El 12 de julio los viajeros de Lantxabe visitaron el Museo del Hermitage en San Petersburgo y muchos de ellos no se fijaron en este cuadrito de Pierre Subleyras (tiene el tamaño de un folio 30 x 24 cm) titulado “Las albardas” (es de 1730, óleo sobre lienzo). Lo cierto es que si, por una parte, el Hermitage resultó ser un batiburrillo, con mucho gentío abarrotando las salas y con poco espacio para disfrutar de la pintura; por otra, como todo el mundo dice, es imposible poder visionar tanta obra pictórica y artística, en general, no en un día, ni en una semana, ni tan siquiera en un mes.
El Hermitage tiene una de las mayores colecciones de pintura del mundo. Contiene pintura italiana desde el siglo XIII al siglo XIX, con obras de Tiziano, Leonardo da Vinci, Rafael, o Caravaggio. Los viajeros se pararon, especialmente, en la La Madonna Benois y la Madonna Litta, de Leonardo, -todos los años nos encontramos con el artista italianao-. Vieron obras de la época tardía de Tiziano y de Caravaggio, Canaletto, Tintoretto, Veronés o Tiépolo. El Greco, Zurbarán, José de Ribera, Juan Bautista Maino o Murillo, el Retrato del Conde de Olivares de Velázquez ; pintura flamenca, Rubens y Anthony van Dyck. Pasamos algún rato delante de las obras de Rembrandt o de pintura alemana, Lucas Cranach, Holbein o Mengs.
Y dispusieron de un espacio especial para la impresionante colección de pintura impresionista y expresionista, sobre todo francesa y alemana, más de 1000 obras. Monet, Renoir, Camille Pissarro y Degas. Estuvieron delante de obras de Cézanne, Paul Gauguin y van Gogh, Matisse y Picasso.
Pero detenerse en este cuadrito de Pierre Subleyras no fue fácil y puede resultar un pelín chocante si no se conoce la historia que representa. Y si se conoce también, para qué nos vamos a engañar. El tema procede de una fábula de La Fontaine titulada Las albardas, que nos cuenta el rocambolesco plan que se le ocurre a un pintor para comprobar si su señora le está poniendo los cuernos: pintarle un burro bajo el ombligo. Una obra de arte efímera que sin duda se borraría, por efecto del frotamiento, si la dama se revolcaba con algún desalmado (está claro que la higiene no iba con ellos, porque la combinación de agua y jabón ni se les pasó por la cabeza). Lo que no sospechaba el buen hombre es que el amante de su esposa era otro pintor que, después del frenético borrado, procedió a dibujar el burro de nuevo. Aquí podemos verle, muy concentrado, copiando la imagen del animal de un libro de estampas (hábil recurso del artista para que sepamos lo que está pintando). Subleyras los retrata en el estudio del marido, dedicados en alma y cuerpo al body art, rodeados de cuadros, lienzos y material de pintura. El problema es que los amantes, ciegos de pasión y desenfreno, no tuvieron tiempo suficiente para fijarse bien en el burro original y al pintar la copia le añadieron unas alforjas extra, pequeño error que le sirvió al marido para darse cuenta de todo el percal. La obra de Subleyras es el típico cuadro rococó con temática picante, en la línea de los que pintaban Boucher o Fragonard. La escena abarrotada, llena de telas y objetos, es típica de este estilo, así como el desorden generalizado que, en cierto modo, refleja la pasión amorosa, como esas escenas de las películas en las que los amantes se arrancan la ropa a lo bestia y tiran al suelo todo lo que hay en la mesa para aparearse encima. Pocos años después, Subleyras abandonaría estos excesos rococó para dedicarse a la pintura neoclásica, pero eso mejor lo dejamos para otro viaje, que no es cuestión de cortar el rollo a esta parejita.