A propósito de Ulises y la crisis de salud global ¿Qué vida queremos?

Odiseo o Ulises es el principal héroe legendario de las tragedias griegas, protagoniza la Iliada y la Odisea, ambas obras atribuidas a Homero. Era rey de Ítaca, una de las actuales islas Jónicas, situada frente a la costa occidental de Grecia.

Diez años pasó luchando en la guerra de Troya y, tras su exilio, otros diez intentando regresar a Ítaca.

Cerca de Itaca estuvo la expedición de Lantxabe hace un par de años. Entre el 10 y el 22 de mayo de 2018, se hizo un viaje singular, de amplio contenido cultural, educados por los versos de Konstantinos Kavafis

Cuando salgas en el viaje, hacia Itaca

desea que el camino sea largo,

pleno de aventuras, pleno de conocimientos’

Poema interpretado y escuchado en el imponente teatro de Epidauro.

Un año después, el pasado 12 mayo, el grupo de viajeros, asociados al ciclo de literatura y cine de Aiete, en su periplo por Turquía, visitaron Troya.

En estos viajes los peregrinos sienten una cierta trasformación; a su regreso no son los mismos, han visto, escuchado, palpado, tantas historias soñadas…pero no llegan a ser inmortales como Ulises

La historia de Odiseo es heroica y trágica a la vez. Vive grandes aventuras y se enfrenta a situaciones en las que se juega el tipo; en su viaje despliega un gran valor y el Ulises que regresa a su casa ya no es el mismo Odiseo que partió de su ciudad. Ni tan siquiera los designios divinos impidieron este viaje hacia la inmortalidad.

A la manera del héroe griego, los sanitarios de este tiempo de infección, viven intensamente su experiencia.

A las personas que se encargan de los cuidados de las personas, no les gusta que les llamemos héroes, son trabajadores responsables, lo eran antes y lo son ahora; pero ¿cómo llamar al ser humano que no le importa salir a “trabajar y morir”, si eso contribuye al bien común?. Los sanitarios en esta epidemia, son como lo fueron los ‘liquidadores’ en la catástrofe de la central nuclear de Chernobil, su sacrifico salvó a millones de personas y el ‘equilibrio’ del planeta.

Los que nos quedamos en casa somos otra cosa, somos ciudadanos ejemplares, hemos acatado perfectamente el estado de alarma, más allá de las dificultades iniciales que conminaban a todo un país a detenerse, nos hemos recluido y aceptamos el confinamiento como una medida necesaria. No hemos cuestionado esta decisión que el Estado tomaba por nosotros.

Pero, como hace el filósofo, demos la vuelta a esta reflexión.

¿Esta facilidad para doblegar nuestro espíritu al bien común, proviene de la fuerza divina que ejerce el Estado sobre nosotros? O más bien ¿por el terror a los efectos desconocidos de la pandemia, han sido nuestra conciencia y voluntad quienes han doblegado al Estado? Boris Johnson, después de anunciar que su país no se iba a confinar, claudicó debido a la opinión pública. Con Trump ha sucedido más o menos lo mismo. Los dioses retroceden ante la vulgar humanidad.

Los dioses sin nosotros no tienen ningún poder, el Estado tampoco. Él es nuestra voluntad. Y ahora mismo es el miedo quien gobierna nuestros destinos. Pero alguien podría decir ¿de qué miedo? Del miedo a la vida que es lo mismo que decir del miedo a la muerte. La decisión de confinarnos en casa, imaginada ya de antemano como una posibilidad real, es la cara más latente de una vida que ha extendido sus límites gracias a los avances de la tecnociencia médica. Imposible dirimir entre qué vida es más que otra, imposible restituir el derecho a la muerte a quien, después de haber vivido, ahora solo le queda una despedida bajo la calidez de su hogar que, en la mayoría de los casos conocidos, no tiene lugar. Toda vida merece ser vivida. Y es aquí donde debiera cuestionarse si esta es la sociedad que queremos, donde la vida se engarza hasta el último momento con pinzas y pulmones recién salidos de la fábrica. Queremos ser inmortales, pero para ello debemos morir y nadie está dispuesto. Queremos vivir, pero para ello debemos arriesgar y eso es más difícil que aceptar la finitud. Odiseo reconoce el valor de la vida, porque ha vivido con “la muerte en los talones”.

(Es chocante que la sociedad del coronavirus sea la misma que apenas hacía unas semanas se enfrentaba al debate sobre la Ley de Eutanasia).

El confinamiento nos obliga a asumir ciertas verdades que solo surgen cuando empezamos a relacionar el estado de alarma que hemos creado como sociedad. Hemos construido un estado donde el supermercado aparece como una suerte de paraíso terrenal, allí encontramos lo mismo rollos de papel que levadura para el pan y masa madre, dónde el alcohol es promocionado con vehemencia y nos aborda cada pasillo como una luz celestial.

¿Qué vida queremos? ¿Qué dejar a nuestros hijos? ¿Qué nombres acuñan nuestros héroes? El coronavirus es como un bofetón de realidad. ¿No existe otra manera de valorar esta crisis de salud global? ¿Acaso esta pregunta no está en manos de la ancianidad y de la juventud responderla? Pues son ellos sobre los que recae dar rumbo nuevo a un mundo, que para los primeros es un ocaso y para los últimos un amanecer. Algunas comunidades nativas del norte de América, cuando sentían que la muerte buscaba su compañía, tomaban un camino solitario lejos de la comunidad, y ahí rendían su último suspiro al mundo regalándose así a la vida para siempre.

Basado en un artículo de Karima Ziali (Filósofa)

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