«Bajarlos de sus pedestales, quitarles galardones y romperles las estatuas»

Cuando la civilización polinesia de la Isla de Pascua (hoy parte de Chile) empezó a quedarse sin árboles, lluvia ni alimentos, los jefes empezaron a ver peligrar sus plumas y medallas. Su tarea histórica era traer riqueza y tener línea directa con los dioses, pero en plena crisis no tenían ni idea de cómo hacerlo. No conocían la ciencia ni la ecología y solo un milagro de multiplicación de panes y peces –y allí el cristianismo no había asomado las narices– habría salvado a la isla de su catástrofe ecológica. Décadas de multiplicación humana, deforestación, cambio climático y la explotación exagerada de cultivos, como relata Jared Diamond en ‘Colapso’, habían llevado a la isla a la parálisis.

PASCUA (19)

Las famosas y misteriosas esculturas moais que tallaban, monolitos gigantes con los que los diferentes clanes querían pavonearse de su poder, acabaron agotando el paraíso: exigían tala de árboles, un sobreesfuerzo de transporte y sobreconsumo de comida. Se presentó el canibalismo, y la veneración de los jefes se tornó en saqueo e indignación contra ellos. En el siglo XXI nuestros moais son ideas de felicidad que se compran y se venden, experiencias a crédito y objetos de consumo. Cuanto más, mejor, así como los moais eran mejores cuanto más grandes. Como en la Isla de Pascua, también nos hemos multiplicado furiosamente en un planeta sin cara B: somos 7.000 millones. En 1950, antes de ayer, éramos 2.500. Demasiados homo sapiens queriendo progresar y consumir en un mundo de recursos y espacio limitados. Con tanta competencia se exacerba el egoísmo, la autoprotección y el miedo al otro. El ascensor social está en reparación y el sediento capitalismo salvaje se está bebiendo los pozos de la ética. Nuestros reyes, como los de Pascua, no resuelven. La indignación está prendiendo y hay ganas de castigarlos y bajarlos de sus pedestales, de quitarles galardones, honores y romperles las estatuas. En Pascua hubo violencia contra ellos y les arrebataron sus casas. Como el magnicidio es intolerable, lo que estamos haciendo en las sociedades modernas es sustituir a los jefes de siempre por payasos, a ver si llueve. Elegir perfiles como el de Trump es tirarse un farol o una moneda al aire y a la cara. Es subirse de hombros, todo al rojo y a ver qué pasa. Hay una nueva tendencia de elegir para que ejerzan de políticos a quienes menos se les parezcan y a los más primarios (que me defiendan a mí y lo mío), por eso también el avance de los líderes xenófobos y del Brexit. Es una solución disruptiva pero estúpida. Como resumirían los geniales Monty Python: «And now… For something completely different!». Sin más razón que porque sí.

Raquel Ejerique

1 comentario en “«Bajarlos de sus pedestales, quitarles galardones y romperles las estatuas»”

  1. Es triste pedir, pero es más triste robar. Y hacer las dos cosas, ni les cuento. Qué argumento para una de Berlanga en blanco y negro con guión de Rafael Azcona, el protagonizado por el exministro de la triste figura, Jorge Fernández-Díaz. A la tercera ha podido colocarle su partido, el de las dos pés, en una de esas canonjías menores de las Cortes con suplemento de sueldo y su migajita de ego. “¡Yo no estoy en política para ocupar cargos!”, se aplicaba a gritos en la excusatio non petita el hasta anteayer señor de la porra. Acto seguido, se acordaba de las muelas de quienes, según él, habían roto un pacto entre caballeros. De caballeros habla, jódanse, el Don Corleonillo al que grabaron apremiando a uno de sus sicarios en el organigrama para que creara y difundiera pruebas falsas contra políticos desafectos, mayormente soberanistas catalanes.

    Presidente de la Comisión de Peticiones, ya tiene su cuarto y mitad de bemoles el nombre de la cosa, es el poco deslumbrante puesto que han podido encontrarle tras mucho trajín a un tipo que empieza a oler a cadaverina política. No parece gran pago para alguien que ha rendido tan turbios pero eficaces servicios a la causa. Tampoco descarten, claro, que en cuanto amaine el temporal o estemos mirando a otro lado, le encuentren un destino pelín más lustroso. Sigo apostando por embajador, preferentemente en el Vaticano.

    Por cierto, vaya risas que mientras en el Congreso español se vivía el frenético vodevil para encontrarle un plus a Fernández, en el Parlamento Vasco, mi estimado Borja Sémper se dedicara a la diatriba de los cementerios de elefantes políticos.

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