Espacios para el relato, por Lola Arrieta

LOLAEn esta nuestra décima temporada dedicada al Ciclo de Literatura y Cine en Ayete, hemos querido situar el foco de atención en algunos espacios que han sido inspiradores de maravillosos relatos tanto en la literatura como en el cine.

Relatar es el arte de contar historias y éstas se sitúan siempre en un espacio y un tiempo. Relato y tiempo y relato y espacio se fusionan, se interrelacionan con una magia especial cuando el que narra la historia es un genio y entonces surge la obra de arte.

Es por eso que leer, o releer, a Proust, es adentrarnos no sólo en el rico mundo interior de sus personajes, magistralmente descrito en Unos amores de Swann, sino también en el espacio proustiano, en ese triángulo compuesto por París, Illiers-Combray y Cabourg-Balbec, de la Francia de finales del siglo XIX y principios del XX.

Con Italo Svevo -quien en realidad se llamaba Ettore Schmitz- y su obra más conocida La conciencia de Zeno, nos acercamos a la decadente Trieste, ciudad de frontera o no-lugar, que ha pasado por distintas manos a lo largo de su historia para formar parte de Italia desde 1919. Decir Trieste es decir Italo Svevo, Claudio Magris– que nos ha acompañado en nuestro reciente viaje a Ratisbona y Ulm con su obra El Danubio-, Rainer María Rilke y sus Elegías de Duino o James Joyce, quien tratando de huir de su Irlanda natal se ganó durante años la vida en esta ciudad dando clases de inglés a alumnos tan destacados como el propio Italo Svevo.

Y de la mano de Milan Kundera y La insoportable levedad del ser, nos vamos a adentrar en la Praga de 1968, una ciudad en la que sus habitantes se mueven en el marco de la experiencia amenazante del intento socialista frustrado y la Guerra Fría.

En el cine nos encontramos también con la necesidad de un escenario en el que situar el drama vital que ha dado lugar a la historia que se nos relata. Así, en París bajos fondos, la película que dirigió Jacques Becker en 1952, el escenario del relato de pasión y celos que se nos narra, es el de los entonces alrededores de París, en los inicios del siglo XX, lugares humildes que contrastan con los de la aristocracia y alta burguesía descritos por Marcel Proust en su En busca del tiempo perdido.

Francesco Rosi dirigió en 1963 Las manos sobre la ciudad, sacando a la luz con maestría y lucidez los sucios negocios de la construcción y sus hilos corruptos con el poder municipal en la ciudad de Nápoles en esos años. Es una película de denuncia, de compromiso con un tema que desgraciadamente es plenamente actual. En el relato de Rosi, la ciudad de Nápoles misma es la protagonista, una ciudad que crece y se desarrolla y en la que el drama humano surge porque el egoísmo, la falta de escrúpulos, y el afán de enriquecimiento a cualquier precio se instalan en las instituciones y empresas de la ciudad.

A principios de la década del los 70 del siglo pasado, surgió en la entonces Checoslovaquia una nueva generación de cineastas que, siguiendo las tendencias que recorrían otros países de Europa en ese momento, quiso desarrollar un nuevo cine. Y es ahí donde tenemos que situar la película Trenes rigurosamente vigilados, adaptación de la novela homónima de Bohumil Hrabal, dirigida por Jiri Menzel en 1966, y que fue ganadora de un Oscar a la mejor película de habla no inglesa ese mismo año.

En esta ocasión, el espacio elegido para narrar es una pequeña estación de tren, en la Checoslovaquia ocupada por los nazis durante la segunda Guerra Mundial. Es en este pequeño mundo donde el protagonista, un joven que se abre a la vida, nos recuerda cuáles son los verdaderos anhelos humanos, cómo se manifiestan y de qué modo nos guían incluso en los momentos más difíciles. Septiembre 2015

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