Helsinki es conocida como la hija del Báltico (y como la ciudad de Sibelius)
El Báltico es un dominio lejano, bastante ajeno, pero que bien mirado puede ser considerado como un mar doméstico, amigo y coloquial; si el Mediterráneo está poblado de dioses y mitos sagrados, y el mar del Norte, de guerreros y epopeyas vikingas, el Báltico es un mar de comerciantes, muy a la donostiarra.
Lo que da al Báltico cierta identidad es una especie de asociación económica a gran escala: la liga hanseática. Iniciada en Lübeck (Alemania) en 1159, con el estricto fin de abrir mercados, fue sumando voluntades hasta alcanzar la respetable cifra de unas 90 ciudades coligadas. Esta liga llegó a monopolizar el comercio en todo el norte de Europa durante los siglos XIV y XV. Y por supuesto dejó una huella común, apreciable aún en todo ese ámbito; en lo material, los mismos o parecidos ladrillos amasan almacenes, iglesias y casas patricias, de Hamburgo, Helsinki, San Petersburgo, Tallin… Pero es sobre todo en el plano espiritual donde esa raíz común confiere a la cuenca del Báltico una atmósfera peculiar.
Ese que podríamos llamar espíritu báltico no se origina sólo por la historia, sino también por las singularidades geográficas: se trata de un espacio relativamente reducido, las distancias entre las orillas son cortas. Y en una latitud tal que la corriente del Golfo no puede con todo el hielo. Esto significa cruzar el Báltico -como las bicicletas- es para el verano. Y eso hará la expedición de Lantxabe: Tallin-Helsinki-San Petersburgo en pleno Julio y noches blancas.
A Helsinki se llega de amanecida, sorteando los bastiones de Suomenlinna, la fortaleza marítima levantada por los suecos, que es patrimonio de la humanidad. Tallin es un burgo que refleja bien el mundo hanseático, con sus torres tudescas y su Toomkirik o iglesia luterana, pero sobre todo con sus terrazas y asadores medievales aguardando a la marea humana. San Petersburgo, en cambio, no tiene nada de hanseático, por la simple razón de que no fue inventada por Pedro el Grande hasta el siglo XVIII; esa urbe de corte clasicista tiene algo de incongruente en este espacio nórdico, agarrotado por los hielos, pero es sin duda la joya del periplo, algo aparte.
Puede el tiempo borrar los reflejos del Báltico sobre la memoria, pero hay algo que no se desvanece fácilmente: es la luz boreal que unge a las ciudades ribereñas, esa sensación de suspensión, de tregua, que permite alargar las horas, cenar con el sol en la borda, o acoplar el sueño a una penumbra crepuscular. Sobre todo en San Petersburgo, porque allí las noches blancas no son ya una categoría atmosférica, epidérmica, sino algo hondamente agridulce y vitalista. Sobre todo si se tiene a mano la novela así titulada de Dostoievski, o la versión fílmica de Visconti, -que tuvimos la gran fortuna de disfrutar en el Ciclo de Literatura y Cine el pasado 15 de abril en el centro cultural de Aiete- con personajes acariciados por una desazón existencial.