Liburuaren Eguna
Esta fecha simbólica de la literatura universal se ha hecho coincidir con la de la desaparición de los escritores William Shakespeare, Miguel de Cervantes y Garcilaso de la Vega. El día rinde homenaje a los libros y a los autores y fomenta el acceso a la lectura para el mayor número posible de personas. Trascendiendo las fronteras físicas, el libro representa una de las invenciones más bellas para compartir ideas y encarna un instrumento eficaz para construir un universo ecuménico y una paz sostenible
Ahora que las personas se ven obligadas a reducir el tiempo que pasan al aire libre, estamos aprovechando el poder de los libros. La lectura nos puede ayudar a combatir el aislamiento, reforzar los lazos entre nosotras y nosotros, ampliar horizontes, estimular nuestra creatividad.
Lantxabe invita a celebrar este día compartiendo la lectura del próximo libro que tenemos en tertulia, se trata de ‘El primo Basilio’, novela de José Maria Eça de Queirós, publicada en 1878. El relato se integra plenamente en la concepción del presente ciclo de ‘literatura y cine’ para esta primavera, titulado …quien lo probó lo sabe.
Lantxabe difunde citas, novelas, películas, poemas y mensajes y así se compromete con el poder de los libros y fomenta la lectura. Al compartir conocimientos, lecturas, films y libros hacemos comunidad y podemos conectar con lectores de todo el mundo, como cuando el 12 de marzo del pasado año, víspera de la proclamación del Estado de Alarma, tuvimos en tertulia ‘Leer Lolita en Teherán’, de la iraní Azar Nasifi. Entonces todavía echábamos cuentas de qué país se podía visitar asociado a la cultura de los persas. Nada fue posible, nos quedaba la lectura.
Entre aquel libro y la fecha actual en la Casa de Cultura de Aiete,tuvieron que suspenderse un par de Tertulias Literarias a causa de la pandemia:
Abril, El buho ciego de Sadesh Hedayat,
Mayo, Samarcanda de Amin Maalouf,
A partir de octubre se pudieron celebrar, Misericordia conun homenaje a Benito Pérez Galdós en el centenario de su fallecimiento
[En este trimestre el ciclo se tituló ‘Musika Gure Laguna‘, son actividades de literatura y cine, la película la presentó con gran maestría Sergio Pedrouso, y nos hizo disfrutar y aprender]
Las consecuencias de la pandemia de coronavirus fueron a peor y en consecuencia se aplazó un mes la tertulia sobre la novela de Thomas Bernhard, El malogrado, hasta diciembre, y continuaron con
Enero, El corazón es un cazador solitario de Carson McCullers
Febrero, El hombre invisible de Ralph Ellison
Marzo, Ravel de Jean Echenoz
Abril, última tertulia hasta ahora, sobre La Letra Escarlata de Nathaniel Hawthorne
Los libros nos han unido, dado ánimos, nos han entretenido, formado, nos han ayudado a salir del ensimismamiento nostálgico y pesaroso, y las tertulias nos han llevado a encontrar una autora o un autor geniales, con nuevos universos, historias, tradiciones, culturas. Han sido una felicidad y un alivio
María Zambrano
Libros, Pensamiento, Sociedad 23 abril, 2021
El libro de por sí es un ser viviente dotado de alma, de vibración, de peso, número, sonido. Su presencia se acusa ya antes de verle entrar, llama a la puerta, simplemente, de una casa donde haya libros leídos; no libros encargados para adornar o amueblar las paredes, sino libros leídos, pensados, vividos. Se advierte su presencia desde antes de entrar en la casa misma. No digo ya dentro de la habitación.
El libro existe de por sí, lleva su ser propio, tiene su hueco, tiene su ausencia, tiene su amor. Recoge la voz y la irradia, recoge la indiferencia como si fuera, no sé, un extraño ser animado. Nos acompaña su ausencia, nos sobrecoge su presencia. Y puede suceder lo más increíble: que solamente por tener un libro cerca, tocándolo, se comience ya a saber lo que contiene. Una manifestación singular, diferente y distinta de todos los demás seres. ¿Qué es lo que contiene un libro? ¿De qué es portador? Querríamos saber para saberlo mejor, para sentirlo más claramente regresar al instante primero en que vimos un libro, en el que una mano se nos tendió, dándonos un libro, o en que vimos a alguien inclinado sobre un libro, leyéndolo. Pero no es posible, al menos para mí, porque nadé entre libros en la casa de mi padre y me eran, al mismo tiempo, familiares y, cómo decirlo, la familiaridad no la llevaba el misterio. Misteriosos y cercanos todos los libros, pero todos los libros no eran iguales.
