El orgulloso y pedante marqués de Queensbury, inventor de las reglas del boxeo, indignado por la pecaminosa relación de su hijo con Oscar Wilde, alrededor de la cual la maledicencia tejía su alegre red en Londres, dejó a éste una nota de puño y letra en su club, todo muy al estilo británico, en la que escribió: «Para Oscar Wilde, ostentoso sodomita [SIC]». El poeta, de brillante ingenio pero a la vez de pasmosa inocencia, demandó por injurias al marqués y el sonado juicio, que tuvo lugar en marzo de 1895, se volvió contra el acusador al punto de que fue condenado a prisión en la cárcel de Reading, más bien un juicio de la sociedad victoriana, estrictamente hipócrita, en contra de la homosexualidad como desviación de las leyes de la naturaleza y por tanto como vicio y pecado capital.
En El perfeccionista en la cocina, el novelista Julien Barnes recuerda el interrogatorio que Wilde sufre de parte del abogado del marqués acerca de sus relaciones con Edward Carson, un tratante de efebos. Y aquí el arte de cocinar salta de por medio:
«¿Cocinaba él mismo?», pregunta el abogado. «No lo sé», responde Wilde, «nunca he comido en su casa». «¿Quiere decir que no sabe que Taylor cocinaba él mismo?», insiste el otro. «No, y si lo hacía, no me parecería mal. Más bien me parece inteligente…», vuelve a responder Wilde. «Yo no he insinuado que fuera algo malo», comenta el abogado. «No, cocinar es un arte», afirma Wilde, y el público congregado en la sala ríe. «¿Otro arte?», pregunta el abogado. «Otro arte», afirma Wilde con toda seriedad.
Para el abogado, tanto como para el público presente que ríe, un hombre metido en la cocina es necesariamente un afeminado. La cocina es el reino de las mujeres a las que desde niñas se enseña a guisar, a bordar, a zurcir, tocar el piano y cantar, a callar, y a obedecer. El arte de cocinar en la misma categoría del arte de la sumisión. ¿Un hombre escribiendo un libro de cocina, detallando recetas?
Mejor que eso, cuando en plena belle époque Rubén Darío llega en 1900 a París comisionado por La Nación de Buenos Aires para cubrir la Exposición Universal, la cocina ya hace tiempo ha sido elevada a la categoría de las bellas artes y declarada la décima musa, a la que Brillat-Savarin da el nombre de Gasterea, quien «preside los deleites del gusto». «En los clásicos latinos hay ricas cosas que despiertan el apetito dichas en bellos hexámetros; y en todos tiempos, los poetas amadores de la vida y de sus gratos instantes han sido cuidadosos de su paladar. Pues en verdad, la cocina, sí, puede considerarse «como una de las bellas artes»…», dice Rubén en su crónica Literatura y cocina.
Podemos sospechar que en León de Nicaragua no lo dejaban entrar a la cocina ni doña Bernarda Sarmiento, la tía abuela tuerta que lo crió, ni las cocineras mulatas e indígenas, dueñas de la sabiduría de mezclar los perfumes y los sabores europeos, aborígenes y africanos, pues siendo un recinto de mujeres, de su puerta los niños no pasaban, menos que se les permitiera hacer uso del cuchillo para cortar los tubérculos y verduras que iban a dar a la sopa, o meter la cuchara en el perol para probar la sazón de los guisos.
Los oficios femeninos, podían desviar la masculinidad, como le había ocurrido a Míster Carson. Ni muñecas, ni cucharones. El oficio de los hombres era sentarse a la mesa a la hora debida, donde eran servidos de primeros. Pero aun así Rubén alardeaba de conocer la manera de preparar los frijoles fritos, tradicionales de la mesa diaria en Nicaragua, y estaba en lo cierto cuando aleccionaba a su mujer Francisca Sanchez de ponerlos a cocer con una hoja de laurel y una cabecita de ajo, y freírlos luego en manteca de cerdo, volteándolos en la cazuela.