Zaporeak nos trae hasta Aiete el sufrimiento, el heroísmo, la solidaridad

Será el próximo viernes en el coloquio tras la proyección del documental ‘Katsikas. Ecos de un éxodo’ de Rodrigo Vázquez.
Un euro cuesta el menú diario que puede permitirse la ONG guipuzcoana Zaporeak para dar de comer a 600 refugiados en Atenas. «Necesitamos más recursos», reclaman
Lo tienen calculado. Con 48 kilos de garbanzos, cinco de zanahorias, tres de cebollas, seis de calabacines, cuatro de pimientos verdes y cinco botes de tomate triturado de dos kilos y medio cada uno se pueden cocinar 600 raciones de garbanzos a la jardinera a un precio bastante asequible. Este menú, complementado con una pieza de fruta, viene a costar un euro. Y lo bueno es que lo dan gratis. Y aún mejor: cualquiera tiene derecho a degustarlo.

No hay trampa ni cartón. Basta con llegar a algún punto del litoral mediterráneo, subir a una lancha neumática y navegar apaciblemente hasta Grecia con otros ochenta compañeros para desembarcar en la playa de Chios, donde el viajero podrá alojarse en un contenedor o tienda de campaña, según disponibilidad, antes de partir algún día hacia Atenas. Y allí, por fin, comerá gratis los garbanzos. Es un chollo. No es de extrañar que ningún refugiado quiera volver a casa.
Eso sí, hay que darse prisa porque la lista de reservas no deja de crecer. «Dicen que en Atenas hay 18.000 refugiados. Son sobre todo sirios, iraníes, iraquíes, kurdos y afganos; me da la impresión de que ahora va a llegar todo Afganistán porque no tienen más remedio que hacerlo. O se van pitando o les cortan el cuello», explica al otro lado del teléfono Juan Ignacio Arce. Acaba de llegar de Mercatenas, donde ha comprado una abundante provisión de verdura, plátanos, mandarinas y manzanas para elaborar el menú que él y sus compañeros de la ONG guipuzcoana Zaporeak (Sabores, en euskera) reparten todos los días a seis centenares de refugiados. Como siempre, ha regateado en el mercado para mantener su presupuesto de 600 euros diarios. «Sabemos que el dinero no es nuestro», argumenta.
En octubre de 2017 Zaporeak instaló sus fogones en el Victoria Center de Atenas, un edificio en el que diferentes organizaciones ofrecen apoyo a las personas que se han visto obligadas a huir de su país y que aguardan su destino en esa especie de purgatorio que es para ellos la capital griega. En un local de unos cincuenta metros cuadrados, los miembros de la ONG han habilitado cuatro fuegos de butano, un gran congelador, estantes y enormes cazuelas donde cinco voluntarios españoles y tres refugiados, con la ayuda de otros tres intérpretes, reparten diariamente la comida a los centenares de personas que aguardan su turno en el exterior.

No es el primer lugar donde despliegan sus sabores. Zaporeak nació en 2011 bajo el impulso del influyente crítico gastronómico guipuzcoano Peio García Amiano, que ese año viajó a Etiopía y regresó con una idea en la cabeza. «Vi la vida que llevaban allí y me cambió el chip. Pensé que tenía que hacer algo, que había que alimentar a la gente y además lograr que aprendieran a comer y a usar sus productos», explica. La idea cuajó y, con el respaldo de la flor y nata de los fogones españoles, se extendió a la isla de Chios, a los campos de refugiados de Oinofyta, hotel City Plaza, Elliniko, Nea Kavala, Patras y ahora Atenas, donde la ONG levantó cocinas para dar de comer a los fugitivos que, cada vez en mayor número, arribaban como podían a Grecia.
Desde entonces son ya más de 700.000 raciones las que han repartido, y eso cuesta mucho dinero: 40.000 euros mensuales para ser más exactos. Necesitan comida, apoyo logístico y respaldo económico con los que hacer frente a un problema que no cesa de aumentar. Por eso no dudan en extender las manos en su web ‘www.zaporeak-sabores.com’ para recoger lo que se pueda. «Siempre hacen falta más recursos, cualquier ayuda que nos llegue es bienvenida», admite García Amiano.

«El alma a los pies»
Conocer demasiado a esas personas que hacen cola frente a la cocina puede ser contraproducente. Siempre llega el momento de regresar a casa y es entonces cuando los voluntarios se preguntan si lo que han hecho ha servido para algo. «Yo tengo un sitio al que volver, una sociedad con la que convivo, pero ellos no tienen ninguna posibilidad, por eso es duro dejarlos allí», confiesa José Ignacio Arce, que prefiere cocinar antes que repartir la comida. «Cuando me dan las gracias se me cae el alma a los pies. Yo no puedo con eso», se duele. No se consideran héroes, solo gente que hace lo que puede y que cuando vuelve ya no es la misma. Como Jaione Berridi, a la que le persigue «la sensación de que no puedes hacer más».
Es como levantar muros de arena para contener la marea. Jaione estuvo hace un año en Chios y ahora que ha viajado a Atenas se ha encontrado con refugiados a los que conoció aquella primera vez. Todavía siguen allí, en Grecia, a la espera de ver cumplido un sueño que muchos han comenzado a olvidar. «Hay miles de personas que llegaron aquí con una perspectiva y ahora están en un limbo; pensaban que como mucho estarían dos meses pero ya llevan dos años». Y a ellos se les suman los que no dejan de ocupar los contenedores que quedan vacíos en Chios. El flujo es incesante.

Algunos lo consiguen, como los kurdos Saad Salak y sus hijos Nour, Diyar y Nadin, que, tras dos años, podrán reunirse en Alemania con el resto de la familia. O el joven Kheder, a quien le han concedido el asilo en Grecia. Jaione recuerda a estos refugiados, los que han tenido suerte, y también a los que se han perdido por el camino. Muchos adolescentes que llegaron solos a Grecia han sido captados por grupos de delincuentes, otros «se pasan el día bebiendo en un parque o fumando marihuana. Hace poco me encontré con uno de ellos, Kusay, y me contó que llevaba tres días viviendo en la calle».
Ellos son los escombros del largo viaje hacia una Europa soñada que cada vez está más lejos, pero no ocupan el escalón más bajo. En Atenas existe un lugar al que llaman ‘Singleman’, la casa de los solteros. «Cuando nos sobra comida la llevamos a un edificio abandonado donde viven chicos que están solos. No tiene agua ni electricidad y está repleto de gente con problemas mentales. Entrar allí -describe Jaione Berridi- es ver la selva, lo más trágico de la vida».
Esa, la de los refugiados, es una realidad que sigue latiendo y solo sale a la luz cuando aparece un niño ahogado en una playa. Pero la vida no cesa para las hileras de personas que nunca pensaron llegar hasta donde han llegado. «Por lo menos comen bien», se animan los voluntarios de Zaporeak. Parece una frivolidad pero no lo es. Contar con un plato al día es mucho para unos seres humanos que ya solo tienen tiempo para esperar. No les queda más.
JAVIER GUILLENEA

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