Recuerdo haber elegido sin pensarlo, a ciegas, sin apenas saber leer, un pequeño libro de una colección filosófica a la que mi padre era afecto. Y yo no sabía, no tenía idea de lo que era la filosofía y mucho menos de lo que fuese ese autor cuyo nombre campeaba sobre el libro chiquito: Leibniz, pude leer. Y ese libro lo guardé, creo que casi lo robé, y lo puse en un cofre en que yo guardaba las cosas preciadas, en que hubiese guardado las joyas que yo no tenía a la vista o, si las tenía, en ellas no me fijaba. Lo hacía en ese libro que me atraía. Y ese libro no me engañó; mejor dicho, no me engañé. Es uno de los más extraordinarios de la historia del pensamiento filosófico, uno de los más claros, misteriosos, profundos, decisivos. iCómo yo podía saberlo!
Cuando entraba en mi cuarto por la noche, cuando ya se habían retirado mis padres, sacaba el libro, lo acariciaba, lo acercaba a mi rostro no ya como un collar de perlas que tenía, pero no había hecho sino como si fuese un ser de otro mundo, un portador de un misterio, algo que me traía el futuro, el presente rozándolo y el pasado más remoto. Yo me sentía sumergida, envuelta en aquel libro. Fue el primero con el que me pasó. No voy a contar la historia de los libros descubiertos así, antes de haberlos leído. Y, tratándose de libros de colección, no podía ser solamente por el aspecto físico, porque un libro de una colección filosófica, literaria o poética era lo que en mi casa había. La ciencia, dicho sea de paso, me imponía y me daba miedo.
El mismo contenido de aquel libro irradiaba un perfume como una de esas plantas exóticas, lejanas o irresistiblemente fascinantes. No se podía olvidar. Estaba allí. Entonces era sorprendida, con la sonrisa benévola de mi padre, leyendo aquellos libros antes de saber leer y acuciándole un poco para que me enseñara a leer y poder leer, descifrar aquellos caracteres, porque mis padres no tenían ningún interés en que su hija fuese una niña prodigio y, sobre todo, en que su mente se llenara de imágenes y de pensamientos inadecuados para su edad. Pero es que las edades cobran un relieve múltiple, distinto, y hay una especie de llamada que puede llamarse vocación o quién sabe qué otra cosa, Dios sabe qué palabra habría que emplear. Yo misma no encuentro mínimamente lo que un libro puede ser. Puede ser la salvación, la perfección, el imán que atrae y conduce, la llama que enamora y quema a la pobre mariposilla que le da vueltas en torno, sin darse cuenta de que se está consumiendo, que se está quemando. O puede ser también esa bola de cera que se ilumina por dentro y que tiene una luz, un fuego, una respiración, una vida insoslayable.
Enlazado con esto que digo, está una fotografía en que, por desgracia, se han visto (por lo menos, dada mi edad, me tocó ver) las quemas de libros en el Imperio bizantino, en el momento escondido. Con qué odio, con qué furia, con qué ardor se arrancaban a quemazos. Pienso, siento que con nada en el mundo, ni siquiera la quema de las pobres brujas cuando en ellas se creía, se derramaba tanto horror, tanto odio, tanto fuego.
Un libro puede ser arrojado por la ventana, pateado, hecho trizas como si fuera el conductor del mal más terrible. Y por el contrario, pero con idéntica pasión, puede ser acariciado, adorado, sostenido en alto como una figura.
Recuerdo –no se trata de un libro que hace mucho tiempo vi desde un vehículo en el que yo iba, precisamente en Madrid, como apoyada en una valla de las que se levantan para la construcción, a una mujer pobre, sola, vestida decentemente, limpia pero sola de toda soledad, y tenía en alto, sosteniéndolo, un libro cerrado. He visto también, en la iglesia, a las mujeres que leían un devocionario sin saber leer, teniendo las páginas al revés; y, sin embargo, yo no he podido nunca burlarme de un fracasado.
Porque queda siempre vivo el gesto de elevar el libro, de mimarlo y de ofrecerlo como si fuera una sagrada forma, una forma sagrada que tiene que casar, por encima de todo, que tiene que manifestarse como si fuera verdaderamente una forma de comunión.
Algo ha de haber en esto que digo cuando se despierta ese odio y ese amor y esa tortura, una revelación, contenga lo que contenga.
Para muchos, tener un libro en los pueblos de esta España que ha sido, y no sé si continuará siendo, analfabeta en su mayor parte, sucedía que existiese solo un libro guardado en la secretaría del Ayuntamiento o en algún lugar público. Pero, al mismo tiempo, era inasequible, porque estaba dentro de un armario del que tenía la llave un funcionario, el cual tenía que consultar. Tenían que conformarse con ir a verlo o con correr hasta el lugar, a veces el campo, y aprovechar el momento en que podía aparecer el funcionario sacro. iAquel momento de abrir y estar después to a sacar la llave y abrir el libro y darlo a leer! Solía ser el Diccionario de la Real Academia, solía ser también un ejemplar del Qu[jote. Era el único libro que había en el pueblo y no se podía sacar, era como un símbolo real e irreal, sacro.
