todo amante de la música que emprenda por primera vez el camino a la localidad bávara. Muchos de los que disfrutamos ayer de su exposición somos peregrinos y seguiremos su camino en el próximo julio y vitaremos el teatro el 10 de julio, los demás salieron con una sana envidia.
No hubo quien se sustrajera al embrujo de las excursiones que nos propuso Pedrouso, a la colina lejanas de Lohengrin, a los castillos de Linderhof y de Hohenschwangau… De su mano, visitamos, a orillas del lago Stamberg, la isla de las rosas, una villa cercana al castillo de Luis II, para que Warner trabaje con la tranquilidad de un creador. El Rey de Baviera, le dona una casa en Munich, paga las deudas del artista, para que el Maestro trabaje y desarrolle su genio, el teatro, la orquesta, la intendencia…Vistamos también la Haus Wahnfried…, por dentro y por fuera. Sergio nos iba descifrando las hermosas leyendas que encabezaban las diapositivas…y nos iba mostrando las habitaciones, salones, comedores, de los diversos edificios habitados por Luis II y adornados, temáticamente, con cada una de las óperas de Wagner, una locura, una hermosa locura. Un delpilfarro, un rococó despilfarro…
Nadie antes de Wagner se había atrevido a concebir duraciones musicales tan largas, que exigieran una atención tan sin descanso. Pero en esa extensión no habría ni una sola zona de vaguedad ni de autoindulgencia, ningún elemento que no ocupara un lugar necesario y orgánico en el gran proyecto general, en el fondo tan austero como Tristán e Isolda, Parsifal o El anillo. El Wagner de la madurez o el Beethoven viejo han exigido una nueva forma de escuchar la música. Nadie ha pedido tanto, nadie ha dado tanto a cambio.
Tirarse en paracaídas, viajar con Lantxabe, correr los encierros de Pamplona… De las 100 cosas que hay que hacer antes de morir (lo del hijo, el árbol y el libro se quedó corto), quizá la más difícil sea asistir a una ópera en el templo de Wagner. Unos esperan 10 años para conseguir la entrada, otros pagan miles de euros.