El pasado 15 de julio, tras visitar la Iglesia de San Salvador, construida tomado como modelo la catedral de San Basilio de Moscú, la expedición de viajeros donostiarras se dirigió al Museo Estatal Ruso con el único objeto de ver las cuatro salas dedicadas a sus históricos iconos
(Icono significa literalmente «imagen», es una obra de arte religioso del cristianismo oriental en el que se representa a Jesús, María, los santos, los ángeles, eventos bíblicos)
La guía del museo fue prolija y documentada en sus explicaciones -asunto de agradecer en comparación con el tipo de guía wikipedia– y especialmente se detuvo en las “Escenas de la vida de San Jorge”
Este curioso icono (temple sobre tabla, 89 x 63 cm, pintado en Rusia en el siglo XIV) nos explica la vida del santo con todo lujo de detalles escabrosos.
En la parte central, el artista ha representado el famoso episodio del dragón uniendo, como también hizo Paolo Uccello, dos escenas en una: el caballero luchando con el monstruo para doblegarlo y a la princesa paseando al dragón con la correa, como si fuese un inofensivo caniche.
En el castillo, como siempre, los reyes de miranda.
Alrededor de esta escena central, el pintor ha añadido catorce recuadros con otros episodios menos conocidos de la vida del santo. En la fila de arriba, podemos verle entregando sus bienes a los pobres, siendo apresado por los soldados romanos (son romanos, aunque no lo parezcan), dando explicaciones al emperador Diocleciano (Hace dos años visitamos el Palacio de su retiro en Split, ciudad situada al sur de Croacia, puerto marítimo de la costa dálmata, en el mar Adriático. Visitamos la ciudad antigua, joya arquitectónica, declarada Patrimonio de la Humanidad en 1979).
Siguiendo con el icono, arriba a la derecha, San Jorge, sentado en la cárcel, trata de cristianizar a los soldados que le custodian.
El resto de escenas, quitando una de ellas en la que le vemos destruyendo ídolos (tirando las esculturas del tejado mediante telequinesis), nos narran su martirio. Como se ve, los santos cristianos no eran fáciles de matar, de forma que, después de probar diferentes técnicas dolorosas pero ineficaces, los romanos solían recurrir a la decapitación para acabar con ellos de forma definitiva. En este caso concreto, le torturan atándole a una rueda de pinchos, le azotan primero con látigos y luego con varas, le intentan aplastar con una roca gigantesca (han necesitado tres hombretones para levantarla), le queman las tetillas con velas, le dan un par de hervores en la olla (uno en agua y otro en aceite, se supone), tratan de cortarle el cráneo con una sierra y, por último, le cortan la cabeza.
¡Qué barbaridad!
Pero mira por dónde, en San Petersburgo, volvimos a encontrarnos con el emperador Diocleciano tan presente en Split.