En mi juventud no pertenecía nada, sino que había que darse u ofrecerse a una fundación del Ministerio de Educación. Se trataba de las Misiones Pedagógicas, a las que se iba sin interés ninguno, pero dándolo todo al misionero. Se les decía: «Se le dan únicamente las sandalias». Es decir, el medio más pobre de viajar. Íbamos en grupo de tres o de cuatro, provistos de lo necesario para viajar en tercera y a veces en burro mismo, subiendo y escalando montañas, hasta llegar a lugares que no tenían por qué ser tan pequeños ni abandonados, a veces grandes pueblos donde el libro no existía. Ni la música, ni el cine, ni ningún otro medio de comunicación, y allí nos estaban esperando. También se llevaban cuadros en estas misiones pictóricas, yo no tomé parte. Sólo en estas otras en que llevábamos como regalo una pequeña biblioteca, un fonógrafo y una colección de discos elegidos. Y llegaban las gentes, en un gran pueblo de Extremadura llamado Navas del Madroño, a dos kilómetros por la carretera. Íbamos en un automóvil desvencijado, pero resultó bien pagado este esfuerzo. Estaban en dos filas, a lo largo de la carretera, formados como si se tratara de una procesión, los hombres del pueblo, con la bandera socialista. Yo no lo soy, pero también había otros hombres que a ella no pertenecían. Y llevaban el traje de gala puesto, que en aquellas tierras era una capa hasta el suelo. Bajo la capa, traje negro de paño con una faja ajustada. Según pasábamos entre esas dos filas, se iban descubriendo hasta el suelo ante nosotros, porque les llevábamos vida, y, cuando llegamos a la plaza Mayor, la plaza se llenó. Rebosaba también de algunas mujeres que entonces se retenían mucho.
A mí me cupo en suerte hablar a aquella multitud desde el balcón. He hablado desde muchos balcones. Entonces temblaba de arriba a abajo. Era joven estudiante todavía, pero he sido estudiante toda mi vida. Entonces tenía muy poca voz; era pequeña, delgada, la voz. Se hizo un silencio cuando hablé que ni una palabra se perdió. Así comenzaron las sesiones. Al finalizar, entregamos la biblioteca. Más que entregarla, la expusimos, la dimos, la repartimos. No se atrevían a mirarlos, eran libros de historia, de poesía, de literatura. Eran también libros de Derecho elemental para formar ciudadanos. Sería que sentíamos la patria como una poesía, como una inspiración, como un don del cielo. Gente que queríamos transformar el trabajo y a veces lo lográbamos en una poética, maravillosa y libre, transformación.
Hay que decir que no se trataba, de hecho, de un acto de izquierdas. Venían sacerdotes a oírnos, nos escuchaban, sacaban fotografías. Había un cura joven envuelto en la bandera socialista. No es propaganda, repito. Es una historia fiel de ese instante, que puede estarse repitiendo, que se habrá repetido. Pero, por mucho que se repita, no llega nunca a adaptarse. El libro es un don que no se gasta, moneda que da la mano, moneda que está en la mano. Quizá se pueda perder, pero lo que está en el alma se pierde si no se da, dijo por entonces el poeta Antonio Machado. El libro aún tiene algo indeleble, un perfume que, cuanto más se aspira, como el de ciertas flores, se acrecienta.
El libro tiene olor, perfume, impregna las paredes y está lleno de amor. Y para aquel que lo recibe por primera vez, resulta de una tal conmoción, con tal devoción es recogido entre las manos, que es como un ser. Un don, al mismo tiempo, del cielo y de la tierra, que trae un mundo lejano y misterioso que se hace propio, que se hace íntimo, una lejanía misteriosa que entra en la intimidad.
Creo que podría seguir hablando, pero no es cosa de hacerlo, porque esto es para publicarse en un espacio y, además, está siendo dicho por una voz que se fatiga un tanto y que no tiene por qué avergonzarse de que suceda así. Porque ha sido por haber hablado mucho, con la mejor, no digo intención, sino con el corazón, con el ser, por lo que también he escrito libros. Y qué temblor al ser entregados a quien debía de hacerlo. He ido por las calles de ciudades populosas y bellas con mi original entre las manos, no levantado, sino yo inclinada, pidiendo perdón por atreverme a escribir un libro. No me avergüenza, me conmueve haberme atrevido a escribir un libro y a soñar con una niña que, tal como yo era, lo guardó en un cofrecito secreto de su cuarto, en espera de crecer, de ser mayor para poderlo leer.