Italo Svevo y la ciudad de Trieste, por Lola Arrieta

Cuando en 1861 Ettore Schmitz nace en Trieste, la ciudad es todavía parte del Imperio LOLA FOTOSAustrohúngaro. Bajo su dominio y protección ha vivido esta ciudad cuatro largos siglos y así proseguirá hasta 1919, cuando al terminar la primera Guerra Mundial y por el tratado de Saint Germain-en-Laye, se integre en la ya hace unos años unificada Italia.

Como Trieste, Ettore Schmitz (al que conocemos sobre todo por su nombre literario, Italo Svevo)

lleva en su sangre el cruce de lo germánico por su origen paterno y lo italiano materno, ambos, en cualquier caso, judíos de origen y religión, miembros de la abundante comunidad judía que vivía en Trieste en esos momentos.

Ettore amó la literatura desde muy temprano, como nos recuerda el diario de su hermano Elio, y cuando la ruina del negocio familiar le obligó a trabajar en la Unión Banquera de Viena en Trieste, siguió escribiendo relatos y colaborando en los periódicos locales. Su primera novela Una vita, (1892), autoeditada, pasó practicamente desapercibida para los triestinos a semejanza de la segunda, Senilita,(1898). Tanta ignorancia por parte de sus compatriotas colmó la paciencia del ya Italo Svevo, quien dejaría de hacer intentos novelisticos en los siguientes 21 años.

Pero en 1907, un irlandés, en aquel momento desconocido y que sufría todo tipo de penurias económicas, se cruzó en su camino. Era James Joyce, quien, alejado de Irlanda, se ganaba la vida y sacaba adelante a Nora Barnacle y a los dos hijos de ambos como profesor de inglés en una academia de Trieste. Y así se conocerán. Y el irlandés y el híbrido germano-ítalo-judío empatizarán.

Para mejorar el inglés del uno y el italiano del otro, se leerán mutuamente Retrato de un artista adolescente y Dublineses, así como Una vida y Senilidad. Si Svevo quedó conmovido con la prosa de Joyce, también a éste le gustaron las obras del italiano, sobre todo Senilidad y le dio ánimos para seguir escribiendo. Fue como la resurrección de Lázaro, diría Svevo.

Eran años de cambio, de sacudidas, de guerra. En Trieste vivió Italo Svevo la Gran Guerra, al frente del negocio de la familia de su mujer, los Veneziani, que poseían una próspera industria de pinturas anticorrosivas para barcos. Al acabar la contienda, en 1919, en una Trieste ahora ya en Italia, iniciará su tercera novela, La conciencia de Zeno, que sería editada, por cuenta del autor, en 1923 en Bolonia.

La “bora”, el duro viento que azota Trieste y las mentes de sus habitantes, le volvió a traer a Svevo ecos de fracaso, de una nueva indiferencia de la ciudad hacia su obra. Pero esta vez, el escritor no se resignó. Envió su novela a su amigo Joyce, quien en París triunfaba con su recién publicada El Ulises. Y la crítica más prestigiosa de Francia le dio la bienvenida. Y Gallimard se encargó de que se tradujera al francés. Y se empezó a hablar del Proust italiano…

Poco pudo disfrutar el creador de Zeno de su gloria y reconocimiento. En 1928, cuando había iniciado una cuarta novela, de la que nos dejará esbozos de una gran calidad literaria, murió a consecuencias de ser atropellado por un coche en la localidad de Motta di Livenza, cerca de su ciudad natal. Su mujer, Livia Veneziani y su hija Letizia dedicaron sus vidas a conservar, extender y dar a conocer su obra. Livia escribió además un libro, Vita di mio marito, que nos ayuda a conocer mejor este escritor que hizo que la novela italiana entrara en el camino de la modernidad, senda por la que habían caminado y caminaban en aquellos años, entre otros, Marcel Proust, Virginia Woolf, y su amigo, el irlandés James Joyce.

1 comentario en “Italo Svevo y la ciudad de Trieste, por Lola Arrieta”

  1. Me temo que algunos recurrirán al siguiente silogismo en el futuro.
    Turing cree que las máquinas pueden pensar.
    Turing se acuesta con hombres.
    Por lo tanto, las máquinas no pueden pensar.
    Fragmento de una carta de Alan Turing, fechada en 1952
    No deberíamos descartar el poder de la literatura como espejo del futuro. Es decir: muchas obras literarias han sido fundamento o han servido de inspiración para nuestro crecimiento tecnológico y otras, como las de Julio Verne, predijeron avances que no aún no se veían como posibles en el horizonte. Así, mucha literatura de ciencia ficción está basada en la “singularidad”, una hipótesis que sugiere que una computadora, red informática o robot podrían ser capaces de automejorarse recursivamente, esto es: rediseñarse a sí mismos y este ciclo repetitivo podría dar lugar a un efecto que se saliera de nuestro control, como en la historia de Frankenstein: creaciones revelándose contra los creadores, en este caso la raza humana.
    Se puede ver un buen ejemplo de esta hipotética singularidad en la película Transcendence, si bien en un tono altamente exagerado y por momentos inverosímil. Pero no es sólo en la ficción donde esta hipótesis comienza a perfilarse, pues diversos científicos destacados han discutido esa idea como una posibilidad futura.
    No debe ser especialmente controvertido señalar que vivimos en un momento crucial en la historia humana, que las acciones que en conjunto se tienen (o que los plutócratas y tecnócratas toman) determinarán el futuro de la especie, o incluso si tenemos un futuro en los próximos siglos.
    Las amenazas que plantea el cambio climático y la guerra se exacerban y aceleran gracias a la desigualdad económica que empeora rápidamente. Los avances exponenciales en la tecnología amenazan con eclipsar nuestra capacidad de controlar a las máquinas; en lugar de eso, corremos un riesgo probable de ser controlados o erradicados por ellas. La fábula de la revelación del monstruo contra su creador parece cada vez más posible, aunque algunos científicos distinguidos descarten por completo dicha posibilidad.
    Pero también otros científicos renombrados e innovadores de la tecnología han alzado la voz frente a esta crisis y posible colapso. Tal es el caso del físico Stephen Hawking, quien ha emitido algunas advertencias últimamente en lo que respecta al futuro de la humanidad.
    Hace varios años, Hawking predijo que “nuestra única posibilidad de supervivencia a largo plazo” podría ser “dispersarse por el espacio sideral” a lo Interestelar.

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